Por Marcos Hernández
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Primer acto: Titanic
Es viernes de noche y decidimos ver una peli en una plataforma de streaming. Al entrar en la aplicación, la primera sugerencia no es precisamente un estreno: es Titanic. Puede ser mal timming, puede ser el morbo de los usuarios, o puede ser que el algoritmo haya desarrollado un humor negro poco sutil: esta última semana se encontraron los restos del submarino que exploraba los vestigios del famoso naufragio, con cinco pasajeros. Algunos no tardaron en relativizar la desgracia, en tanto se trata de cinco ricos, mientras mueren ahogados cientos de migrantes en el Mediterráneo, lo que no por ser cierto deja de ser una estupidez, salvo que uno esté dispuesto a relativizar el valor de la vida humana. Con todo, podemos conceder que siempre es más digno reírse de los poderosos. Brindamos por los muertos en el mar, con agua salada.
Segundo acto: El Menú
Luego de considerar varias opciones elegimos El Menú (2022), de Mark Mylod. La película pertenece a un tipo de cine que parece ser sintomático de la época, dentro del cual puede mencionarse a Parásitos (Bong Joon Ho, 2019) y El Triángulo de la Tristeza (Ruben Östlund, 2022): películas en clave de comedia negra que muestran la miseria moral, en particular, la de los más privilegiados por el capitalismo tardío, en su contraste con niveles de riqueza material inusitados (para algunos). Es una película que cumple su función –a saber: entretiene durante un par de horas– pero habilita múltiples reflexiones cuando llegan los créditos, al igual que las otras películas de esta especie de género contemporáneo. Reflexiones sobre la desigualdad, reflexiones sobre la subjetividad, reflexiones sobre la riqueza y la miseria, sobre el mundo en que vivimos.
La película muestra una escena nada infrecuente de nuestros tiempos: experiencias de lujo, en este caso en un restaurante exclusivo situado en una isla, con cocina de autor y personal de elite para servir a una super elite (la estratificación está demandado categorías nuevas). En esta escena hay diferentes personajes: están quienes son miembros senior de la super elite, están los recién llegados, y están aquellos que intentan pertenecer, aunque su cotidianeidad se encuentra muy lejos del lujo. Este cuadro de por sí habilita una reflexión sobre la desigualdad, sobre los mundos de vida, sobre el ser y el parecer, pero no quiero detenerme en eso. Y debo realizar aquí una alerta de spoiler.
El que avisa no traiciona: alerta de spoiler
Quiero detenerme en la devastación. “La devastación” es uno de los platos del menú de varios pasos que sirve el restorán de lujo, una creación del sous-chef del restorán. El chef es por supuesto el jerarca de la cocina y del restorán, pero también de la isla, la máxima autoridad, cuyas órdenes son acatadas con un sonoro y unísono ¡sí, chef! por parte de todo el personal. Personal que vive en la isla, en un estricto régimen disciplinario cuyo principio y fin es el servicio a los comensales: una sociedad disciplinada al servicio de la elite.
La disciplina y la impronta autoritaria del chef recuerdan a los reality shows de cocina, donde un cocinero antipático entretiene al público fundiendo lentamente la autoestima de los participantes en una olla a presión, calentando a baño maría su paciencia, flambeando su capacidad de tolerar lo intolerable, escurriéndole la grasa sucia hasta dejar su subjetividad tan achicharrada que solo pueden estallar de bronca contra sí mismos. O te adaptás o te vas: la lección es que si querés ser el mejor tenés que estar a la altura, y estar a la altura es bancar mucho más que las presiones: es bancar la basureada, el menosprecio, la denigración. Es aprender a decir ¡sí, chef! y tragarse la dignidad.
“La devastación” es el primer momento dramático de la película, luego de varios momentos inquietantes: el sous-chef es presentado a los comensales por el mismísimo chef como un cocinero excelente, que, sin embargo, nunca alcanzará el máximo nivel: nunca será El Chef. Luego de un monólogo donde se lo denigra frente a todo el personal y los comensales, el chef lo induce a reconocer esa dura verdad, y el subjefe de la cocina se vuela la cabeza con un revolver allí mismo. Sí, se pega un tiro en la crisma. Voilà: la devastación.
