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Música
Nada de vie en rose

Johnny Hallyday, el Elvis galo que lo sobrevivió y encarnó todos los excesos que vendrían

Con una carrera inconmensurable, el padre del rock and roll francés merece un panteón entre los grandes de la música.

04.04.2022 13:35

Lectura: 10'

2022-04-04T13:35:00-03:00
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Por Manuel Serra

Existió un Elvis Presley que sobrevivió a los años ´70 y que siguió con su carrera musical sin que la muerte la interrumpiera. Quizá, y con razón, me dirán que deje los universos paralelos, que la realidad es una y que el padre del rock and roll ya falleció hace mucho tiempo. Me dirán que Estados Unidos fue poco para él y las pastillas, lamentablemente, demasiado.

Mi respuesta hubiese sido la misma hasta hace poco más de un año, cuando me regalaron un pequeño libro. “Pequeño libro”, literalmente, ya que su título era “Le petit livre de Johnny”, de First Edition (2019). No habla ni de Johnny Cash ni tampoco de Johnny Thunders, se refiere al Elvis francés –una de tantas definiciones– llamado Johnny Hallyday. Con ese nombre, pensarían que era norteamericano, but no. Un francés de casi pura cepa.

¿Por qué casi? Porque pues sí, su padre fue un belga llamado León Smet. Aunque decir padre es mucho y ni siquiera es un título que merece, más allá de lo biológico. Lo abandonó a los siete meses, lo que, a la postre, determinaría el derrotero vital de este bebé llamado Jean-Philippe Smet. Su madre, modelo, sí era francesa. De nombre Huguette Clerc, también lo dejaría al cuidado de una de sus tías.

Fue ahí donde este pequeño, que tuvo la mala suerte de ser rechazado por su familia primaria, se criaría y terminaría formando su propia identidad. Sus primas, ambas bailarinas, lo llevarían al mundo del espectáculo. En esas, aparecería el primer Hallyday, Lee, esposo de una de ellas y quién sería uno de sus mentores.

Sí estamos hablando del padre del rock and roll, pero no del que nació en Tupelo, sino de otro, cruzando el océano Atlántico, que nació en París en 1943. Él diría en una sus canciones que nació en la calle. No sería así, pero no estaría tan lejos de la realidad.

De joven, con una “pinta” –por decirlo en criollo– descomunal, Jean-Philippe terminaría adoptando el nombre de Johnny a causa del esposo de su prima, norteamericano, quien oficiaría de guía artístico en su carrera y que era incapaz de pronunciar su verdadero nombre. Entonces, lo bautizaría Johnny y le daría Halliday de apellido. En ese momento, nacía la leyenda: Johnny Hallyday. Pero su trecho sería largo.

Adolescente, en los años 60, alcanzó la fama en Francia convirtiéndose en el representante galo de lo que en el mundo –bah, en ese momento, casi solo en Estados Unidos y un poco de Reino Unido– se conocía como rock and roll. Él mismo diría que “Elvis le cambió la vida”. Y a partir de ahí, haría todo para copiar al ícono estadounidense. Salvo morirse. Aunque sí iría al servicio militar, pudiendo evitarlo, para hacer la propia versión francesa de “Elvis is back”.

Hay que decir que su éxito, como el de su modelo, sería casi inmediato. Apenas tendría pasados los dieciocho y ya habría conquistado Francia. Una suerte de Clodoveo de la música. Primero, a los jóvenes. Luego, habría conseguido la forma de llegar al gran público, más reticente a esas cosas nuevas que no entendían y salían de eso llamado “chanson française”. Cabe destacar que el pueblo francés tiene dificultades extremas para hablar en inglés. Algo así como los brasileros con el español. Un poco más, en realidad.

En ese momento, llegaría una de las personas fundamentales a su vida, que lo legitimarían ante un público que quizá no estaba tan dispuesto a aceptarlo. Nada más ni nada menos que el ENORME –no se me ocurre otro adjetivo que la haga justicia– Charles Aznavour, quien lo invitó a vivir a su casa y, de hecho, lo cobijó durante dos años, moldeando también su carrera. Y enseñándole los “gajes” de su metier. Hasta le compondría más de una canción.

A partir de ahí, llenado el Olympia –una suerte de Luna Park francés, o incluso más–, su fama explotaría y no siempre le sería fácil de manejar. Por no decir lo contrario. Y si hablamos de manejar, no sería el más hábil al volante. Varios accidentes automovilísticos tiene en su haber. Así como exesposas. Se divorció, al menos, cinco veces. Y quizá hubiesen podido ser más.

Habiendo formado familia, esperaba poder lograr lo que a él le faltó: que su hijo tenga un padre presente y activo. Y lo lograría a medias. O incluso menos. Porque en este punto del partido, Elvis ya había seguido su camino al más allá y Johnny seguía, no solo vivo, sino que con más ganas que nunca.

Mientras vivía una vida de casado, estaba casi todo el año de gira y asumió en su cuerpo todos los excesos que acompañaron los años del punk. Si bien había logrado la fama y el éxito, sus demonios seguían devorándolo por dentro. Y cada vez con más fuerza. Fue alcohol, fue la cocaína, fueron las mujeres. Fue todo. Quizá contra su voluntad, quizá a favor de ella, no pudo más que enredarse en una lucha consigo mismo que, más de una vez, tuvo su vida contra las cuerdas. Y más aún: que lo tuvo tirado en la lona.

