Por Carlos Dopico
Carlos Dopico
En el 2001, luego de 15 años de una frenética actividad musical y atravesar todos los desbordes que la música haya hecho sonar en distorsión, Níquel se desvaneció en medio de la escena nacional. “No estábamos a la altura de nosotros mismos, y eso a la larga se paga. Para mí, en esa época valía aquel lema de sexo, droga y rock & roll, lo más que se pudiera”, confiesa Jorge Nasser sin aflicción.
Durante una década y media habían publicado de forma independiente ocho álbumes de estudio, experimentado el registro en formato acústico e innovado en una presentación sinfónica sin precedentes a nivel local. La banda, fundada en 1985 entre el argentino Pablo Faragó y el uruguayo Jorge Nasser llegaba a su fin, pero no de forma estrepitosa, sino en un mutismo secreto propio de una implosión.
“Nos desvanecimos en el aire; tiramos la bomba de humo”, señala Nasser aún sorprendido por la decisión. Para colmo, en aquel entonces retomó —con Efectos Personales— su carrera discográfica solista, sin pausa en la transición y con un éxito que sepultaría las cenizas aún humeantes del proyecto antecesor.
Por tanto, aquel grupo musical, que había comenzado con aires new wave y finalmente se había posicionado como un combo de rock clásico con reminiscencias a la costa oeste norteamericana —congas, coros y una estética ajena al tono gris de este lugar—, quedaba dormido en el hangar del tiempo.
Durante años hubo intentos de despertarlo, pero quienes habían sido parte preferían mantenerlo inerte en aquel lugar. Sin embargo, 20 años más tarde, en medio de una pandemia sin preámbulos ni expectativas, Níquel volvió a la escena musical con parte de la vieja formación, nuevas incorporaciones y un disco flamante, cuyas canciones retoman el espíritu aún vivo del viejo rock & roll.
Hoy, ya sin su socio cofundador pero con un repertorio de grandes canciones que le pertenecen, vuelve a pararse al frente de la banda de gárgolas con la que irrumpió en televisión, llegó a distintos puntos del país y consolidó un rock en paralelo al que promocionó Alfonso Carbone y el sello Orfeo. “Nos devolvieron el contrato”, precisa sin ironía, “por eso hicimos una carrera al margen”.
Sobre el descontrol, el consumo problemático; el vértigo frenético del rock & roll; el salto al vacío; la independencia discográfica; la consolidación de una obra musical; el paso del tiempo; la escena musical de hoy; la pérdida de Wilson Negreyra en plena grabación; el reconocimiento tardío de sus pares del rock; del viento en contra de los 90, o de retroceder para avanzar como le enseñó Toto Méndez, es que va esta charla honesta y directa con Jorge Nasser para LatidoBEAT.
Al repasar los años de actividad de Níquel —en su primera etapa ininterrumpida— da la sensación de lo intensa y breve que fue su carrera. ¿Te genera también esa impresión?
Sí, es verdad; pensar que en su momento parecía un montón, hasta demasiado. El hecho de haber dejado de tocar en 2001 fue justamente por la sensación de que había sido demasiado, pero no, era poco.
Quiero ser claro: nosotros tuvimos una historia, no tuvimos ningún freezer… Hubo un montón de bandas que en los 90 tocaron muy poco y siguen festejando sus años porque los tienen. Pero hubo años en los que de repente hicieron dos toques y nada más. Nosotros no parábamos de tocar.
A la vuelta de los años te das cuenta que, para lo que produjo la banda en ese período, es imponente la relación tiempo-producción. ¡Frenesí! Te diría que se trató de una frenética relación rockera que afortunadamente está grabada. Tiene, además de otras cosas, ese cuerpo de obra, incluso el último disco [Prueba Viviente] que dejó el seteo de lo nuevo.
¿Llegó a editarse todo lo que se grabó o quedó un montón de material sin ver la luz?
No, un montón no. Siempre hay cosas… o aparecen. Sé que hay un show electroacústico del año 98, con Gonzalo Farrugia en batería, que es una grabación de un ciclo largo que hicimos en la Vaz Ferreira, la sala de la Biblioteca Nacional. Fue increíble ese show. Eso tengo claro de que está, pero siempre aparecen cosas sueltas.
Y si aparece algo o si algo existe, ¿es porque vos lo tenías bajo custodia?
