Por Daniela Varela
daniela.varela.martinez@gmail.com
En 1973, un avión Douglas DC de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas cayó en la playa de Solheimasandur. Cuarenta y cinco años después, me encuentro caminando en medio de la nada islandesa buscando los restos de dicho avión. Estaba gélido. Además de caminar con mi campera para temperaturas bajo cero, varios buzos polares encima y botas de nieve, me envolví en una manta. Por supuesto, el viento no daba tregua y hacía que me enredase aún más con la manta, desafiando mis destrezas adquiridas durante mis años de líder en campamentos, jugando carreras de embolsados. Recién había llovido, pero había dos o tres nubes caprichosas que no se querían ir. El viento estaba seco y helado, curtiendo los labios. Algunas gotas caían, mientras que otras se entremezclaban con la arena que volaba en dirección a mi cara. Era tal la lucha que no sabía si eran gotas de lluvia o lágrimas propias desafiando a Eolo, el dios del viento. Después de unos cuantos pasos, y luego de ser advertidos por un cartel en la entrada que indicaba que la caminata sería de al menos una intensa hora, me entró la duda. ¿Habrá sido una buena idea? Miro hacia atrás para buscar la camioneta ya que, en una de esas, aún estaba a tiempo de arrepentirme. Nada. No se veía nada. Ni para adelante ni para atrás. Estaba literalmente ante la nada. Solo mi amigo André a mi derecha y, bien a la distancia, casi, casi de manera imperceptible, había un pequeño grupo de cuatro personas, luchando épicamente contra la naturaleza al igual que nosotros. Era realmente increíble saber que estábamos caminando hacia el horizonte, hacia el mar, y nos era imposible distinguir una línea, un fin, una ola. Absolutamente nada. Nunca me había detenido a pensar el concepto de desierto. Y era tal cual eso. Una nada, árida, fría, con arena negra volcánica en lugar de la característica amarilla que todos imaginamos. Pero igual de hostil y vacío, imponente. Desierto.
Si algo sorprende de Islandia es la velocidad e intensidad con la que el clima cambia radicalmente. Las nubes caprichosas finalmente se fueron y un cielo despejado iluminó la oscura arena. De todas formas, lo que antes era desalentador y duro, ahora seguía siendo igual de desafiante, pero solo con un alto contraste celeste, que dificultaba aún más mirar hacia adelante. Pero no quedaba otra. Era el mismísimo punto de no retorno. Había que seguir caminando hacia el destino, en este valle desértico que tanto me hacía pensar en superficies marcianas, como Ziggy Stardust, el alter ego de David Bowie, interpretando Life on Mars. Pero ¿dónde? Literalmente era la nada misma. Nada, niente, nothing. No se veía ni el mar, ni el avión, ni la camioneta. Entre medio de tantas dudas y arenisca, me atravesó un pensamiento que trascendía más allá de esta caminata aparentemente interminable. Hay que seguir adelante: avanti, sempre avanti.
Un viaje en auto o roadtrip es ya una experiencia en sí misma. Alquilar una 4x4 con carpa sobre el techo para acampar donde se hiciera de noche prometía ser un planazo. Poco me iba a imaginar la alegría que me iba a dar manejar por horas, sin parar, encontrándome con un reflejo sonriente en el espejo retrovisor de la Suzuki Grand Vitara, igualmente proporcional al cansancio que iba teniendo mientras pasaban los días. Fueron diez días de dar vuelta la isla, comenzando y terminando en Reikiavik, visitando ciudades como Vik, Hof, Djupivogur, Akureyri y Stykkisholmur por la famosa Circular Road.
Cuatro años más tarde, me encuentro en una escala de 14 horas en la misma isla, y la elección realmente fue bastante más sencilla: preferir alquilar un auto y hacerlo un hogar era claramente la mejor opción ante una habitación. Supongo que el desierto y el punto de no retorno ya se sentían familiares, cuasi cómplices, invitándome a jugarles una revancha. El movimiento me había enamorado. La posibilidad de conocer un poquito más esta isla era demasiado atractiva para dejarla pasar. Esta vez, volando en pleno verano, la isla me esperó con el sol de medianoche, iluminando el cielo y la ruta por igual. Sin la preparación previa, ni ropa ni calzado adecuado, salvo las ganas de seguir recorriendo, esta decisión hizo de un domingo cualquiera uno para el recuerdo. Durmiendo bajo el sol nocturno, con el contorno de la Hallgrimskirkja, la catedral islandesa, escuchando una playlist y soñando despierta con recuerdos lejanos pero ubicados bien cerquita del corazón, Islandia me recordó lo maravilloso de exponerse a que nos pasen cosas y que la vida nos sorprenda.
Islandia desafía. Obliga a ser resiliente ante el clima inclemente, ante la ruta y, más que nada, ante uno mismo. Implica reírse en voz alta por tomar mal el camino, por tratar de no entrar en pánico cuando el tanque de nafta se está por agotar sin estaciones de servicio a la vista o cuando el viento es tan fuerte que no te deja andar a más de 25 kilómetros por hora y tampoco te deja dormir porque pensás que el auto se va a volcar.
Islandia convoca a la paciencia. Cultivarla es una virtud. La ruta te duerme la ansiedad del día a día y te invita a contemplarla, criticarla y a dejarla de lado por unos largos y placenteros momentos. Esa paciencia —o ciencia de la paz— que hay que tener para no manejar más allá del límite de velocidad a pesar de que no venga nadie te obliga a apreciar el paisaje, a buscar esos arcoíris detrás de la tormenta y a encontrar la aurora boreal. La isla invita a amigarse con la incertidumbre, a entregarse de lleno a aquello que no se puede controlar.
