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Contenido creado por Federica Bordaberry
Historias
Columna picante #7

La selectiva indignación de los uruguayos, los grafitis de Cordón y el recuerdo de Plef

Una columna de opinión que plantea que violar la propiedad privada sigue siendo el peor de los oprobios y hay que denunciar lo que implica.

29.04.2024 14:27

Lectura: 7'

2024-04-29T14:27:00-03:00
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Por Diego Paseyro
dpaseyro

Fue un típico día de otoño, en términos climáticos, y más típico aún, si pensamos en nuestro color más identitario: el gris. El pasado sábado seis de abril Montevideo amaneció nublado con precipitaciones aisladas.

La aurora llegó como lo hace siempre y fue sacando de la oscuridad a una ciudad que, si fuese un electrocardiograma, se parecería a una prolongada línea recta. Calles desiertas, cartoneros, refugios desbordados, personas en situación de calle, colchones improvisados, cuidacoches. Una sociedad paralela habita la ciudad al margen de los documentados, de las cuentas bancarias y de los vehículos matriculados.

Algunos buscan achicar en alguna esquina hasta que amanezca. Otros, la próxima dosis. Todos tratan de sobrevivir. Sin embargo, ya nos hemos acostumbrado a que muchos uruguayos vivan al margen. Es parte del escenario diario, normalizado, especialmente en barrios céntricos y periféricos, Aunque, a esta altura, ninguno se salva de tener que lidiar con la incomodidad que representa pasarle por al lado a una persona en situación de calle. Todos nos vamos a dormir sabiendo que muchos no tienen dónde hacerlo.

Ese sábado por la madrugada, además del grisáceo tono que tiñe nuestra ciudad, además de los rostros fantasmagóricos que la toman, además del rumor del viento y las luces públicas que tintinean con intermitencia, un edificio en la esquina de las calles Mercedes y Vázquez amaneció con cinco de sus seis pisos grafiteados con tags. Así se conoce a la característica firma que el artista deja en una pared, mural, o cualquier superficie citadina que entiende que merece su sello.

Esta práctica, conocida como pichazo, tiene su origen en la década del ochenta en San Pablo, ciudad que se caracteriza por la descomunal presencia de edificios. Los taggers, o grafiteros, acostumbran a escalar alturas imposibles en una especie de lucha tribal por imponer su marca, su estilo, su huella.

La presencia grafitera en Uruguay no le sorprende a nadie. Es parte de la visual que nos recuerda que lo inerte también puede tener vida y, además, que los colores que nos definen no tienen que estar siempre entre las tonalidades que van del blanco al negro. Existen otras posibilidades. Pero en esta oportunidad, y debido a que los estampados no se hicieron sobre puertas corredizas de comercios, ni sobre muros o medianeras, ni tampoco sobre espacios públicos, sino que implicó la invasión (escalada mediante) de domicilios particulares, no se hizo esperar el acalorado fuego cruzado de siempre, ese que rompe el silencio, pero nunca el anonimato, en las redes sociales.

Foto original: Montevideo Portal (José Luis Calvete)

Foto original: Montevideo Portal (José Luis Calvete)

Se pidió justicia por semejantes actos vandálicos, por violar la propiedad privada. En definitiva, por haber cometido “semejante delito”. Fue allí cuando la moral de las buenas costumbres, del civilismo que reclama “vivir sin miedo”, salió a pedir justicia.  La misma que pide la familia del artista callejero Plef, asesinado de un disparo en la parte posterior de su cabeza en la noche del 16 de febrero de 2019, mientras grafiteaba una propiedad privada —y abandonada—del barrio Punta Gorda.

Tenía veintinueve años. La Justicia aún no llegó a aclarar quién lo mató por la espalda, premeditadamente y a sangre fría. Aunque lo que nos indignó en esa nublada mañana del sábado seis de abril fue lo más preciado que tenemos, tal vez más que la vida, y que haya sido vulnerado de manera tan rapaz: la propiedad privada. Que hoy, en pleno siglo del control panóptico y policíaco, unos rebeldes y osados grafiteros hayan tenido la astucia de escalar seis pisos y, como unas saetas, dejar su marca sin que los habitantes de dichas moradas lo hayan siquiera sospechado.

Al susodicho de las calles Mercedes y Vázquez le siguieron tres más. Uno en esa misma esquina, otro en Tristán Narvaja y Mercedes, y el cuarto en Rodó y Minas.

