Por Gerardo Carrasco
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A mediados de la década de 1960, el escritor argentino Julio Cortázar tuvo la ocasión en París de echar una mirada a un álbum con fotografías de niños. El episodio no sería digno de mención de no ser porque no se trataba de las fotos del cumpleaños de su inexistente sobrino, sino de una recopilación de imágenes de infantes que vivían en la miseria en países del tercer mundo. Y también porque esas fotografías conmovieron profundamente al Gran Cronopio y le inspiraron el poema Álbum con fotos, publicado en el libro misceláneo Último Round.
Sesenta años más tarde, la triste constatación de que la miseria y la injusticia suelen tener cara de niño sería uno de los disparadores de El viento conoce mi nombre, la nueva novela de la narradora chilena Isabel Allende.
Autora de La casa de los espíritus y otros numerosos éxitos de librería, Allende es creadora de una obra que ha sido traducida a 40 idiomas y ha vendido más de 70 millones de ejemplares, lo que la convierte en la escritora más vendida en lengua española.
Tres infames episodios vertebran su nueva novela: el Holocausto, las masacres de la guerra civil de El Salvador y la todavía vigente crisis humanitaria surgida en la frontera mexicano - estadounidense durante la administración Trump, donde a los peligros a los que se exponen los migrantes irregulares por su condición de tales, se sumó una política que desgajó familias y encerró a niños inocentes como si de criminales se tratara.
“La idea de esta novela surgió con un caso que conocí a través de mi Fundación, en la época en que Trump estableció en una política de separar a las familias inmigrantes”, cuenta la escritora en videoentrevista con LatidoBEAT.
Radicada en California desde finales de los años 80, Allende conoce a la perfección el funcionamiento de la política en el país, y en particular las vicisitudes que atraviesan los migrantes que llegan desde el sur.
En ese sentido, recuerda lo que sucedió una vez que se pusieron en marcha las políticas de Trump. “Cualquiera que entrara al país ilegalmente era arrestado, y si venía con niños se los quitaban. La idea era que esto iba a disminuir la oleada de inmigración ilegal, pero no solo no funcionó, sino que produjo una crisis humanitaria tremenda”, refiere.
Así las cosas, la frontera entre México y Estados Unidos se transformó en el escenario de la tragedia perfecta, a la que contribuyeron una política draconiana, una burocracia indiferente —en el mejor de los casos— y una justicia morosa.
“Vimos las fotografías de los niños en jaulas, las madres desesperadas cuando les quitaban a los bebés de los brazos. Hubo entonces un clamor dentro y fuera de EE. UU. y tuvieron que suprimir esa política”, algo que no significó que la brutalidad cesara. “Siguieron haciéndolo de noche, y todavía hay mil niños que no se encontraron con su familia, porque nadie pensó en la reunificación”, resume la escritora.
“Vimos las fotografías de los niños en jaulas, las madres desesperadas cuando les quitaban a los bebés de los brazos”
“Cuando eso sucedía, y además fue en plena pandemia, yo estaba terminando otro libro, pero enseguida tuve claro cuál sería mi siguiente proyecto. Mediante Zoom me puse a investigar junto a las organizaciones y programas que conozco por mi fundación. Y fue una investigación muy fácil, porque es algo contemporáneo, que está pasando ahora”, explica.
Tres tristes niños
Entre los numerosos personajes que habitan El viento conoce mi nombre, tres niños operan como hilos conductores. El primero es Samuel, a quien su madre logra enviar de Viena al Reino Unido en 1938, salvándolo del exterminio nazi. La segunda es Leticia, una pequeña a la que la providencia se le manifiesta bajo la curiosa forma de una enfermedad estomacal. Esa circunstancia hace que no esté en su pueblo natal de El Mozote a mediados de diciembre de 1981, cuando los militares salvadoreños llevan a cabo una atroz y minuciosa masacre de civiles. La tercera y contemporánea es Anita, quien es separada de su madre en la frontera entre México y Estados Unidos y afronta un destino incierto.
