Un niño, o incipiente adolescente, que prende la televisión una vez que todas las luces de la casa se apagan y sus padres se acuestan. Si tiene suerte, cuenta con uno de esos aparatos en su cuarto. Frente a frente, un mundo de posibilidades. Con un solo botón, puede pasar de dibujos animados, a un chat de citas, a un reality show sobre cirugías plásticas —lo que para ese entonces era nuestro ácido hialurónico—. Si está “pillo”, va a demorar menos en elegir dónde quedarse, dentro de su preselección de canales.  

Para muchos, dentro de esas sintonizaciones predilectas estaba un canal donde muchas veces pasaban un programa llamado Sexorama, un contenido que parecía aclarar bastantes dudas que las hormonas afloraban. Pero, a veces, se topaban con un cielo nublado de alguna ciudad inglesa, jóvenes con ojeras que develaban días sin dormir y diálogos que todavía no entendían mucho. O también, con escenas bizarras que les chocaban, sin saber por qué. Así se aventuraban a lo que se suponía que era el mundo real, y dejaban de cambiar de canal. Había una cierta oscuridad que la intuición infantil percibía como algo prohibido. 

Los televidentes de mayor edad encontraban en ese canal y otros pocos, como The Film Zone o People+Arts, contenido lejano al mainstream, a lo comercial, a lo que se hacía específicamente para levantar puntos de rating. Pequeñas trincheras en las que podían conocer obras emergentes del cine independiente, o revisitar piezas de calidad.  

Aunque en la actualidad el consumo audiovisual se da casi que exclusivamente por medio de plataformas digitales, hay algo que se perdió en el camino. Eso que hoy, cuando canales como ISAT o MuchMusic pasan a mejor vida, genera una melancolía por parte de los que fueron contemporáneos a ellos. Los que vivieron en un mundo donde la televisión era la fórmula máxima de la tecnología y recién la computadora comenzaba a tener cierto poder, remotamente lejano al que tiene hoy.  

No le gusta ni a los padres, ni a los maestros, capaz que sólo le gustaría al teórico Marshall McLuhan, pero desde que hubo una pantalla, hubo un tipo de educación. Un canal de comunicación por el cual se puede absorber contenido. Cuanto menor es la edad del que se expone, mayor es el efecto. Pero no es lo mismo una tablet o un celular, que una televisión.  

La aleatoriedad detrás del zapeo, un solo factor que hace que la experiencia de consumo se vuelva rotundamente diferente. Allá por ese entonces —es triste usar esta expresión para hablar de la década del 90’— en la mano del televidente se encontraba la llave a una infinidad de puertas. Era irritante estar horas buscando, viendo correr una y otra vez los mismos canales. Poco se sabía que también sería una forma de libertad.  

Ahora es más fácil y más rápido. En definitiva, más cómodo. Aunque uno piense que está eligiendo, el algoritmo se tomó el trabajo de decidir de antemano. Párrafos atrás, se evocaba al hábito —casi que paleolítico para estos tiempos— de tener una selección de contenidos predilectos a los cuales acudir. Hoy en día, eso ya no existe. Incluso si se trata de elegir entre Netflix o Max. 

Si quien escribe esto, hoy por hoy, se toma el atrevimiento de escribir en este sitio —y para peor, hablando de sí misma, el sacrilegio del periodismo— es, entre tantas otras cosas, porque en su niñez se encontró frente a frente con el videoclip de "Masacre en el Puticlub" de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en MuchMusic. Hoy como ayer, solo queda decir que nada va a ser lo mismo, y así es como uno comienza a envejecer, conforme las partes de lo que constituyen a uno comienzan a resquebrajarse y morir.