Entonces la reacción de horror de los comensales, entre quienes se encuentra una prestigiosa crítica culinaria. Ella no es ajena a la sorpresa, pero argumenta que es parte de la teatralidad de la experiencia única del restorán, parte de la propuesta artística atrevida y genial del chef: precisamente eso por lo que cada uno pagó mil doscientos dólares para ver. Justifica así la atrocidad, curioso rol del intelectual frente a las masas: explicar el sentido de lo que a simple vista parece aberrante. Y aunque el nerviosismo es patente, las cosas siguen con relativa normalidad, hasta que harto de la atmósfera tensa de la velada, uno de los comensales intenta escapar, y allí mismo el personal le impide el paso y le corta un dedo, para que todos comprendan que no hay escapatoria. Cuando este personaje, un hombre blanco mayor que es cliente habitual del restorán, sufre la pérdida de su dedo anular, es cuando el horror realmente se apodera de todos los presentes: el suicidio de un trabajador delante de sus ojos había sido más tolerable y justificado como parte del show. Luego, el propietario del restorán es ahogado frente a todos en las costas de la isla.
Es llamativa la forma en que reaccionan los personajes frente a las “propuestas” cada vez más siniestras. Salvo algunos arranques de ira e histeria, que conducen a intentos más bien torpes de escapar, la mayoría de las veces los comensales se someten a las imposiciones del chef. Alguien arremete a sillazos contra un cristal blindado, pero nadie arremete contra él y sus secuaces. Admiten su superioridad, su dominio, su autoridad. Se dirigen a él con respeto, con la más educada cortesía, no dejando de observar las civilizadas y sofisticadas costumbres propias de su estatus. Al igual que los participantes de los realitys de cocina, los comensales aceptan las despóticas reglas del juego que impone el chef: su dignidad no vale absolutamente nada.
Finalmente, el despótico chef expone sus móviles (ya fue alertado el spoiler): todos los presentes morirán, porque se han dedicado a explotar a trabajadores como él, explotar su talento, sin siquiera disfrutar de su obra. Aunque hay una interpretación posible en clave de lucha de clases, no quiero detenerme en eso (todavía).
Tercer acto: Parásitos
Quiero introducir un pequeño flashback y recordar cuando fui a ver Parásitos al cine, hace un par de años. Es una película muy entretenida, con toques de humor, que muestra al igual que El Menú y El Triángulo de la Tristeza la desigualdad pornográfica del capitalismo tardío y la burbuja de privilegios inmorales en que viven las elites. Sin embargo, lo que más me impresionó fue que alguien salió de la sala hablando de “móviles de resentimiento” para explicar un asesinato que ocurre hacia el final de la película.
Parece evidente que los mensajes que una obra pueden trasmitir dependen de la sensibilidad del receptor, de su capacidad para decodificar e interpretar, en suma, de las reflexiones que pueda hacer sobre lo que acaba de percibir. Y este es el centro de la cuestión que quiero plantear en estas páginas: percibir estas obras como una crítica de la realidad social, económica, política y cultural de nuestro tiempo puede ser acertado, pero sería un error agotar ahí las posibilidades, y considerar que no son –o que no pueden también ser– un producto más, que no solo no critica, sino que quizá incluso celebra este mundo en que vivimos. Un producto de la industria del entretenimiento. Un producto cultural, que no puede ser ajeno al sistema que lo produce, y que lo consume, que no puede escapar a las lógicas perversas de ese sistema, y que reproduce sus efectos. Un producto que, así como puede servir para la crítica, puede servir para la justificación, para la legitimación, para la aceptación.
En ese sentido, el final de El Menú tiene una interpretación diferente al que podría darle una lectura marxista: resulta metafórico que los trabajadores –esos que nunca llegan al burnout porque su disciplina no se los permite– se inmolen junto a los comensales en un último gesto de alienación, donde el producto, la experiencia, importa más que la propia vida. Todo muy acorde a nuestros tiempos.
Cuarto acto: El Triángulo de la Tristeza
El verano pasado vi esta película en el José Ignacio International Film Festival (JIIFF), un festival organizado en un balneario de elite, situado unos cuantos kilómetros al este de Punta del Este. La entrada es gratuita (hecho posibilitado sin duda por generosos benfactors y sponsors), pero el grueso del público del Festival son turistas y residentes extranjeros, de alto nivel adquisitivo.
Por eso fue muy pintoresco ver, además de la película, las reacciones de un público tan peculiar. El Triángulo de la Tristeza es una comedia negra, en la que un yate de lujo con pasajeros millonarios naufraga (en parte debido a los propios caprichos de sus pasajeros), y de buenas a primeras las jerarquías de raza, género y clase que imperaban en el barco se invierten en tierra firme, donde los náufragos –trabajadores del barco y pasajeros ricos– deben sobrevivir.
