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Contenido creado por Catalina Zabala
Historias
Entre un "yo" y un "tú"

La vida y obra de Oskar Kokoschka y la complejidad del retrato

El pintor y poeta austríaco incursionó en la identidad a través del color.

03.03.2025 14:40

Lectura: 20'

2025-03-03T14:40:00-03:00
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Por Jimena Bulgarelli | @jimebulgarelli

“Si vives lo suficiente, verás tu reputación morir tres veces”— Okar Kokoschka. 

Un pintor exponente del expresionismo, un poeta, un superviviente de una época de la que solo nos queda un mito. En su vida se relacionó con Klimt, Adolf Loos, Ezra Pound, Alma Mahler; diversos personajes emblemáticos que formaron parte y son testimonio de una Europa mítica.

Su obra fue poética y pictórica, una combinación que en su época ya era de por sí extraña, pero que pronto se haría común.

Además de ser una persona extensamente compleja, Okar Kokoschka fue un hombre que escribió mucho: ensayos, conferencias, pero también una autobiografía, sus reflexiones y pensamientos, cartas. No es común tener una vía tan sencilla de acercamiento a una obra de su tiempo, pero tampoco es común su profunda sinceridad; y aún así, aunque tengamos todo este extenso material sobre su vida, la mística de su figura persiste.

(...) pececito rojo / con un cuchillito de tres hojas, yo te apuñalo de muerte, con mis dedos, yo te parto en dos / así tendrá un final este dar vueltas silencioso / rojo pececito / pececito rojo / mi cuchillito es rojo / mis pequeños dedos son rojos / cae en el plato un pececito muerto.

Así comienza, repleto de un rojo cruel, el poema "Los niños que sueñan", escrito e ilustrado por un joven Kokoschka en 1908, y así dándose a conocer en la escena artística vienesa. Este rojo, que ya nos lo muestra aunque sea en la palabra, es una declaración de la gama que vendrá luego en todas sus obras pictóricas, una gama que va del color vino al lila. Con ella ilumina las pinturas, logra los fondos veteados, y destiñe auráticas las figuras. A la vez, bajo estos colores, se advierten los grises y verdeazules trasnochados que se esconden bajo el rojo de la sangre. Kokoschka declarará que el rojo sería su color predilecto, ya que, para él, encerraba la pasión de la vida.

Los niños que sueñan es una secuencia de ocho litografías a color, encuadernadas juntas y con el texto ubicado en forma de columna junto a la imagen: se dice que fue encargado como un libro para niños. Pero no, no es un libro solo para niños. Hay cosas que pueden desvelarnos, parece ser una fantasía onírica de un adolescente perturbado y desorientado por el comienzo del deseo sexual. Son de un erotismo inquieto en sintonía con el clima de la Viena modernista, muchas veces definida como la ciudad de los sueños y las pesadillas.

Kokoschka divide los motivos con una línea negra y fuerte en el contorno que acentúa la separación. Puede decirse que este embrutecimiento es el primer paso hacia la deformación expresiva.

“Gran salvaje” es como llamaron a Kokoschka cuando dio su primera muestra con seis bosquejos para tapices que se perdieron uno detrás del otro. Su exposición fue vista como un atentado, pero Klimt lo defendería diciendo que el joven era el mayor talento de su generación. La llegada de Kokoschka es el final de la “bella forma”.

Nació en Pöchlarn, Austria, en 1886. Pasó su infancia en la periferia de Viena, realizó sus estudios en la Escuela de Artes y Oficios. Pronto comprendió que su lugar era junto a quienes habían elegido luchar contra toda exterioridad no auténtica o ambigua, sin dar tregua a la verdad: creía fervientemente que la necesidad de verdad había destronado el deseo de belleza, y que los “mensajeros de sueños” son, en realidad, anunciadores de pesadillas.

Así se llamó la serie de tapices anteriormente nombrada.

Los niños soñadores

Los niños soñadores

Al año siguiente, pone en escena Asesino, esperanza de las mujeres. En 1921 sería musicalizado para el teatro. Su doble talento de pintor y poeta no era una rareza en Viena, en un tiempo en el que se impulsaba a la expresión total y la aspiración al intercambio de los papeles: el compositor Schönberg pinta, el dibujante Kubin y el pintor Gütersloh escriben novelas, y aunque la vista domine ambos mundos en Kokoschka, él escribe mucho, y propone varias veces a lo largo de su vida ese diálogo entre texto e imagen que determinó su comienzo. Contaría más adelante que fue un niño y un hombre de la vista, y que sus primeras impresiones infantiles serían visuales.

