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Contenido creado por Agustina Lombardi
Historias
Columna picante

La Navidad: el diagnóstico de la esquizofrenia y vacío espiritual que nos aqueja

Ya lo decía Nietzsche, el hombre moderno quedó huérfano de todo ideal. Alienado, ebrio y asustado. Y las fiestas son su súmmum.

22.12.2022 16:16

Lectura: 8'

2022-12-22T16:16:00-03:00
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Por Diego Paseyro
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En la Nochebuena de 1986, a Luca Prodan y compañía se les ocurrió que sería buena idea —a los efectos de tener un hit navideño y arrimar alguna moneda para una banda que nunca dejó de ser under y conoció la masividad luego de su disolución— versionar, en el ya extinto Zero bar de Buenos Aires, el clásico villancico austríaco compuesto por Franz Xaver Gruber en 1816. La letra fue escrita por el sacerdote Joseph Mohr, mientras que la banda, oriunda de Hurlingham, lo incluiría al año siguiente en su tercer álbum de estudio: After Chabón. El 22 de diciembre de ese mismo año, Luca fue hallado muerto en su casa en el barrio de San Telmo.

La versión de Sumo, con claros ribetes punk e inevitables reminisencias al estilo de Sex Pistols, nos propone un sonido mucho menos ingenuo que el original, donde todo el humor y cinismo de Prodan se hace presente, tomando un tema que es tótem sagrado de la sociedad occidental, himno de la “noche de paz”, la “familia” y bendiciones hipócritas y burguesas, y lo convierte con su inconfundible desenfado en un grito de guerra y denuncia contra el derrotismo conformista que nos envuelve cada solsticio de invierno para el hemisferio norte. Porque, digámoslo de una vez, la Navidad no es más que un hecho astronómico, sobre el que, al igual que sucede con el árbol, se le fueron poniendo luces, guirnaldas y chirimbolos, y repitiendo esa arbitrariedad hasta el hartazgo, nos convencimos de que algo mágico efectivamente sucede.

En Uruguay, desde 1919 y gracias a José Batlle y Ordóñez, ese día adquirió el nombre de Día de la Familia. La ley de dicho año eliminó del calendario todas las festividades católicas, adquiriendo un carácter secularizado. Sin embargo, ese eufemismo semántico no ha evitado que todos formemos parte del hechizo y, cristianos o no, festejamos algo, y participemos de la euforia ansiógena, urinaria y consumista que nos envuelve y lleva puestos, para dejarnos, año tras año en el mismo lugar. En un primero de enero silencioso, vacío, anodino y cuasi suicida. De hecho, los intentos de autoeliminación (otro eufemismo) aumentan considerablemente en estas fechas. Es que, aun secularizando su impronta religiosa, el nuevo nombre tampoco place en los tiempos actuales. ¿Día de la Familia? ¿De qué familia? ¿Del modelo vetusto y anacrónico de la familia Ingalls? ¿De la familia extendida con tíos y primos segundos que no sabemos quiénes son pero ese día tenemos que abrazarnos con fruición como si de hecho tuviéramos un vínculo? ¿De la familia del que vive solo? No es culpa del viejo Batlle, cuyos aportes a la consolidación del Estado uruguayo fueron capitales, que el concepto de familia tradicional esté en franca decadencia, pero, mientras, por un lado, denunciamos sus limitaciones genealógicas, y la gente rehúsa ya de casarse, y ha adoptado decenas de variantes posibles al formato tradicional, es llegar estas fechas y todos salimos corriendo a cumplir con los estándares de una familia feliz, bien constituida, regordeta y unida. Por eso, el visionario de Luca lo decía con claridad: “Mamá e hijo con antifaz, disfrutando su noche de paz, sueña un sueño imposible…”.  