Sí, totalmente. Yo era un gran controlador de todo lo que sucedía con Níquel, en todos los aspectos. Y capaz que con “gran controlador” me quedo corto [risas]. Sí, tenía una noción de que había que registrar porque sabía que esa situación no se iba a repetir. Era la sensación de estar en un rush [apuro, en inglés]. Ahora es otra cosa. Vino bien esa parada.
¿Qué mojones fundamentales marcarías entonces en esa intensa carrera musical de Níquel —15 años consecutivos, 1985-2001—?
La salida de Gusano loco, sin dudas, por la cantidad de cosas anticipatorias que tenía; ritmo y exploración de rock suburbano a lo Pappo. Hubo un primer momento donde todavía estábamos bajo el hechizo de Robert Smith; hay gente que todavía sigue bajo ese influjo. Yo estuve, pero luego tuve una especie de epifanía del rock suburbano y comenzamos a hacer blues. Pero estábamos en el 88, 89 y no sabía que existían los Black Crowes ni Steve Ray Vaughan, pero sí sentí en ese momento ganas de componer en esa vena, sin saber que eso después iba a pasar. Yo pienso que los discos son mojones importantes en la vida de Níquel. Después, los Gargoland (Acto I y II), que la verdad que en su momento no le di la dimensión que tenían como obra conceptual. Creo que es la única obra conceptual de la banda; hay una unidad desde todo punto de vista, describe la vida en el margen. Hay hiperzonas y personajes del margen de la sociedad de los 90 en Uruguay. En ese sentido es un documento. Después de ahí viene Pueblo Chico Infierno Grande como un disco de excesos. Hay excesos de todo, de estilos, un despliegue de poder exagerado. Pero artísticamente hay material; eso mismo genera un hecho artístico equis de esa característica. La época de Pueblo Chico… estábamos muy zarpados, no controlábamos lo que sucedía… Y, finalmente, Prueba Viviente, que es un disco de síntesis. Todo eso terminó como cansando.
En 2001 se separaron sin aviso ni despedida. Hoy, con la perspectiva del tiempo, más de dos décadas después, ¿creés que hubiese sido mejor un anuncio aclaratorio o incluso un show de cierre? ¿Cómo hubieses agenciado la disolución?
Nos desvanecimos en el aire; tiramos la bomba de humo. Lo veo rarísimo, la verdad. Por un lado, sentíamos que teníamos que parar; pero, por otro lado, evidentemente no lo teníamos muy procesado. Nos hubiera venido bien un psicólogo para administrar todas las cosas que nos pasaron en aquella época.
Han habido múltiples experiencias…
Sí, pero no las conocía. Hay una cantidad de cosas que me enteré después y que hubiesen ayudado a que la banda tuviera un orden para irse. Pero bueno, estaba todo tan ajustado a la obra que estando bien los discos ya era mucho para nosotros. Todo lo demás era un quilombo alucinante de rock, pero también una experiencia agotadora. Lo que pasa es que todos esos consumos problemáticos te rompen todo y rompen todo lo que tenés, no te permiten dimensionar nada. Cuando querés ver, sos como un hámster que está en una rueda loca sin final. Lo único que atinábamos era saltar [risas].
(N. de R.: Existen varios antecedentes en la música a nivel mundial, desde los argentinos Les Luthiers —a partir de la muerte de uno de sus integrantes— hasta la banda hard rock/heavy metal Metallica, del que dan cuenta en el documental Some kind of monster de 2004).
Recuerdo claramente tus relatos sobre la grabación de los Gargoland, de irse del estudio desbundados y al otro día sorprenderse con lo que habían grabado.
Sí, altos pedos… Tomaba mucha grapa con limón. Lo que pasa es que esa era la consigna; desde ahí ver si podés afinar y tocar.
Insisto, entonces, ¿cómo hubieses agenciado el final?
No sé, quizá hubiese puesto un comunicado y argumentado que estábamos cansados. Lo que pasa es que mentalmente habíamos perdido un poco la conexión con el afuera. Toda esa misma situación nos había enajenado.
Y lo que pasó, además, fue que justo yo hice un disco solista, y no esperaba que tuviese la repercusión que tuvo. Después tuve que hacer frente a toda una situación y lo otro quedó atrás; me hice el boludo.
