Por Delfina Montagna | @delfi.montagna

La literatura que reflexiona sobre el acto de escribir es, por definición, inabarcable. Pero cuando nos entrometamos con ese género, probablemente veamos algunas constantes. Un patrón, un entramado, insistencias: escribir es hacer magia, es hacer realidad, es siempre sobre el yo. Escribir es deshacer el yo y ser miles, escribir es encontrar una voz, escribir es imitar, escribir es traicionar. En este tejido de opuestos, ninguna línea va en detrimento de la otra.

Conversaciones sobre la escritura, por Úrsula K. Le Guin, Crónicas marcianas (1950), por Ray Bradbury, El arte de la ficción (2016), por James Salter, En los márgenes (2022), por Elena Ferrante, Escribir (1994), por Marguerite Duras, Las clases de Hebe Uhart (2015), por Liliana Villanueva, Los que sueñan el sueño dorado (2011) por Joan Didion y Un puñado de flechas (2024), por María Gainza, son los ocho libros que usé para profundizar en cada uno de estos ejes.

También están las citas de las citas, la reflexión de una poeta italiana nacida en 1523, lo que alguna vez dijo Simone Weil, Virginia Woolf como una referencia casi omnipresente, una conversación en una clase de escritura en Chicago, una recomendación de un docente a un alumno. Por eso, más que una lista (de libros o de premisas), este trabajo es más bien una ventana a ese vasto universo de quienes se dedicaron o se siguen dedicando a pensar sobre la labor de escribir.

John Scalzi (2018). Foto: Gage Skidmore

Escribir es hacer magia

John Scalzi concibió uno de los prólogos más tiernos jamás escritos para Crónicas marcianas en 2015, y lo tituló "A los doce años un mago visitó mi ciudad".

E inmediatamente debo explicar esta frase.

En primer lugar: obviamente, el mago de quien hablo es Ray Bradbury.

En segundo lugar: ahora, a tu edad, y a la edad que tengo yo, que un escritor acuda a la ciudad para comentar su obra no es algo mágico. Puede que dicho autor sea tu escritor favorito, y que no veas el momento de escuchar lo que tenga que decir; cabe incluso la posibilidad de que estés nervioso y esperes no comportante como un idiota cuando te firma un ejemplar de su libro. Pero conoces al escritor por lo que es: un autor, una persona, un ser humano normal y corriente que se dedica a escribir palabras que disfrutas leyendo.

Después de introducirse en el culto de la ciencia ficción, su profesor preferido no encargó al curso, sino que le recomendó personalmente a Scalzi que leyera este libro de Ray Bradbury. Fue ahí cuando entendió que las palabras, por sí mismas y en sí mismas, son poderosas. Más allá de su peso, ritmo, cadencia y forma —narra— hay libros que nos abren los ojos. Esas palabras, unidas, sirven de andamio para que las ideas se tejan y entretejan, para que adopten forma por medio de sí mismas. Son libros que cuando los lees, “sientes que hay piezas de tu cerebro que encajan, que de pronto se vuelven sensibles al hecho de que algo está pasando, en este libro, en estas palabras, aunque no puedas comunicarle a nadie fuera de tu propia cabeza de qué se trata”.

Retomando hacia la magia, a los 12 años el autor estadounidense ya intentaba convertirse en aquello a lo que tanto admiraba. Imaginaba cuál era el proceso y llegaba a la conclusión de que escribir no era algo que sucedía sin más, que era una expresión tanto de la voluntad, de la constancia, y de la imaginación. Cuando él era apenas capaz de escribir cuatro hojas regladas antes de pasar un mal rato, llegó a la conclusión de que “cualquier esfuerzo sostenido de escribir ficción era indistinguible de la magia. Ergo, los escritores eran magos”.

En El arte de la ficción, James Salter lo dice así: “Está la primera vez que lees las palabras que abren un libro y sientes una especie de advertencia, una electricidad que te recorre, igual que con el sexo”. Concebir la escritura como magia es casi inevitable al pensar en ese fenómeno: las palabras habilitan a algo, producen algo que las excede y es precisamente inexplicable por las palabras, por ellas mismas, que son el único medio con el que contamos para explicar lo que sea.

James Salter (2010). Foto: Tulane Public Relations

Escribir es hacer realidad

Escribir es real, normal, una tarea concreta, que además tiene una relación particular con el concepto de “realidad”, porque hay una gran vertiente académica que asegura que el lenguaje es lo que hace que las cosas existan.

De manera fatalmente concreta, las clases de Hebe Uhart empiezan: “El proceso de escribir plantea todos los problemas de cualquier tarea artesanal (...). Una alumna dijo ´escribí una hoja y me cansé´. Un artesano nunca diría ´hice una silla de tres patas y me cansé´”.

Para Uhart, lo más importante a la hora de escribir es no contaminarnos de solemnidad y nunca perder el espíritu de juego. El escritor no es algo sagrado, es también “cliente de un supermercado, integrante de consorcio, marido, dueño de un gato, etc”.