El cristianismo en el concierto de las religiones es prácticamente una novedad. Es algo así como España en el fútbol. Se sumaron a la conversación hace muy poco. Para ellos no hace tanto la pelota era cuadrada, y para los cristianos, todo era pagano. Es así que tomaron ritos, tradiciones y liturgias de donde pudieron, y luego, papados y concilios mediante, y muchos siglos de tergiversación, llegamos a “festejar” que un 25 de diciembre de no sabemos cuándo ni dónde, nació un profeta que resultó ser el hijo de Dios. El hijo del dios cristiano. Del verdadero. No como los otros que tenían miles de años, pero que eran falsos. Es así que hoy tomamos un pino o cualquier árbol de hoja sintética y, en un acto bastante simbólico de lo que esta fecha representa, armamos un carnaval estridente de confusión, arbitrariedad, hipocresía y renos. Este robo cultural sucedió cuando los primeros cristianos llegaron al norte de Europa y vieron que los vikingos, para celebrar el nacimiento del Dios del Sol, elegían la copa de un árbol de hoja perenne para simbolizar el palacio de Odín (Valhalla), mientras que las raíces simbolizaban el reino de los muertos. Fue recién en Alemania, en 1605, que el árbol de Navidad comenzó a decorarse de manera similar a como, de hecho, lo seguimos decorando hoy. Esto es, dieciséis siglos después del supuesto nacimiento de Cristo en Belén. De hecho, Navidad, que proviene del latín y significa nacimiento, redunda en otra de las arbitrariedades cristianas, ya que es casi un hecho que Jesús no nació un 25 de diciembre. En efecto, en otras iglesias ortodoxas como la rusa, la de Jerusalén o la de Ucrania, se festeja el 6 o 7 de enero, ya que son instituciones que no aceptaron la reforma hecha al calendario juliano para pasar al gregoriano, nombre que nos llega de su reformador, el papa Gregorio XIII.

Lo cierto es que la fecha exacta del nacimiento de Jesús de Nazaret no figuró ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, y la fecha está vinculada a lo mismo que en tantas culturas y pueblos lo estuvo a lo largo de la historia: el solsticio de inverno; los romanos festejaban el 25 de diciembre el nacimiento del Sol Invicto, asociado al nacimiento de Apolo. Los germanos y escandinavos festejaban el 26 de diciembre el nacimiento de Frey, dios nórdico. Los aztecas celebraban, entre el 7 y el 26 de diciembre aproximadamente, el advenimiento de Huitzilopochtli, dios del Sol y de la guerra. Y, finalmente, los incas, festejaban la fiesta contraparte de junio, Inti Raymi, el 23 de diciembre, con el renacimiento de Inti, dios Sol. En resumidas cuentas, esta celebración, a lo largo de la historia, ha estado asociado al sol y, sin dudas a las cosechas, ya que, del meticuloso seguimiento de los astros y los cambios de estación, dependía la suerte de los distintos pueblos para sobrevivir a los largos inviernos. La llegada de la figura de Cristo a este concierto universal es reciente, y solo se pudo dar porque una religión prevaleció sobre otras y a un sincretismo formidable de usos, costumbres, nomenclaturas y olvidos.

Esta perspectiva histórica no pretende matar el hechizo ni la magia, puesto que todo pueblo necesita una, y ya que fuimos al pasado podemos también decir que estamos viviendo un tiempo de muy poca religiosidad, o mejor dicho, de una gran confusión espiritual. La razón técnica-instrumental-capitalista ha vaciado de contenido todo rito, y en nombre del dios Mercado nos ha hecho ver todo como moneda de cambio, para vincularnos con el mundo, como diría Marx, de manera fetiche. No se trata de renegar de las festividades, todo lo contrario, ya que son necesarias, pero evidentemente necesitan una resignificación desde una mirada actual. El delirio consumista al que nos arrastra estas fechas, donde atomizamos los celulares con memes y deseos vacuos de prosperidad, que en el fondo revelan nuestra soledad e incapacidad de vincularnos sin un dispositivo mediante, y las resacas literales y metafóricas que quedan al otro día de haber festejado un nacimiento que no tuvo lugar y que remite a que un invierno comienza en un hemisferio donde es verano, son el diagnóstico de la esquizofrenia y vacío espiritual que nos aqueja; diagnóstico que hizo ya Nietzsche en la segunda mitad del siglo XIX, cuando sentenció que “Dios ha muerto”. Porque, ¿qué es la muerte de Dios, sino perder toda brújula significante que aglutine nuestros usos y costumbres y le den forma y sentido en pos de un ideal, propósito o misión? Y así quedó el hombre moderno: huérfano de todo ideal. Alienado, ebrio y asustado. Echando mano a Tinder para mitigar las carencias amorosas y sintiendo culpa por no ser “buen padre”. Por si fuera poco y, cual corona de árbol de Navidad, muchas veces genera en no pocas personas un incremento del estrés, de reparar en sus frustraciones o de conectar con su soledad porque no pueden “festejar en familia”. En el fondo, todo un síntoma de una civilización algo extraviada, que encuentra la trascendencia en la compulsiva necesidad de poseer objetos, cuerpos, proyectos, promesas y engaños para tapar por un rato el sin sentido en el que estamos todos inmersos. Pero claro, tarde o temprano el hechizo se termina, los celulares se silencian, las promesas no se cumplen y los deseos se aplacan. Mamá e hijo, ahora sin antifaz, amanecen, luego de la “noche de paz”. ¿Hasta cuándo seguiremos soñando un sueño imposible?

Por Diego Paseyro
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