¿Y eso creés que en parte tuvo que ver con la disolución?
No, no creo. Lo que pasa es que empezaron a pasar “Luchadores en lodo” (tema de apertura de Efectos Personales) en la radio todo el tiempo. Ni siquiera en la época de Níquel escuchaba tan repetidamente una canción. Será que estaba más ocupado y acá había empezado a quedarme más en casa… Estaba relativamente recién mudado y me empezaron a llamar para tocar. Eso me dio más oportunidades y seguí para adelante y pensé: lo otro se verá… Sabíamos que habíamos llegado a algún lado. Artísticamente había una dignidad, un moño, desde lo musical. A veces usábamos la metáfora del bombardero que había llegado al hangar. Eso sí pasó. Después de eso no pasó más nada; cada uno siguió su camino.
Hace ya un tiempo, más de un lustro incluso, el nombre de Níquel había empezado a dar vueltas nuevamente por tu cabeza. ¿La propuesta a ser parte del Montevideo Rock en 2017 fue el disparador de este retorno? ¿Qué faltó? ¿Cuán cerca se estuvo?
Sí, increíblemente fue una situación exógena. Y bueno, las cosas pasan; el que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. Cuadró la situación y decidí no ser yo esta vez quien lo interrumpiera. Ya había pasado varias veces, pero ese detalle me hizo considerar la posibilidad, porque, de verdad, yo ni siquiera la consideraba. Detrás de eso empezamos a juntarnos, ver si era posible y me dejé llevar… Y empezaron a pasar otras cosas que fueron conducentes.
¿Pero Pablo Faragó (guitarrista y cofundador) ya había desistido de ser parte o también lo estaba considerando?
No, Pablo ya se había bajado antes, definitivamente, desde que hicimos Níquel te muestra (2011) —que fue algo que no tuvo la repercusión que hubiese merecido, creo que por responsabilidad mía—. Pablo en ese momento dijo que no quería seguir tocando en la banda, y fue más lejos, no quería seguir tocando rock. Pero en lo que a mí me importa, no quería seguir tocando en Níquel. Y como fundador de la banda que era yo, decidí en ese momento no volver a considerar en adelante la posibilidad de reunir la banda. Pero pasó tanto tiempo que ya no me importó tanto que estuviese el otro fundador; me pareció que tenía todas las credenciales de seguir tocando con la banda. ¡Yo soy el fire starter, el que empezó el fuego! Aquel era increíble y hubiese sido deseable que estuviéramos juntos, pero no pasó.
¿Y creés que toda esa intensidad desmedida que atravesaron tuvo que ver directamente con la distancia de Pablo del proyecto?
Sí, seguramente; la intensidad desmedida. Yo creo que su argumento venía del mismo lugar. Me dijo: Todo eso no lo voy a poder soportar; estoy seguro de que no lo voy a soportar.
Y vos, ¿estabas convencido de que no iban a repetir aquella experiencia intensiva?
Sabía que había que circular por la escena artística de forma más amable, como lo hago de forma solista. Aquello había sido demasiada intensidad, autoexigencia, autocrítica… demasiado todo. Eso no está ahora, el de hoy es un Níquel mucho más relajado.
Debo mencionar que logré salir de esa situación gracias a la intervención de mi familia, fundamentalmente mi compañera de vida, mi madre y mis hijos.
No es muy habitual una honestidad artística como la que manifestás. ¿Por qué lo haces? ¿Es una autoafirmación?
Es que yo pienso como [Atahualpa] Yupanqui, creo que el periodista abusa de tu franqueza [risas]. Me siento compelido a ser franco cuando doy una entrevista. Sé que es una forma de comunicarme con mi público. Hay gente que no le interesa eso o le interesa armar una historia funcional a sus intereses, lo que también es válido. Pero yo me siento obligado a decir la verdad, o al menos una parte de la verdad, que subjetivamente es la mía.
¿Por qué se cayó la invitación a ser parte del Montevideo Rock en 2017? Lo de Pablo ya estaba subsanado, sabías que él no quería estar.
Se cayó porque no nos pusimos de acuerdo con los números, nada más. Tan simple como eso. Ahí me di cuenta de que la reunión nuestra no era por plata ni daba para especular con eso. Entonces dijimos: “¡Ok, vamos a hacerlo igual!”.