Algunas de las escenas más graciosas se encuentran en los etílicos diálogos que sostienen el capitán del barco, un estadounidense marxista, y un magnate ruso liberal, pasajero del yate. Sin embargo, uno de los momentos más divertidos de la proyección aquel verano, fue cuando el capitán del barco en plena borrachera, les dice a los pasajeros -y al público del JIIFF- a través de los altoparlantes: “¡paguen impuestos!”. Entre sonoras carcajadas y risas nerviosas del público, el diálogo del marxista y el magnate siguió con un contrapunto de citas de El Capital y otras frases célebres.
Pero hay más. Al día siguiente de las proyecciones, una de las actividades que componen la agenda del JIIFF, es una reunión en un reconocido restaurante de José Ignacio, donde el público discute la película del día anterior. Lamentablemente no pude asistir a la cita y por eso, no puedo saber si fue fruto de esas deliberaciones o no que el equipo del JIIFF decidió embarcarse en el DIONEA para ir a Cannes a promover el festival local y la industria audiovisual uruguaya. Tampoco pude saber si se discutió aquello de de cada quién según su capacidad, a cada cual según su necesidad.
Quinto acto: El espectáculo y la devastación
El teórico situacionista francés Guy Debord (1967) propuso el concepto de la sociedad del espectáculo. Comienza su texto con una cita de Feuerbach: “Nuestro tiempo… prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser”. La vida es una inmensa acumulación de espectáculos: lo que era vivido directamente se vuelve una representación, que, sin embargo, no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada por imágenes: una visión del mundo que se ha objetivado. Conviene citar textualmente a Debord; no se puede reproducir mejor sus palabras que copiando y pegando:
“El espectáculo, comprendido en su totalidad, es a la vez el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento al mundo real, su decoración añadida. Es el corazón del irrealismo de la sociedad real. (…) Forma y contenido del espectáculo son de modo idéntico la justificación total de las condiciones y de los fines del sistema existente. El espectáculo es también la presencia permanente de esta justificación, como ocupación de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna. (…) La actitud que exige por principio es esta aceptación pasiva (…) El espectáculo es el discurso ininterrumpido que el orden presente mantiene consigo mismo, su monólogo elogioso. Es el autorretrato del poder en la época de su gestión totalitaria de las condiciones de existencia. (…) La alienación del espectador en beneficio del objeto contemplado (que es el resultado de su propia actividad inconsciente) se expresa así: cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa. Por eso el espectador no encuentra su lugar en ninguna parte, porque el espectáculo está en todas. (…) El espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social. La relación con la mercancía no sólo es visible, sino que es lo único visible: el mundo que se ve es su mundo.”
Luego de ver estas películas pienso en la catástrofe a la que asistimos, como pasivos y sumisos espectadores. La catástrofe ambiental, la catástrofe económica, la catástrofe social, la miseria humana. Ninguna experiencia es real: todas son espectáculos que presenciamos más o menos ajenos, o enajenados, es decir, alienados. Si hay algo que las tres películas muestran, además de la desigualdad, es la alienación: la incapacidad de comprender nuestra propia existencia y nuestro propio deseo, en términos de Debord.
Estas películas pueden interpretarse como una crítica al mundo en que vivimos, pero también pueden interpretarse simplemente como una representación del mismo, que no pretende transformar la realidad, sino incluso lo contrario, inducirnos a aceptarla: el espectáculo como justificación siempre presente, el discurso ininterrumpido, el monólogo elogioso. Nos entretienen un par de horas un viernes de noche, nos enseñan la vida de lujo a la que deberíamos aspirar, nos muestran la vida miserable –y el triste final– que nos espera si no perseguimos abnegadamente el éxito (o incluso si lo perseguimos), soportando toda clase de vejámenes, y mientras cientos de migrantes mueren ahogados en el mediterráneo, una plataforma de streaming nos recomienda la película del naufragio que cinco personas fueron a ver en un submarino, en busca de una experiencia única, y que no volverán jamás, y que son tan humanos como los migrantes ahogados (son igual de humanos, pero, ¿son iguales si son menos ricos?), mientras se agota el agua potable y sale agua salada de la canilla. Somos espectadores de todo. ¿Actuaremos algún día?
Por Marcos Hernández
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