No obstante, su necesidad vital de crear nunca frenó y la dedicó a hacer algo que, quizá, sus ídolos americanos no habían llegado a intentar. Hablamos de megaconciertos con tintes fílmicos y teatrales. Hasta podríamos decir que, por momentos, se adelantó a los Kiss, aunque siempre a la française. Y en París, tierra snob por naturaleza, lo suyo pertenecía a la “baja cultura”. De eso no habían dudas. Quizá, ayudaron sus espectáculos a lo Mad Max, a lo gladiador, a lo boxeador, a lo easy rider. Tomo cada una de las expresiones americanas y las quiso hacer propias. Muchos dirían algo así como que las “terrajizó”. Aunque hay que decir que nadie invertiría tanto dinero en sus espectáculos. Tampoco nadie perdería tanto.

No obstante, a las drogas, a los problemas financieros, a los fantasmas que lo aterraban, siguió resistiendo y caminando. Aunque el prefería cabalgar, como en sus adorados westerns. A montar le enseñaría su amigo y gurú Charles Aznavour.

Más allá de lo kitsch que pudieran ser sus shows –es una buena palabra porque eran, estrictamente, shows–, la masividad no paraba de crecer y eran miles, decenas de miles, centenas, quienes lo seguían. Incluso, según dicen, hasta el propio Mick Jagger fue a algunos de sus conciertos a inspirarse. ¿Será verdad? ¿Mentira? Who knows…

“En el mundo que vivimos todo está prohibido. Afortunadamente, aún tenemos el derecho de respirar. Yo soy un hombre libre y que los demás se jodan”, dice el músico en algún momento de su carrera. Y es una buena frase para definirlo.

Si bien se inspiró en Elvis para comenzar a formar su imagen de artista, lo superó con creces en su modo de vida y, realmente, vivía su mensaje y su día a día –a esta altura, lo mismo– bajo la máxima punk de “Live fast, die young”. Nuevamente, accidentes de tránsito, drogas, armas, alcohol. Todas cosas que se convirtieron en figurita repetida en su trajinar vital.

Habiendo comenzado en los sesenta, pasados treinta años, ya era un ícono en Francia. Para bien o para mal. Ya era parte insustituible del jetset galo. Y las revistas morían por tenerlo en sus portadas. También cabe decir que él las usaba a su favor para promover su carrera. Era un genio de la prensa. Tras años y años de desencuentros amorosos, con otras y consigo mismo, fue buscando el equilibrio y, en parte lo hizo, pero domar ese potro salvaje tampoco era un trabajo sencillo.

En su afán de seguir sus sueños estéticos es que en los noventa se decide a construir su “propia América”. ¿Qué quiere decir esto? Lograr llegar a tocar en Estados Unidos, de dónde venía su mayor inspiración. Pero, como dice alguno de sus allegados, en tierra estadounidense lo veían “como una copia barata de un producto americano”. Tenaz como era él, decidió hacer un show en Las Vegas. ¿Cómo llenarlo? Llevó veintidós chárters desde Francia. De ahí, su “propia América”. Si no podía llevar al público local, haría un éxodo con sus fans de siempre. ¿Un éxito rotundo pensarán? Pues no. No pudo con la presión, su voz cedió y no fue uno de sus mejores momentos.

Como Diego Armando Maradona, se refugió en una isla y estuvo en Cuba, hasta en alguna foto se lo ve con una camiseta del “Che” Guevara. Estuvo un año entero viajando en barco, huyendo de esa derrota, pero, en el fondo, pergeñando cómo hacer su vuelta triunfal al escenario francés. Y esta oportunidad finalmente llegó.

Vino en forma de un Stade de France, uno de los escenarios más codiciados de todo el suelo francés. Para esta vez, sí se propuso dejar todo en la cancha y prepararse como si fuera la final del mundo. Su carrera estaba en juego. Y, es por eso, que Jean-Claude Camus –no tiene nada que ver con Albert, nos encargamos de buscarlo–, su productor, preparó un espectáculo que debería ser recordado para la historia. Para comenzar, diez pisos de altura, motos, coristas, decenas de músicas, bailarines. “La casa por la ventana”, como se diría por estos lares.

La primera presentación se debió suspender por lluvia, lo que puso en duda esta vuelta. Pero con las presentaciones posteriores daría vuelta la tortilla y, finalmente, lograría lo que quizá nadie pensó que llegaría a hacer: terminar de convertirse en un ícono de la música francesa. En toda regla.

La de Johnny es una vida inmensa. Implacable. Rockera hasta las últimas consecuencias, pero de la que sobrevivió. No es la del que quedó en el camino, aunque podría haberlo hecho. Se podría pensar en un Stone por sus sesenta años de carrera. El pueblo francés que no lleva el rock and roll en sus venas, como sí la “chanson” o incluso el jazz, vio en él su mayor representante. Y sin querer serlo, o quizá sí, vivió una vida digna de Keith Richards, Rod Stewart o John Lydon. Falleció a la edad de 74 años, a causa de un cáncer. Nadie hubiera apostado que llegaba a tanto.

Todo esto está contado en el nuevo documental de Netflix llamado “Johnny par Johnny”, con material de archivo inédito y extractos de conciertos que dejan en claro, que, por más que a los amantes del rock más clásico pueda costar, él fue un rocker en toda regla. Es probable que la sangre americana del marido de su prima estuviera más presente que la de su padre belga. No solo es posible: es lo único que lo explica. Y aunque pueda parecer difícil de entender, con una visión ortodoxa que no escape de lo british o americano, se merece, sin duda, un panteón. Y entre los grandes.

“No creo en Dios. No creo en nada. Johnny es mi religión”, dice un fan en el documental. Y no creo que haya nada más para agregar. Allez, Johnny.

Por Manuel Serra