¿Producir el disco de Automática fue otra seducción para volver al rock? Antes habías prometido mantener distancia del género.
Sí, también, sí. Hubo dos producciones. Una que fue más pequeña, emergente, que se llama Viejo Perro (reencarnación de Jurisdicción Nacional) a la que fui primero a regañadientes, pero luego me entregué por completo y mi Marshall empezó a sonar de vuelta. Y después en la producción de Automática, en la que estaba el Garza (Enrique Sosa, bajista de Níquel en Prueba Viviente). Había oportunidad de hacer una producción más vinculada a los intereses que tengo del rock, más vinculadas al art rock y una serie de pelotudeces que uno tiene en la cabeza. Es un disco fantástico, y Mancuso es, además, un gran cantante; eso me motivaba mucho.
Níquel fue una banda que se hizo de alguna forma en paralelo a aquel rock de postdictadura, casi de espaldas a Alfonso Carbone y el enorme catálogo de Orfeo. ¿Por qué?
Era así, marginal. Hacíamos los discos nosotros, pegábamos con cola los vinilos; hacíamos producción independiente. Nos fuimos haciendo nosotros mismos, y eso seguramente nos fue conduciendo a una especie de omnipotencia que no era tan positiva. Era el resultado de ese contexto y lograr lo que logramos fue increíble. Definitivamente inflás el pecho y no te das cuenta… Y más si te drogás bastante y no tenés un coach o algo así.
¿Pero ese contexto estaba planteado porque les daban la espalda desde Orfeo?
Nos devolvieron el contrato. Nosotros habíamos participado del disco Rock Volumen 3 (junto con Los Tontos, Séptimo Velo, El Cuarteto de Nos y Guerrilla Urbana). Era un momento duro para una banda, y más en un país donde tenías dos sellos discográficos, o uno y medio. Es lo que hacía un poco Discovery, que fue finalmente lo que hicimos, ir a esa media compañía y negociar un disco que teníamos armado. Lo que pasó también es que el primer álbum de Níquel fue un acto fallido artísticamente. Fue un intento de hacer un rock new wave, basado en las experiencias de David Byrne; una cosa compleja, mental, que apenas terminamos dijimos: esto es una porquería. Cuando nos devolvieron el contrato tenía sentido.
Al mismo tiempo fue lo mejor que les pudo pasar, porque casi inmediatamente ustedes fundaron su sello propio, Gargoland Records, y el camino de la independencia les trajo muchos buenos resultados.
A la luz de los hechos, sí. Porque ahí es que comienza la epifanía que me permite escribir los temas de Gusano loco, de ir y venir a Buenos Aires. No sé de qué mierda salió. Me acuerdo de que estábamos tocando con Jaime [Roos] en ese momento, grabando en el Palacio Salvo [en estudio La Batuta, 1986] y empezamos a rodar. Hicimos toda aquella temporada, 87, 88, tocando como parte de la banda de Jaime, y de repente, apareció aquella música y hubo que explicarle a Jaime que íbamos a dejar la banda porque íbamos a dedicarnos a nuestra carrera. A Jaime no le entraba en la cabeza.
¿Aquella era la gira del disco 7 y 3 de Jaime? (Nasser y Faragó habían grabado aquel disco junto a Roos y una batería electrónica)
Sí, pero lo más importante que recuerdo era acompañar al Canario Luna.
(N. de R.: En 1986, Jaime había producido, en simultáneo a su propio disco, el álbum Todo a Momo del Canario Luna, donde había destinado, entre otras, el hit murguero “Que el letrista no se olvide”).
¡Era imponente! El show de Jaime terminaba con la parte del Canario. Era toda una situación ir al interior esos años. Escuchaban y todo bien, pero esperaban al Canario. Creían que era del interior. Eso fue hermoso, pero nosotros teníamos ya atragantado lo de Gusano… Entonces le propusimos dejar la banda y aquel no lo tomó a bien en su momento, creo que con razón, pero bueno… Siempre, en las historias vamos a llegar a finales y recovecos que no tienen ninguna explicación, simplemente suceden. Ese es uno…
O sea que sin contrato discográfico deciden saltar al vacío y bajarse del proyecto de Jaime.