En toda su obra el drama sería crudo y reducido en su esencia primaria, desnuda de ornamentos. Desde su primera serie de litografías, la agresividad se une a la pasión erótica: su preocupación adolescente se convierte casi que en una enfermedad. Un tema que le perteneció y coincidió con su vida, y que el artista retomó hasta la vejez.

Sufrió una difícil relación entre el eros y la alteridad femenina, la sintió como un atentado. Le provocó una fuerte crisis de identidad. La adoración hacia lo femenino y el miedo hacia la mujer se convirtieron un mismo malestar para Kokoschka. Dice en su autobiografía Mi vida escrita en 1971: “La mujer, con el erotismo, era una amenaza para mi equilibrio fatigosamente conquistado [...] los contrarios que constituyen el progreso y el iluminismo, la materia de nuestros sueños”.

Su pintura de 1909, Verónica con sudario, parece ser una versión suavizada del tema de Asesino, esperanza de las mujeres. Verónica, parodia de la iconografía tradicional de la Piedad, en donde la mujer asesina descuartiza al hombre empapado de rojo. El hombre tiene una fantasía, solo la del deseo. La mujer le dice en su regazo de muerte "no lo comprendes". Verónica es ambivalente: los brazos en postura materna sostienen no un hijo, sino una figura ensangrentada. Su expresión ausente como de quien canta una canción de cuna muestra, en realidad, la existencia de un misterio. Una piedad misteriosa, una ternura enrarecida. Como quien es hija, madre, amante: asesina porque no logra saciar el dolor/ placer.

Hay tres ejes: el pálido rostro de la mujer como una blanca máscara de muerte, que resalta como la luna entre los rojos; sus manos que han socorrido a Cristo y se ven exaltadas; y el rostro de Cristo impreso en el lienzo con el que Verónica le ha secado el sudor, una dramática máscara construida con el agua caliente del dolor.

A estos tres ejes se agrega el pecho de la mujer, rojo, enfurecido, contradictorio a su rostro, opuesto a la muerte. El color de la pintura es aún muy delicado, aunque sea rojo. Es transparente, dejando que ocurran varias capas. Rojos arañados por el blanco. Y el aire que se condensa entre el pelo de Verónica, el aire que parece hacerlo flotar todo, que aumenta el misticismo y la maldad. El rostro del hombre rojo nos mira aterrorizado, acaso pidiendo verdadera piedad. Porque el expresionismo se dirige, en esencia, al otro. Es una comunicación y un mensaje, entre un "yo" y un "tú": hay una comunicación que se pierde en el vacío, entre la pintura y quien la mira, entre los ojos de la figura roja y tú, una solución perdida o mil catástrofes sucediendo a la vez.

Verónica con sudario (1909)

Verónica con sudario (1909)

El paso del estilo Secesión al expresionismo se lleva a cabo con pinceladas bruscas, y en Kokoschka el trazo se vuelve cortante como alambre. En los cuerpos, los músculos y los nervios se inscriben en la piel como horrendas marcas negras. Como la mayoría de artistas de su época, Kokoschka tendría problemas para reconocer el expresionismo, por ser un término muy genérico y mortificar el individualismo. Más tarde, en un texto sobre Munch, daría una definición de su propia visión: “Expresionismo significa dar forma a lo vivido, de manera que sea comunicación y mensaje de un Yo a un Tú. Como en el amor, hacen falta dos. El Expresionismo no vive en una torre de marfil, sino que se dirige al Otro, al que intenta despertar”.

Uno de los cuadros más significativos de su primera época es Naturaleza muerta con cordero y jacinto (1910). “El cadáver yacía sobre la mesa. Era viernes santo y pensé [...] Todo era gris, triste, sin alma como el reino del olvido de las sombras del Hades, parecía un cementerio”, explicó Kokoschka. Buscando en la habitación encontró un jacinto que parecía brillar con luz propia incluso en la oscuridad: “No podía esperar nada mejor, aunque su perfume me recordaba a la habitación donde una vez había pintado a una muchacha muerta. El jacinto perfumaba el aire, como un anuncio de primavera, como un dedo dirigido hacia el cielo que aplaca el eterno terror de que todo, menos las cosas vividas, sea en vano”.

El cuadro tiene una profundidad inquietante, parecen disolvencias impresionistas que señalan un punto sin regreso. Parece una vanitas del siglo XVII y un bodegón carnal de Chaim Soutine. Las figuras forman un círculo, ahogadas en un color que se desliza como un sistema circulatorio mohoso. Todo se hunde, y al mismo tiempo todo se acerca; hay una luminosidad natural que irradia la materia y encierra lo humano.

