Por Daniela Kaplan
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Gran año viene siendo el 2022 para los amantes de los mundos fantásticos. Primero, con el lanzamiento de La casa del dragón en agosto y, desde setiembre, el de El Señor de los Anillos: los Anillos del Poder, una serie inspirada en el universo de J. R. R. Tolkien para Prime Video y ambientada en la Segunda Edad de la Tierra Media. El resurgimiento de Sauron, la creación de los anillos de poder o la guerra de los elfos son algunos de los grandes sucesos que abarca.
Debo admitir que entré en el universo de la Tierra Media de Tolkien hace no tanto tiempo. Siempre asumí que no me iba a gustar. Enanos, duendes y hobbits… “no es para mí”, pensaba. Pero, como tantas veces, me convencí de hurgar en ese mundo cuando descubrí que tenía un vínculo con la historia, específicamente, la de la primera Primera Guerra Mundial. Bingo. Compré.
Ortega y Gasset dijo, por primera vez en 1914, “yo soy yo y mi circunstancia”. Y estoy de acuerdo. Creo que todos tenemos una conexión estructural con lo que nos rodea. Carlo Guinzburg, historiador italiano, siempre dijo que vivimos en una jaula flexible, porque nuestro contexto indefectiblemente nos moldea y obramos con libertad, pero condicionada. Pensándolo así, sabemos que cualquier manifestación de la cultura entendida a la luz de su realidad adquiere automáticamente una nueva dosis de significado. Y la saga de El señor de los Anillos no es la excepción.
No muchos saben que Tolkien vivió en carne propia la Primera Guerra Mundial. Era un estudiante de literatura y lengua inglesa en Oxford y debió dejar los grandes salones universitarios para cambiarlos por la húmeda trinchera. Se alistó en el regimiento de Fusileros de Lancashire en 1916 y participó de la sangrienta batalla de Somme. Rápidamente, se especializó en el área de señales; se encargaba de la transmisión de mensajes codificados, un dato que, para los aficionados de Tolkien, tiene mucho sentido.
Como a tantos, a John Ronald Reuel le tocó vivir de primera mano la tortura psicológica de esta guerra. Creo que en el mainstream contemporáneo a veces perdemos de vista el trauma que significó la Primera Guerra Mundial. Quizás sea porque con el diario del lunes comparamos —involuntariamente— los extremos a los que llegó el aniquilamiento industrial de la segunda. Pero pensemos que la Primera Guerra Mundial significó el fin de un siglo XIX que había estado marcado por el desarrollo de la Revolución Industrial, donde parecía que la tecnología abría las compuertas de un camino esperanzador. La Primera Guerra puso fin a esa mirada cargada de anhelo; las máquinas comenzaron a significar también un tipo de destrucción sin precedentes. Fue la primera guerra “total”, no solo por su internacionalización, sino porque transmutó por completo la mirada de los hombres y las mujeres del siglo XX.
Solamente en 1914 fueron movilizadas 20 millones de personas que pasaron años en las trincheras. Imaginemos los húmedos pozos en la tierra, donde se enfrentaron a la más terrible violencia, a la enfermedad, a la plaga y al más temible tedio estructural. Es difícil pensar en lo que aquellos soldados vieron, los ruidos que soportaron y los olores que sintieron. La trinchera significó para muchos el esperar la muerte, la inminente sensación de que en cualquier momento podrían morir. Esta experiencia marcó para siempre a esta generación, lo que se ha recogido en centenares de series y en películas.
Sería quizás romántico pensar que Tolkien comenzó a hacer sus primeros escritos sobre la Tierra Media y la saga del Señor de los Anillos desde la trinchera. Casi cincuenta años después de la guerra él mismo lo desmintió. Sí había comenzado a hacer algunos primeros garabatos y apuntes de su mundo mítico, pero no era un lugar en el que pudiera escribir.
Algunos encuentran una relación específica entre la Gran Guerra y ciertas figuras de la Tierra Media y su saga. Como el caso de los Názgul, aquellos jinetes que servían a Sauron, que algunos interpretan que sus ruidos ensordecedores representan el insoportable mundo sonoro de la guerra. O los Olifantes o Mûmakil, esos grandes animales de guerra del ejército de Harad que lograban destruir todo con su paso, tal como los tanques. No es menor que la primera aparición del tanque fue en la Batalla de Somme (1916) y significó una gran ruptura para las tradicionales guerras de caballería; una batalla en la que el escritor peleó. También se ha visto en el personaje Samsagaz Gamyi un tributo al soldado inglés, destacado por su coraje y lealtad. Esta idea sobre que Sam representó a los soldados de más bajo rango que asistían a oficiales como Tolkien, que pertenecía a una clase social privilegiada, fue reforzada por el propio autor. Recordemos que los Baggins —o Bolsón— eran de mayor rango social que los Gamyi, en el mundo de la Comarca.
Estas interpretaciones detentan una mirada lineal, aunque no por ello menos válida. Sin embargo, creo que lo vivido por Tolkien en la guerra permea en su concepción misma del argumento de la saga y no solo en personajes o elementos concretos. Pienso que, en cierta medida, esta experiencia traumática de la Primera Guerra Mundial nos permite comprender, aún más, la idea de la construcción de un universo en jaque por la lucha de poder. Una lucha en la que los hombres son la especie más corruptible. O quizás Gollum, esa criatura desagradable, es el personaje que más detenta la perversión que provoca el poder. Completamente consumido por el anillo que encontró fortuitamente, este personaje complejo y grisáceo, casi esquizofrénico —amable y odiable por momentos—, demuestra la decadencia que produce la ambición irrefrenable. ¿No parece al menos lógico que la Gran Guerra haya demostrado el deterioro físico y psíquico al que conduce la lucha por el poder?
También el caso de la producción de los guerreros Uruk-hai —aquella raza superior de orcos— se tiñe, de cierto modo, de una mirada muy propia de su época. Originariamente eran de Mordor, pero Saruman decide producirlos en Isengard. Las imágenes de Isengard evocan, en gran medida, a la Revolución Industrial y el mundo de las fábricas, dejando en claro cuánto se había sacrificado el bosque a su alrededor. Tolkien demuestra una mirada ambientalista; enfatiza el daño que provoca la guerra en la naturaleza y el medio. No en vano, son los Ents —esa especie de árboles parlantes con tintes antropomórficos— los que destruyen Isengard, hastiados de la tala de árboles ordenada por Saruman, un momento icónico de la saga conocido como “la última marcha de los Ents”. Toda esta idea se refuerza por la propia experiencia del autor, que llegó a ver el bosque de Thiepval (Somme, Francia) completamente destruído, ennegrecido y con sus troncos caídos.
Tolkien representa un mundo enfrentado por el poder, en donde existe una lucha por el bien y el mal, pero cargado de matices que enfatizan su complejidad. No es que él quisiera plasmar su experiencia en la Primera Guerra; creo que eso sería una mirada burda de un universo mítico y filológico excepcional. Pero sí que en su mundo fantástico se entretejen significaciones que, para quienes conocen la Gran Guerra, adquieren muchísimo más sentido. A Tolkien, como a todos, le tocó vivir en su circunstancia… y eso, ineludiblemente, atraviesa su obra.
Por Daniela Kaplan
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