Para Isabel Allende, esas tres vidas están relacionadas por “un arco natural entre el pasado y el presente”.
“No estoy tratando de predicar o dar un mensaje, porque creo que la gente que lee mis libros ya piensa como yo, de manera que sería como predicarle al coro. Lo único que hago es contar una historia que me importa. Hacer el arco hacia el pasado era fácil porque ya conocía la historia del kindertransport, cuando mandaron 10.000 niños de Alemania, Austria, Polonia y Hungría, como exiliados a Reino Unido. Era una visa temporal; nadie pensó que la guerra iba a ser tan larga y atroz, ni que las familias judías que se quedaban iban a ser exterminadas. Más del 90% de los niños del kindertransport nunca más vieron a su familia”, relata.
En ese sentido, recuerda que hace aproximadamente un año y medio vio un programa en televisión en el que entrevistaban a tres sobrevivientes de aquel corredor humanitario que salvó a miles de niños de las garras del nazismo. “Ellos contaban que luego habían tenido vidas completamente normales, pero que el hoyo en el corazón nunca cerró, por todo lo que sufrieron y lo que perdieron, por el terror de la infancia. Unir eso con lo que está pasando hoy resultaba lógico”, expresa.
Lo que el tiempo nos dejó
En ese arco temporal de más de 80 años, Allende señala similitudes y también diferencias.
“La historia se repite, pero creo que no se repite igual. No andamos en círculos, sino en espiral, algo se aprende cada vez, y la humanidad evoluciona”
“Hay una vuelta al populismo, a la extrema derecha y al fascismo que es muy peligrosa. Está pasando en toda Europa y en América Latina también”, advierte. Sin embargo, entiende que esas nubes en el horizonte no implican la fatalidad de que —como cantara el brasileño Cazuza— estemos obligados a ver cómo el futuro repite el pasado.
“La historia se repite, pero creo que no se repite igual. No andamos en círculos, sino en espiral; algo se aprende cada vez, y la humanidad evoluciona. Yo nací a mitad de la Segunda Guerra Mundial, cuando no existía la Declaración de los Derechos humanos, ni la ONU, y nadie hablaba de feminismo. Había 50 millones de desplazados nada más en Europa, el tiempo del Holocausto y del lanzamiento de las bombas atómicas”, enumera. En comparación con la coyuntura de la década de 1940, y pese a que el mundo actual no es precisamente un pacífico edén, la autora es concluyente: “Hemos progresado”.
Una magia modesta
Pese a abordar episodios terribles, la lectura de la nueva novela de Allende puede resultar conmovedora, aunque no sombría ni desoladora. Porque la autora pone el foco en aquellas personas que —como lo hiciera en vida su propia hija, Paula— trabajan para socorrer a las víctimas de las injusticias antes descritas. Y al igual que en la vida real, no son los magnates ni los líderes políticos quienes se arremangan para la labor, sino personas anónimas que ponen en juego sus limitados recursos de manera solidaria.
“¿Para qué nos vamos a enfocar en lo que todo el mundo conoce? Todos hemos visto en la prensa las malas noticias. Sabemos de los narcos, de las maras, de la policía corrupta, los soldados, porque estamos bombardeados por esa información. Nadie habla de la gente que hace el bien, gente que sin pedir dinero ni aspirar a la fama, actúa de puro corazón, y casi siempre son mujeres”, dice.
“En Estados Unidos hay unos 40.000 abogados que trabajan pro bono para representar a los niños ante las cortes, porque si van representados generalmente obtienen el asilo, y en caso contrario, los deportan de inmediato. De esos 40.000 abogados, la mayoría absoluta son mujeres”, sostiene.
En cuanto a las razones que provocan semejante brecha de género en esa labor, Allende entiende que ese tipo de tarea no atrae a los abogados varones “porque ahí no hay fama ni dinero” y que “quizá los hombres están más pendientes de sus carreras, y ellas más preocupadas en utilizar lo que saben para ayudar”.