Y en esta desacralización del oficio yace precisamente la importancia de lo real, que es la artesanía y no el artesano. En palabras de Hebe: “Lo importante es el objeto y no la persona que escribe”.

Con ese sentido del humor y ese filo irónico que la caracteriza, la escritora argentina nos pone de cara a las ridiculeces en las que corremos el riesgo de incurrir siempre que hablamos de la escritura como algo superior:

Las preguntas que les hacen a los escritores sobre si escriben con lápiz de carpintero o con la computadora, si de noche o por la mañana, con rituales o sin ellos, son preguntas inoperantes y revelan la idealización del escritor. ¿Por qué no le preguntan a qué hora almuerza, si toma mate o si toma café, o si tiene los impuestos al día? Hay una pregunta de lo más curiosa: ¿Desde cuándo se siente escritor? Como si ser escritor fuera producto de la iluminación divina. No se nace escritor, se nace bebé.

Hebe Uhart (2015). Foto: Mauro Rico

Este recordatorio de volver a lo concreto viene al caso de que escribir, muchas veces, se vuelve imposible si contiene grandes pretensiones desde el inicio. Ejecutar y juzgar son dos procesos distintos, y para el primero es necesario tener confianza en sí mismo, pero sin contaminarse de vanidad.

Hay una segunda posible acepción de “lo real”, un poco más abstracta, sobre la que Marguerite Durás tiene un célebre texto en Escribir (1994), en el que plantea que la escritura hace que las cosas (incluso tan diminutas como una mosca) existan: 

Cuando Michelle Porte llegó, le enseñé el lugar y le dije que una mosca había muerto allí a las tres veinte.

Nunca antes había pensado en las moscas, excepto para maldecirlas, seguramente. Como usted. Fui educada como usted en el horror hacia esa calamidad universal.

Ahora está escrito. Es esa clase de derrape quizá, en el que corremos el riesgo de incurrir (...). Está bien que el escribir lleve a esto, a aquella mosca, agónica, quiero decir: escribir el espanto de escribir. La hora exacta de la muerte, consignada, la hacía ya inaccesible. Le daba una importancia de orden general, digamos un lugar concreto en el mapa general de la vida sobre la tierra. Esa precisión de la hora en que había muerto hacía que la mosca hubiera tenido funerales secretos. Veinte años después de su muerte, ahí está la prueba, aún hablamos de ella.

Entonces, escribir es algo real, es también algo que hace a otras cosas reales, pero también puede retratar (y superar) a la realidad. Sobre esta tercera acepción, Salter dedicó parte de su conferencia El arte de la ficción, que sucedió en los ochenta en la Universidad de Virginia y luego fue editada. En este punto se dedicó ampliamente al realismo de Flaubert, quien aspiraba a “borrarse por completo de su libro, lograr que existiera al margen de sí mismo, ajeno a sus actitudes, su sentido de la ironía, su gusto”, y agregó su propia interpretación:

Ciertos escritores tienen la capacidad de unir una palabra a la otra o enhebrarlas en una secuencia que florece en la mente del lector, o logran describir tan bien las cosas que para éste se convierten en algo parecido o equivalente a la realidad. No depende sólo del acierto en la observación, también en el modo de contar.

Marguerite Duras (1960)

Escribir es traicionar

A casi todos los escritores los acecha la sensación de que podrían haber hecho un trabajo mucho mejor del que hicieron. Ese “mejor” está siempre en la imaginación, nunca en el borrador. Reflexionando sobre la prosa de Gaspara Stampa en Rimas, Elena Ferrante explica: “Entre pena y pluma existe una especie de desequilibrio congénito”.

La autora italiana explica ese desbalance con algo tan simple y tan complejo como el curso del tiempo; “El esfuerzo se debe al hecho de que el presente —todo el presente, incluido el del yo que escribe una letra detrás de la otra— no consigue retener con nitidez el pensamiento-visión que llega siempre antes, que es siempre pasado y por ello tiende a desdibujarse”.

“Ser escritor es estar condenado a corregir”, insiste Salter en su aventurar sobre la traición que implica cualquier escritura. “No era lo que se proponían escribir. O sí, pero estaba mal enfocado, o podía ser mejor; era demasiado largo, era anodino; no acertaba a expresar lo más importante, algo no encajaba”, continúa Salter. Esa sensación parece casi indisociable de la tarea de escribir y urde la trama de muchos textos al respecto.

Escribir es des-hacer el yo

Simone Weil define el virtuosismo en el arte como la capacidad de salirse de sí mismo. Esta máxima brilla con particular fulgor en un arte que trabaja con el lenguaje. Los grandes teóricos del posmodernismo ya lo repitieron hasta el cansancio; los sujetos no “usamos” el lenguaje, sino que somos hablados por él.

“Quien escribe no tiene nombre. Es pura sensibilidad que se alimenta de alfabeto y produce alfabeto en un flujo incontenible”, imagina Ferrante en En los márgenes.