Sí, pero con “Hay una falla en tu mente” y con un repertorio que seguimos tocando hasta hoy. Mirá cómo será que recientemente grabamos Encuentro en el estudio y, 35 años después, uno de los temas que tocamos fue “Hay una falla en tu mente”. Estaba Gusano loco que refería a la ciudad de Montevideo desde la perspectiva del rock. Sí, era un salto al vacío, incluso para mí como cantante asumir ese rol…
Hace poco más de una década, cuando te planteé una entrevista para hablar de los secretos de los Gargoland, me confesaste que estabas reconciliándote con la historia, con los errores del pasado y las broncas que te habías agarrado con parte de aquella escena musical.
Es que intentamos ser una banda muy profesional en el escenario y en discos, pero no éramos muy profesionales en nuestras vidas. No estábamos a la altura de nosotros mismos y eso, a la larga, se paga. Sentíamos que si no teníamos todo ese descontrol no nos iban a salir las canciones. Para mí, era sexo droga y rock & roll lo más que se pudiera.
¿Y cuál fue la inflexión?
Para mí tuvo un impacto muy grande Peter Capusoto; fue uno de los fenómenos más importante que pasaron en la cultura del rock. O sea, no fue ninguna banda la que lo generó, sino un tipo que se reía de nosotros. Se reía de todo lo que yo adoraba y me sentía parte. Cuando vi a Pomelo dije: “¡Ta, soy Pomelo! Y no quiero serlo”. Supongo que también las épocas empiezan a pasar y cambian los paradigmas. Al artista también lo afectan los entornos, y los 90 para el rock tenían mucho viento en contra.
El haber abrazado la música de milongas me salvó la vida. Acá estoy un poco también por eso; la milonga me trajo de vuelta.
Luego del paso del tiempo, muchos rockeros y músicos de la escena postdictadura coinciden en señalar a Níquel como una banda rompehielos, fundamental, que abrió mercados vedados antes para la gira de bandas del género en todo el país. ¿Qué sentís?
Sí, finalmente la banda se ganó el reconocimiento. Quizá hubiésemos deseado que fuera antes. De repente no nos hubiésemos desgastado tanto. Parte de esa omnipotencia de la que te hablaba era que pensábamos que esa actitud iba a despertar una complicidad que no existió. Porque muchos críticos y toda esa atmósfera que rodea al rock fue adversa para nosotros. Puede haber tenido que ver también mi incidente en la piñata de la radio. [Nasser asistió a los estudios de El Dorado FM a confrontar en persona a Bonomi y Cisneros, quienes se estaban burlando al aire de su experiencia con Níquel Sinfónico, y la discusión se hizo pública]. No es muy aconsejable; no se lo recomendaría a nadie en términos de marketing. Las cosas sucedían… Fue como Níquel Sinfónico, yo nunca me lo plantee, me lo propusieron. Fue la primera banda la que hizo esa experiencia, en 1993.
Como músico solista debutaste en el 84 con Era el mismo (producido por Roos), pero de ahí arrancaste casi enseguida con Níquel, hasta que retomaste tu carrera en solitario una vez disuelto el proyecto de banda con Efectos Personales. Esta podría haber sido una más de tus incursiones como solista, sin embargo, volviste a refundar a Níquel. ¿Por qué? ¿Cuando tocás rock te llamas Níquel?
Sí, exactamente, pero eso me llevó un proceso muy profundo y de años. También es no traicionarte como artista. Más allá de lo que la gente pueda ver, vos tenés compromisos contigo mismo y con los que tratás de ser coherente. Sí, yo soy Níquel. Cuando Francisco iba a la escuela le decían el hijo de Níquel, yo no me llamaba Nasser [risas]. Ahora, dicho así parece fácil, pero fue una gran decisión, un turning point para decirlo en el lenguaje del rock.
Paz y Swing es un claro homenaje a Wilson Negreyra, no solo desde el título —en referencia a su histórica frase de los viejos valores—, sino también en el diseño con su pandereta de paz y amor. Personalmente, ¿cómo viviste su perdida en medio de la grabación?