¿Vandalismo o arte? ¿Cárcel o trabajo comunitario? ¿Bala o reprimenda? ¿Héroes anónimos o delincuentes? ¿Derecho a la libertad de expresión o violación de la propiedad? Son algunas de las preguntas dicotómicas que surgieron rápidamente y que las respuestas, como generalmente sucede, ponen a unos y otros del lado de la mecha que corresponde.

Se ha instalado el discurso diplomático de “luchar contra la grieta”, el de “no argentinizarnos”. Pero lo cierto es que siempre habrá un abismo entre aquellos que se rasgan las vestiduras por una intervención de estas características, los que revelan una subcultura dentro de la hegemonía estética con la que se nos coloniza la subjetividad, y aquellos que creemos que el oprobio no es ese, sino lo que estas manifestaciones callejeras vienen a denunciar.

Porque la cultura del grafiti se enmarca en una mucho más grande: la de darle visibilidad a aquellos que no la tienen. La de denunciar lo que nadie denuncia. La de hacer hablar a las paredes aquello que la Justicia calla.

Me pregunto qué habría sido de todos aquellos que resistieron y padecieron la dictadura sin la posibilidad de transgredirla, atravesarla, denunciarla, sin poder hacer pegatinas o grafitis. En definitiva, sin poder denunciar el abuso, sin alzar la voz en tiempos donde la libertad de expresión no existía. El arte callejero, antes de ser un problema, antes de ser arte, e incluso antes de ser un delito, es una realidad y obedece a que muchos creen que su civilismo, bienestar y seguridad, son gratuitos. Que no se nutre de que miles no estén dentro de ese juego social de la oferta y la demanda, de la casa propia, de los préstamos y los proyectos inmobiliarios.

Foto original: Montevideo Portal (Javier Noceti)

Foto original: Montevideo Portal (Javier Noceti)

Por otra parte, la peligrosidad que supuso para los ninjas del aerosol trepar arácnidamente seis pisos de un edificio, escalada por una parada de ómnibus mediante, ¿no le otorga más mérito aún? ¿No va a contrapelo de lo que a nuestra monocromática sociedad más le teme? ¿La osadía, la aventura, las alturas y el riesgo? ¿No desafió de la manera más cruda, y poética a la vez, aquello de la seguridad, la casa propia y el proyecto de vida? ¿Cuánto hay en esta indignación social, además de los costos prácticos que requerirá sanear los “daños”, la interpelación acerca de qué estoy haciendo yo por grafitear mi vida? Es decir, ¿a qué “pisos” estoy dispuesto “trepar”? ¿Qué “arrebatos” estoy dispuesto a cometer? ¿A qué “alturas” estoy dispuesto a “elevarme”, aún si el riesgo es la “caída”?

Lo sucedido en los edificios de Cordón trae a mi memoria otra intervención artística/política (porque todo arte es político) acaecida el año pasado que, con el discurso de “preservar la pulcritud de los espacios públicos”, se quitó. Me refiero al salón gremial del liceo IAVA. ¿Qué operó allí sino el mismo razonamiento conservador desde el cual todo aquello que no está pintado de blanco obedece una amenaza?

Las paredes podrán pintarse de blanco y se podrá perseguir a los artistas que militan su arte desde el grafiti, pero, en cualquier caso, se habrá aplazado el problema. Se lo habrá movido de lugar. La verdad no es decir lo que las cosas son, sino denunciar los procesos mediante los cuales se acredita o no que algo sea considerado verdadero o falso. Los ejemplos de la intervención del salón del IAVA, de los grafiteros ninjas y, tal vez, cualquier intervención artística genuina pone sobre la mesa, denuncia y cuestiona, el trasfondo que late bajo un discurso que pretende cristalizarse como el hegemónico o verdadero.

Y el sábado seis de abril, en esa nubosa mañana, estos acróbatas sin nombre, pero con tags, hicieron lo que muchos esperamos que no se deje de hacer; transgredir las normas si la causa lo amerita. Más aún, cuando el daño fue tan inocuo, cuando no hubo violencia de ningún tipo, cuando fue tan limpio, silencioso, y potente. Al final, y contradiciendo el comienzo de esta columna de opinión, tal vez Uruguay no sea tan gris. Tal vez ese electrocardiograma finalmente se esté moviendo, e incomodando a una sociedad que normaliza lo abyecto y criminaliza el arte.

Por Diego Paseyro
dpaseyro