Simone Weil

Hay quienes dicen que la historia se cuenta sola, que los personajes hacen lo que ellos quieren, escritores que juran que no los controlan. Eso pone sobre la mesa que el lenguaje es todo lo contrario al yo: “Como si no fuésemos nosotros los que escribimos, sino otro que habita en nosotros, siguiendo una línea que parte del mundo antiguo y llega hasta hoy: el dios que dicta; el descenso del Espíritu Santo; el éxtasis; la palabra cifrada del inconsciente; la red intersubjetiva que nos captura y nos diseña cada vez, etcétera”, desarrolla Elena.

En la misma línea, Úrsula K. Le Guin considera (en Conversaciones sobre la escritura) a los escritores como simple medio para algo que los excede: “Mucha gente considera que el arte es una cuestión de control. Yo lo veo más bien como una cuestión de autocontrol. Es algo así: llevo dentro una historia que quiere ser contada. Es mi fin. Yo soy sus medios. Si puedo controlarme, a mi ego, mis deceso y opiniones, mi basura mental, y encuentro el enfoque de la historia y la sigo, se contará a sí misma”.

En cambio, en su ya canónico ensayo Sobre tener un cuaderno de notas (1966), Didion sostiene que escribir es irremediablemente (y por mucho que tratemos de engañarnos a nosotros mismos) sobre el yo. Ante la hipótesis de que su cuaderno de notas podría ser algo así como un diario, “un registro factual preciso de lo que he estado haciendo o pensando”, responde que “eso respondería a un instinto de realidad que a veces envidio pero no poseo”.

Joan Didion

En vez de figurarse la escritura como cualquier tipo de registro sobre la realidad, Didion piensa que escribir se acerca más a la compulsión, a un impulso inexplicable, “útil solo de forma accidental, solo de forma secundaria, de esa misma forma en que todas las compulsiones intentan justificarse a sí mismas”. Y por eso mismo, sostiene, su cuaderno de notas nunca podría servirnos a nosotros, ni el nuestro a ella.

Aunque queramos convencernos de que cuando apuntamos esa frase escuchada por casualidad en la vereda se trata de aquél que la pronunció, de los demás, la culposa e infame verdad es que se trata siempre sobre uno. Porque esas anotaciones solo cobran sentido en la constelación en la que se insertan en nuestra cabeza, y solo nosotros sabemos a qué nos remite esa frase, qué significa en realidad, cuando “en realidad” equivale a “para nosotros”.

La gran premisa de aquel ensayo es “así lo sentí yo”, este es el dogma que justifica toda nuestra colección de frases y cómo se agrupan entre ellas, una verdad que pesa más que la distinción entre “lo que sucedió de lo que simplemente pudo haber sucedido”.

Escribir es imitar

Otra premisa que incansablemente se repite es que escribir es robar. Su contracara académica, la intertextualidad, dice que todos los discursos se remiten infinitamente. “Hay que aceptar el hecho de que ninguna palabra es nuestra”, —dispone Ferrante—. “Hay que renunciar a la idea de que escribir es la milagrosa emisión de una voz propia, un tono propio (...). Por el contrario, escribir es entrar cada vez en un vasto cementerio donde todas las tumbas esperan ser profanadas (...). Escribir es apoderarse de todo lo que ya se ha escrito, y poco a poco aprender a gastar esa enorme fortuna”.

Le Guin considera que la práctica de imitar no es solo aceptable, sino también necesaria: “Internet y la competitividad tienden a difuminar las fronteras entre imitación y plagio, y por eso el cuerpo docente acaba por alertar a la gente de los peligros de la imitación: pamplinas. Hay que aprender leyendo buenos libros y tratando de escribir así. Si un pianista nunca ha oído a otra persona tocar el piano, ¿cómo va a saber lo que tiene que hacer?”.

Y sin embargo, como remarca Salter, existen muchos otros casos en los que, con solo una página, los lectores somos capaces de darnos cuenta quién escribe. A esto se lo llama convencionalmente “estilo” o “voz”, aunque él se inclina más por la palabra "voz", porque el estilo es una preferencial, la voz es casi genética, absolutamente distintiva”, y cita algunos ejemplos: nadie suena como Raymond Carver, como Virginia Woolf, como Flaubert o Tolstoi.

La crítica de arte argentina María Gainza se eleva sobre esa dicotomía, o más bien al pasaje entre una cosa y la otra (imitar y encontrar una voz) en uno de los ensayos de Un puñado de flechas: “Encontrar la voz no es vaciarse de las palabras de los otros sino adoptar y abrazar filiaciones, comunidades, discursos”, y rememora el momento en que el autor Nelson Algren le dijo a Norman Mailer en una clase en Chicago: “Esos chicos están mejor si siguen a un escritor y empiezan a imitarlo. Si son buenos, tarde o temprano se librarán de su influencia. Pero antes tienen que atarse a alguien”.