Me gusta que Islandia sea mujer. Es bella, seductora. Que sus nubes sean los algodones que maquillen las sombras de sus ojos atardeceres. Que sus ovejas sean redondas o cuadradas, dependiendo del estilo de esquila del coiffeur de turno. Que anden libres por ahí, haciendo del cordero islandés uno de los más sabrosos del mundo. Que las praderas estén peinadas al viento y que las montañas bordeen sus dobladillos con flores multicolores.
Islandia, virgen, cruda e igualmente hermosa, obliga a ponerle el cuerpo al presente y a escucharse, ya que los pensamientos comienzan a retumbar con eco ante el silencio ensordecedor de la naturaleza. Y hablando de cuerpos, esta isla me permitió revalorizar los cuerpos en movimiento. Esa energía cinética que generan, la cual únicamente se logra haciendo camino al andar, conquistando la incertidumbre con paciencia, viendo el cuentakilómetros avanzar. Es un camino que muestra paisajes inhóspitos, tales como aquel que vio Simba en El Rey León al llegar al famoso cementerio de elefantes y hermosos con arcoíris dobles que adornan las casitas perdidas entre lagos y montañas. La sorpresa y la naturaleza van de la mano en la tierra del hielo y el fuego. Era muy divertido manejar por al lado de un rebaño de corderos escuchando Heaven is a Place on Earth de Belinda Carlisle con la ventana abierta y ver cómo los corderos corrían en dirección opuesta, casi casi que invitándonos a bailar. Igualmente espectacular era desayunar afuera de la carpa con una garrafita, tres huevos, dos tostadas y sentir que uno es gastronómicamente más talentoso que Francis Mallmann.
Luego de varios kilómetros, tormentas y días, llegamos a Höfn, y entre tanto café, sándwiches y picnics estábamos ansiosos por una comida caliente. Paramos en Otto Matur & Drykkur.
Este lugar de ensueño da la impresión de haber estado allí desde siempre, ya que la casa data del 1897, pero recién en el 2015 se inauguró el restaurante como tal. Tener un restaurante siempre fue el deseo de su dueña, Ellah, y su marido. Ellah nos contó la historia de la casa mientras planchaba las servilletas de tela a la perfección con una vieja plancha de prensa. Al entrar a Otto, uno se siente abrazado por el olor a pan recién horneado, dándole al cansado viajero el ansiado descanso. Manteca y sal de lava volcánica, característica de la isla, es lo único que se necesita para empezar a preparar el estómago para el festín y saborear la hospitalidad islandesa. La simpleza del diseño nórdico contrasta con las cortinas con volados que decoran las vistas de la bahía disponibles a través de las ventanas, cual casita de muñecas. Luego de que el pancito nos abriera el apetito, nos perdimos en la más deliciosa sopa de cangrejo y pesca del día con vegetales. Después de semejante almuerzo, digiriendo no solo los deliciosos platos sino también ya medio viaje en nuestro haber, nos detuvimos a tomar un chocolate caliente sobre la orilla del mar, con el viento gélido en la cara.
La pesca en Islandia es una forma de vida. Las mareas, los distintos cardúmenes y los ritmos de la naturaleza marcan el día a día de los pescadores islandeses y de una gran cantidad de familias cuya economía se forja en torno a esta área. La pesca es una de las industrias clave de Islandia y emplea directamente a unas 7800 personas. Aporta directamente el 8,1 % del PIB y un 25 % si se incluyen los efectos derivados del sector del mar en su conjunto. Si bien los salmones que remontan sus ríos no son tan grandes o carnosos como los noruegos o rusos, lo compensan en su temperamento, por lo que hacen de la pesca deportiva una actividad tan desafiante como placentera. Sin embargo, la vedette de la pesca islandesa es la trucha, la cual le da pelea a cualquier otra del mundo, tanto en abundancia como en tamaño. A modo de curiosidad, Islandia es uno de los pocos países donde la caza y consumo de carne de ballena y de tiburón está permitida, considerada por los locales como una delicatesen.
Sin duda, de la misma forma que los pesqueros islandeses se rinden ante la naturaleza, uno debe rendirse a la sorpresa de la vida. Creo que lo mejor de viajar, no importa dónde, pero especialmente en Islandia, es ese souvenir que nos deja. Ese conocimiento de nosotros mismos que no podemos comprar en el duty free del aeropuerto. Por ejemplo, en mi caso, fue esa oda al movimiento y a la paciencia. A pesar del frío, de las dudas, del miedo, de todo aquello que nos tira para atrás y nos paraliza como una fuerte tempestad islandesa, hay que mantener el dínamo en movimiento, pasar el punto de no retorno y seguir hacia adelante. Ante la duda, hay que llenarse de coraje, de adrenalina y cantar David Bowie en voz alta, recordándonos que we could be heroes, y continuar nuestro camino. Nunca para atrás. Atrás, en ese pasado semilluvioso, ya estuvimos y no había nada. Ahí, en ese mismísimo momento, descubrí que siempre es mejor seguir adelante, caminando, un paso a la vez, buscando el avión.
*Daniela Varela es comunicadora, escritora y directora creativa. Entre otras cosas, estudió gastronomía profesional, antropología cultural y periodismo gastronómico. Comparte sus pasiones de viajar, comer y escribir en Bites&KMs. Actualmente, es creativa publicitaria en la ciudad de Nueva York. Es frecuente encontrarla escribiendo sus historias en distintos cafés de Brooklyn.
Por Daniela Varela
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