En un ensayo de Kokoschka sobre Rembrandt, podemos ver su ambición: “Cuando un artista es capaz de mirar la verdad a la cara, tanto como para comprender la transitoriedad, y a pesar de ello lograr darle forma, y, además, hacer la sustancia inmortal transparente en la forma mortal, entonces ha dicho más de lo que puede decir cualquier palabra”.

Esta voluntad de hacer notoria la eternidad de lo transitorio, el drama de la materia en corrupción incesante, constituye la fuerza poética de toda la obra de Kokoschka, dividida sobre la figura humana, y más en su serie de retratos de 1909 a 1914, donde los temas siempre parecen estar al límite de su destrucción, apretando la interioridad saliéndose hacia el exterior.

Por esos años nace en Viena, con los artistas más jóvenes, el retrato moderno que no busca la perfección, sino que busca tras su máscara social y denuncia el malestar individual, el lado oscuro. Así como los retratos de Chaim Soutine, tan deformes y tan humanos, que parece que el cuerpo fue dado vuelta para darle forma al alma. Y si Schiele contrae la fisionomía por la angustia que contiene, Kokoschka las deja incendiarse por el espacio incierto como un aura emanada de las propias figuras. Un dramatismo que se acentúa aún más con el principio de un expresionismo.

Naturaleza muerta con cordero y jacinto (1910)

Naturaleza muerta con cordero y jacinto (1910)

El pincel se convierte en una herramienta de quirófano, un bisturí que va haciendo coincidir al rostro con el malestar, haciendo que su anatomía exprese la psicología. Esta nueva posibilidad podría verse en la técnica rasgada, translúcida de la materia, pero también en la experiencia metafísica y aurática. Kokoschka buscó esa incisión del cuerpo, y logró hacer coincidir el exterior y los nervios y venas con la tensión psicológica: la inestabilidad nerviosa de la figura se desplaza a lo espacial. La pincelada permite hacer aparecer lo invisible, con su red de líneas aireadas reduce la distancia con el cuerpo.

Durante toda su vida y obra, Kokoschka se concentraría en la fisonomía individual, sin anular el rostro en el anonimato de la modernidad. Aún así, sus primeros retratos de su juventud en Viena son los más perturbadores. Hombres y mujeres de una enfermedad sin nombre, con manos demasiado grandes y nerviosas, y que rompen el equilibrio de la pose; las manos siempre parecen estar en una extraña posición, haciendo que sea lo primero que vea nuestro ojo, las manos parecen moverse.

La manera de trabajar de Kokoschka deviene de un problema del retrato en general tratado contemporáneamente a su época en la psicología. Como Anaïs Nin supo decir, "jamás vemos al mundo como en verdad es, sino como somos". Pero Kokoschka hace coincidir lo subjetivo con lo objetivo. En un ensayo de 1921, escribió que el retrato es el problema más general de la relación entre él y el mundo, y consideró que el sentido de la vista es constitutivo de la conciencia, y que la visión (el rostro del otro) es un proceso de formación que nace de un movimiento de ida y vuelta: las imágenes invaden, pero al entrar en la mente condicionada por el conocimiento de la conciencia, todo se vierte en ellas. Así, la visión se forma interiormente, separada del mundo externo pero que actúa sobre él para dejar una mancha en el rostro.

Este tema fue tratado previamente al ensayo, en una conferencia en Viena llamada La conciencia de los rostros y las visiones, en 1912, en el que como cartel utilizó Autorretrato, ya publicado en 1910. Este autorretrato lo representa con el cráneo rasurado y con el índice estirado indicando una herida al costado, una autorrepresentación como mártir de él mismo y de la sociedad.

El Autorretrato con la mano en la boca de 1918–1919, que lo representa de espaldas girado hacia el frente con su cabeza, con la mirada perpleja y melancólica, dice Eva di Stefano en su ensayo para la editorial Planeta de Agostini que sería "el momento del vértigo, donde la herida de una tragedia colectiva, la guerra, se une a la herida de una tragedia privada, la infeliz pasión por Alma Mahler”.

Autorretrato con la mano en la boca (1918-1919)

Autorretrato con la mano en la boca (1918-1919)

Comenzó con una serie de obras unidas por la temática y color: Dos desnudos (los amantes), de 1913, y La novia del viento, de 1914. En esta última obra, la mujer aparece satisfecha y durmiendo despreocupada en un lecho–caracola, pero el hombre se siente como un impotente piloto ansioso, con los ojos abiertos de insomnio y conciencia, condensando la tensión en sus manos agarradas sobre el estómago. La desazón privada se asoma en ambas figuras, y la guerra, en 1914. El movimiento es trágico, cada pincelada es una ola rompiendo en espuma. Hasta 1911 en sus cuadros la forma hacía del vívido color sutil y arañado, con algo más duro que las hebras del pincel, quizás con su mango. Luego toma más protagonismo el color más pastoso e intenso, más matérico, para crear las formas con el propio movimiento. Todo es un remolino que se disuelve.