Es tremenda; demasiada. Fue un hecho que todavía reverbera. No creo que nadie se dé cuenta de la dimensión de Wil; un hermano de la vida… Como decía Jaime, cuando los espíritus se rozan, estos jamás se olvidan. Y es así… Luego de la separación de Níquel estuvimos años sin hablar ni tener contacto, pero cuando hice el Nasser 3.0, a la hora de evaluar la carrera lo llamé para tocar. Cuando hice Llegar, armar, tocar llamé a Wil para el concierto. A partir de ahí fue onda: ¡qué suerte que nos encontramos otra vez! En la cocina del retorno de Níquel él fue fundamental. Yo me atrevería a decir que él era mucho más importante que yo en la banda cuando decidimos volver. Él decía los temas que había que tocar y tenía una energía tremenda. Estaba a pleno, pero se fue. Ahí vino todo el replanteo de si seguir a no. Pero si tanto lo quiero a Wil, mi escudero —como le decía—, yo sé lo que hubiese querido. Y acá estamos un poco sufriendo su ausencia, pero empujados por su espíritu.
Estos ocho temas bluesrock con declaración de principios incluida (“Lo que voy a decir”) son una especie de continuación contemporánea de Prueba Viviente.
Sí, exacto. La libertad de componer para el rock no tiene igual. Para nosotros el disco es un disfrute; volver a componer, retomar ideas, hacer una canción que estaba esperando ser terminada y que se juntó con otras nuevas, como “Miss Bety”, canciones más a la medida de la banda. Y toda la cuestión de la producción es la primera vez que fui mi propio productor y por primera vez logré desdoblarme. El disco tiene una aerodinámica bastante moderna y retoma la senda de Níquel, dialoga bien con la obra.
Es un disco orgánico, de banda, sin máquinas ni autotune pero fresco.
La idea era tratar de ser contemporáneo desde el punto de vista de la producción. Y para que se entienda tengo que citar a Toto Méndez, que con sus famosas frases quedabas tipo: ¡cáspitas! Decía: “Para ir para delante hay que retroceder”. ¿Cómo creció el proyecto de milongas? Yendo a Roberto Grella, a los comienzos de cómo nació. Ahí empezás a tener una inspiración que solo lográs así.
Lo habías hecho con Níquel cuando en el 91 hicieron De Memoria, versionando muchas de las bandas del rock predictadura: Psiglo, Días de Blues, Montevideo Blues y generando un eslabón en esa cadena de la música de acá.
Lo que pasa que ahora había que reinterpretarse a uno mismo. Los valores estaban intactos, el amor por la costa oeste norteamericana: congas, guitarras… lo que disfrutamos esos tres, cuatro shows con Wil fue increíble. ¡Teníamos razón! Usar congas no era de terrajas ni estabas amaracando el rock… un montón de boludeces con las que tuvimos que lidiar. Pero en la mitad del álbum, el loco se fue… Dejó grabadas las cosas y hubo que terminarlo y achicar un poquito la dimensión del asunto. Faltaron sus coros y percusión en algunos temas, pero en otros había grabado.
Era un socio vocal muy bueno, además de notable percusionista.
Vital, la función de él era doblar la voz mía, hacer un doblaje perfecto. En ese sentido es una ausencia irremplazable. No vamos a reemplazar el percusionista. Vamos a vivir la presencia de Wil desde el silencio. Él era más Níquel que nosotros. Vamos a intentar seguir sin él.
Volvió Níquel, ¿con qué se encontró?
Con otro mundo. Con un mundo menos áspero en muchos aspectos para hacer música, pero por otro lado lleno de tabiques; está todo armado. El avance tecnológico se está viendo aún qué le está haciendo a la música. Nosotros somos una banda de rock y ese es un refugio muy importante. Pero hoy en día el rock pasó a ser como la bossa nova, lo corrieron del centro y lo pusieron a un costado. El centro lo ocupa otra música, otras generaciones.
¿Mientras viva Níquel, Nasser solista está desactivado?
No, no, para nada. Ese era otro tema para procesar. En pandemia lo resolví; tuve unos encuentros muy internos por streaming y volví a tocar la guitarra en plan milonga y fue un alud de comentarios, tipo: “¡Qué suerte, pensé que te ibas a dedicar al rock!”. Y es verdad, es que estuve más tiempo como solista que con Níquel. Aquello quedó muy atrás. Me parece que dialoga bien con el rock; es como León Gieco. ¿Es raro hoy que un frontman de una banda de rock tenga su proyecto solista de milonga? Ya no. Lo mío es el folklore, más que nada la milonga y el rock clásico, sesentero, setentero, noventero…
Por Carlos Dopico
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