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Contenido creado por Valentina Temesio
Historias
Fotos pioneras

La pintura directo de las constelaciones o el icónico maquillaje de Kiss

El 21 de marzo de 1975, mismo año en el que estrenó “Dressed To Kill”, Bob Gruen tomó esta fotografía, que está en Uruguay.

20.01.2023 12:30

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2023-01-20T12:30:00-03:00
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Por Federica Bordaberry

Los de al lado habían descubierto, hacía no tanto, que las flores rojas también se podían usar. Las aplastaban en una piedra con un hueco leve, le tiraban apenas algunas gotas de agua y quedaba pronto para usarse.

Por todos lados, a donde fueran, no había humano o animal que no los mirara. Que no mirara a los de al lado. Llevaban en el rostro el color de la sangre, de la tierra que crece, del premio de los brotes, de las plumas de los pájaros más hábiles o de las raíces con más nutrientes.

Caminaban mostrando los rostros, buscando el sol para que les secara la pintura sobre la piel, para lograr un sellado. Tenían que pasar días para que lo puesto ahí comenzara a presentar grietas. Como podían esperar tanto, daba tiempo a que crecieran las flores de nuevo. Entonces, cuando lo necesitaban, iban a retocarse.

Enseguida salían de las cuevas con el rostro teñido de pétalos colorados. Todos miraban de vuelta, alucinados, a los de al lado.

Ellos, los protagonistas, conocían el método y los ingredientes para lograr la pintura. No les impresionaba en lo más mínimo y, en realidad, masticaban la bronca viendo a los vecinos de al lado llevarse todos los aplausos por un truco tan barato.

Llevaban años perfeccionando la técnica del maquillaje de rostro en secreto. Habían pasado por los colores de la tierra hacía meses y ahora estaban mucho más lejos, en otro plano. Tenían, en el fondo de la cueva, una pintura producida con los colores del cielo.

Colores celestes, que agrupaban a la infinitud en el extremo. Colores, cuáles: el blanco y el negro.

Después de sacrificar varios escarabajos y de rezarle a las estrellas, lo habían conseguido. Desde el cielo les habían otorgado esos colores imposibles de generar con la tierra con la condición de que se pusieran, sobre el rostro, las constelaciones que se fueran a ver esa noche.

Cansados de ver pasar a los de al lado mostrando su pintura hecha solo de flores, tomaron la decisión. Esa noche de luna llena, cuando la oscuridad duraba más que ningún día del año, usarían las pinturas. Saldrían antes de que el sol se ponga para anticipar el desfile de estrellas de ese día.

Se lo habían prometido a los cuerpos que viven en el cielo y no los defraudarían. Solo se puede ser mezquino con los colores de la tierra.

Entonces, se pintaron los unos a los otros. Ellos, los protagonistas, eran cuatro. Cumplieron con lo acordado y se dibujaron las constelaciones en el rostro, con colores nunca vistos por el humano que apenas comenzaba a vivir (y a destruir) la Tierra.

Antes de salir de la cueva, se miraron los dedos. Ninguno tenía rastros de la pintura celeste en las manos, aunque se habían pintado durante la tarde, aunque habían usado los índices como pinceles y los pulgares como correctores.

Y salieron.

Caminaron entre todos los hombres y entre todos los animales que los miraban. Los miraban y no hacían nada. Más bien, los admiraban y no hubieran querido soltarlos con la vista jamás.

El resto de los seres vivientes los siguió desde atrás. Ellos iban en dirección al río para ver el sol ponerse desde allí. Habían calculado el tiempo perfecto para llegar, meterse al agua y desaparecer.

Lo hicieron.

Lo hicieron con parsimonia, calma y tranquilidad.

Se sumergieron entre las corrientes y solo entonces el cielo se tapizó de estrellas. El resto de los seres vivos se sumó en un alboroto de gritos, aplausos, chiflidos. En una selva de sonidos.

Los cuatro hombres que se pintaron el rostro de blanco y negro podrían haber sido los primeros artistas de las cavernas, podrían haber sido también los primeros teloneros del show nocturno de las constelaciones. Podrían haber sido infinitas más las situaciones de esos, de los protagonistas.

Lo cierto es que se trata, en realidad, de una fotografía tomada por el reconocido fotógrafo del rock Bob Gruen. Se trata de cuatro rostros más que conocidos para el mundo de la música. Son Gene Simons y Paul Stanley arriba, Peter Criss y Ace Frehley abajo.

Es Kiss en el teatro Beacon en Nueva York, el 21 de marzo de 1975, el mismo año en que estrenó su disco Dressed To Kill, uno de los hitos musicales de la banda.

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The Music Photo Gallery es una galería con base en Nueva York que cuenta con el derecho de las fotos más icónicas —la de Mick Jagger y Keith Richards, una de ellas— de la historia del rock. Las que toda la vida vimos en revistas: bueno, esas. Y por primera vez presenta una muestra colectiva en Uruguay. El lugar es el Club Cultural PIONERO (ruta 10, kilómetro 177,5), esa hermosa iglesia del rock and roll que esconde el balneario de Santa Mónica en Maldonado.

Todas las fotografías de la exhibición estarán disponibles para la venta en forma exclusiva para Uruguay y podrán adquirirse a través de la página oficial del lugar y de la galería en MusicPhoto.net. Este 20 de diciembre se realizó el lanzamiento de la muestra, que permanecerá todo el verano en el club. Todas las semanas publicaremos en LatidoBEAT la historia de las diferentes fotos con las que uno puede deslumbrarse.

Por Federica Bordaberry