La pasión de Kokoschka por Alma Mahler impregnó profunda y dramáticamente su obra, con su vínculo devastado por los celos y el exceso. Alma Mahler era de una gran ambición, se la ha llamado narcisista por la búsqueda de su expresión, una compositora rebelde que inspiró a varios artistas. La historia con Alma fue de dos años, de 1912 a 1914. En ello Kokoschka la retrata muy frecuentemente, y retoma en 1913 un poema escrito años antes como continuación de Asesino, esperanza de las mujeres, y lo publica con doce litografías con el título de La paloma encadenada, donde celebra una vez más el rostro de Alma. Lo matriarcal que triunfa sobre el reino de la sombra y la muerte, y aún la amenaza del erotismo femenino: “En el suelo soy una sombra bajo el espejo; de noche, fuego líquido, cuando tu te ahogas en los sueños”. Aquí funde mito, visión del mundo y autobiografía.

Naturaleza muerta con putto y conejo, de 1913 – 1914, es la obra del adiós a Alma. Siete abanicos pintados en piel de cisne serían el regalo del final. En el sexto, un detalle parece confirmar la capacidad de médium, que él confirmaba haber heredado por vía materna: una escena de guerra. Aquí él ya había decidido hacerse voluntario para aniquilar su infelicidad en el amor, y él yace en el suelo atravesado por una bayoneta que se le clava en el tórax, como de verdad pasaría.

Antes de irse pinta El caballero errante de 1915, un autorretrato como si fuese un náufrago, o un héroe derrotado que ni la orilla recibe. Su armadura le impide levantarse, como si fuese una tortuga, y parece flotar sin fin. En el cielo se vislumbra una figura, con sus mismos rasgos. A la derecha, un animal con el rostro de Alma, y junto a él una caracola vacía. Este cuadro concluye su vida en Viena y da comienzo a un futuro más errático y vagabundo, Kokoschka va a luchar por Austria en el frente oriental, y es ya el nómada sin patria y sin raíces.

La novia del viento (1914)

La novia del viento (1914)

En 1915 es herido de gravedad. En el hospital, comenzó a componer el texto de Orfeo y Eurídice, luego musicalizado en 1923 e ilustrado con seis grabados. En 1916 es herido otra vez en Isonzo, y durante muchos años padece vértigo a causa de las heridas. Viviría físicamente la situación psicológica que abarcó en toda su obra. En Dresde sobrevive con una cátedra en la Academia y en Europa crece su fama como pintor, y se queda allí hasta 1923. Pinta con tonos oscuros, subterráneos, con pinceladas breves y serpentinas como tripas, y sigue poniendo en escena sus problemas personales aunque ahora retrata a sus amigos, como en Orfeo y Eurídice (1917).

Comenzó a experimentar retratos en grupo, como Los emigrantes (1916–1917) o Los amigos (1917 – 1918). Los años en Dresde abrieron nuevos caminos a la pintura. La curación sería lenta, y el sentimiento febril se agravaría decantando en doce cartas escritas entre 1918 y 1919 que testimonian la correspondencia entre él y Hermine Moos, un fabricante de muñecas. Kokoschka quería encerrar su obsesión, una muñeca de tamaño natural que no podría irse ni ser infiel, y envía instrucciones cada vez más minuciosas para que Moos pueda reproducir el cuerpo de Alma. Cuando la muñeca llega a Dresde se desilusiona, pero lo acompañaría en el carruaje, al teatro, estaría presente en el encuentro con los amigos y le serviría de modelo.

La mujer azul, de 1919, es el primer diálogo entre Kokoschka y la muñeca que él llama “mujer silenciosa”. Es un cuadro inquietante, porque hay una combinación entre marioneta y criatura viviente que no logra dilucidar; hay una vida y una muerte que contrastan con la pose antinatural. Pero el extremo se encuentra en Autorretrato con muñeca, de 1920 – 1921. La muñeca desnuda incita al sexo, pero el color es innovador en él. Hay únicas combinaciones, su curación vendría de ese color que desarrollaría en Dresde y significaría un renacimiento.