Aporofobia y racismo
Hablar de “el problema de los migrantes” sería —parafraseando a Jorge Luis Borges— una lamentable petición de principios. Implicaría considerar que los migrantes son el problema, y no su lamentable consecuencia. Hoy, y a causa de problemas que no causaron, los migrantes, refugiados o aspirantes a serlo, se agolpan también en fronteras fuera de América, como las del este y sur de Europa.
“Hay un componente racial. Los europeos reciben con los brazos abiertos a los refugiados de Ucrania, pero no a los que vienen de África. Aquí [en Estados Unidos], si los inmigrantes fueran escandinavos, les abrirían las puertas y los recibirían felices, pero son gente morena que viene de Centroamérica. En Chile hay masas de refugiados procedentes de todas partes, y ahora existe un movimiento anti haitiano, porque son negros”, critica.
“Nadie habla de la gente que hace el bien, gente que sin pedir dinero ni aspirar a la fama, actúa de puro corazón, y casi siempre son mujeres”
Ese tipo de manifestaciones xenófobas se apoyan en una falacia que también se ha repetido a lo largo de la historia: el inmigrante llega para “robar” el trabajo del ciudadano local.
“En Estados Unidos hay unos once millones de inmigrantes ilegales, y hacen un trabajo que ningún estadounidense haría por ese dinero. Trabajan en la industria frigorífica, en la industria automotriz, en la agricultura, trabajando de sol a sol sin ninguna protección y en campos llenos de agrotóxicos”, penalidades a las que, como una burla cruel, se suma “una retórica antiinmigrante”, expone Allende.
De fuegos y brasas
En El viento conoce mi nombre, la escritora chilena plantea a través de uno de sus personajes una pregunta que se hacen muchos estadounidenses, especialmente los que no están muy informados de lo que sucede en el resto de América: ¿Por qué, a pesar de las fatigas, los peligros, y la posibilidad de ser deportados, miles de personas se lanzan a la travesía?
“Vienen porque están huyendo de algo más peligroso todavía. Huyen de las pandillas que toman pueblos enteros, violan a las niñas, raptan a los niños para meterlos en las bandas. Huyen de los narcos, de la policía más corrupta que los narcos, de los soldados que cometen con total impunidad los peores abusos. Van huyendo por la vida, huyen de la extrema pobreza, de la extrema violencia”, responde a su vez.
El brazo largo de la literatura
Si bien la nueva novela de Allende no es un tratado sobre la situación migratoria ni un reporte periodístico al respecto, la autora es consciente de que su relato puede tocar fibras humanas que están fuera del alcance de las crónicas y los noticieros.
“Lo que pasa con la ficción, y creo que es la finalidad del arte, es que te acerca. Te presenta el caso humano con el que te puedes conectar y relacionar”, explica.
“Si me dicen que hubo seis millones de judíos asesinados en los campos de concentración, ni siquiera lo puedo imaginar. Pero si me cuentan el caso de una persona con un nombre, una cara y una historia, me puedo conectar con eso. Puedo pensar que esa persona soy yo, o que es mi hijo. Ese es el milagro, la maravilla del arte”, asegura.
“Si los migrantes fueran escandinavos les abrirían las puertas y los recibirían felices, pero son gente morena que viene de Centroamérica”
“Tanto del arte, tanto esfuerzo se pierde en el universo para que una cosita funcione y conectes con ella... miles de fotografías de la Guerra de Vietnam para ver a una niña corriendo desnuda entre el napalm, y que esa sea la imagen que todos guardemos de Vietnam para siempre”, ejemplifica la autora, recurriendo a la icónica fotografía tomada por Nick Ut en 1972.
“Eso es lo extraordinario de lo que o hago. Si apunto, logró tocar a alguien, pero hay que apuntar”, concluye con una sonrisa.
Por Gerardo Carrasco
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