El cambio de dirección se ve por completo en El poder de la música de 1920. La música que sale de la trompeta del ángel coincide con el amarillo incandescente que incendian el verde y el rojo. Los colores irradian mucha luz, son muy puros. Trabaja con una intensidad cromática que va mucho más allá que la figura en sí, quiere transmitir la energía con el color. En este cuadro hay fuerza y debilidad, una especie de resurrección, la llamada, el despertar insostenible que te impulsa a huir: el ángel de la música y el cuerpo yaciente al costado. Con el color, la pintura exige un cambio; una nueva mirada que no mire forzosamente lo invisible, pero que enfatiza lo visible del mundo. Porque “el mensaje de los ojos es la afirmación de la vida, a pesar de todo”, como diría Kokoschka. 

En 1923 dejó Dresde y emprendió algunos viajes por Europa, el Norte de África y Oriente Medio, siguiendo el itinerario del pedagogo bohemio Jan Comenius en su libro ilustrado para niños Orbis Sensualium Pictus de 1958, que mostraba cómo el sentido de la vista es el primer fundamento del conocimiento. Un libro que Kokoschka leyó en su infancia y que influyó en toda su vida, hasta constituir la base humanista de la Escuela de la Mirada, dirigida a los jóvenes talentos que el artista fundaría en Salzburgo en 1953.

El poder de la música (1920)

El poder de la música (1920)

Diez años de vida nómade, de los que la pintura registra etapas. Todos los paisajes se funden junto con los de la infancia, poco importa el lugar. Pinta las ciudades desde lo alto del hotel con el caballete en la ventana. Nunca más miraría desde la madriguera como en la trinchera, así pintaba paisajes deformes pero ordenados con forma y color. Al igual, de vuelta, que Chaim Soutine en sus propios paisajes. A los vagabundeos voluntarios le siguió una odisea obligada por las circunstancias políticas que ocurren con la llegada del nazismo y oscurecen Europa. Con Hitler en el poder en Alemania, la producción de Kokoschka se abrió al compromiso político.

Protestó con su pintura Autorretrato del artista degenerado (1937) contra la muestra de trabajos en la exposición nazi del “arte degenerado” y la desaparición de más de 400 obras suyas: las exposiciones para ridiculizar y los secuestros son un arma del nazismo contra el arte de vanguardia. Su primer refugio es Praga, donde vive de 1934 a 1938 y conoce a Olda Palkovska, que se convertiría en su mujer. En 1938 huyó a Londres, y en años de guerra pintó muchas alegorías políticas como El huevo rojo (1941) o Anschluss – Alicia en el país de las maravillas (1942).

En Londres las condiciones económicas eran precarias, su obra estaba prohibida en Alemania. La tragedia histórica era, a su vez, personal. Debió empezar por el principio, e intentó por primera vez buscar consuelo en la naturaleza junto con la alegoría política. A la vez, en 1945 hizo colgar a su cargo, en el metro de Londres, un cartel a favor de los niños hambrientos de la guerra. Se dedicó a actividades humanistas y culturales, hizo ensayos y conferencias: la propia historia transformó al joven Kokoschka, soñador y salvaje, en un guardián de la memoria devastada de Europa.

Utilizó el mito para hacer una profunda unión entre pasado y presente. Siempre retomó el tema del conflicto entre el poder masculino y la vitalidad femenina. Utilizó el mito no como una idea de belleza, sino que el mito era solo el nombre de un conflicto eterno del que pende nuestra existencia.

Se mudó en 1953 a Villeneuve, Ginebra, junto al lago Leman. En su taller se ocupó cada vez menos del espacio y el dibujo, y liberó completamente la forma y el color. El trabajo del trazo se hizo más rápido y por lo tanto más descompuesto pero seguro, como suele suceder en la vejez de los pintores. Es una pintura figurativa, con colores encendidos y arriesgados (Tempestad en Hamburgo, de 1962, Mañana y noche, de 1966). El retrato poco a poco se vuelve una escena de la amistad y una celebración de la alegría de las relaciones humanas.

En Time, Gentleman, Please, de 1971–1972, un Kokoschka de ochenta y cinco años pinta su propia despedida. Pintar vuelve a ser como en los orígenes: la materialidad de un presagio. Kokoschka acababa de salir de una larga enfermedad, y escribió a un amigo: “Pinto otra vez, he superado el final de la vida”. Murió en 1980, y sus últimos cuadros connotan una urgencia de vida impasible.

Kokoschka declaró en una entrevista de 1967: “Para mí, pintar es encender un fuego”. Nos lleva hacia su obra pero también a su visión, que con la mirada hace arder la existencia, reafirmando que todo depende de nuestra mirada, condicionada por la historia tanto exterior como interior.