Por Gustavo Kreiman | @guskreiman
Levón tiene aura.
Aura de artista. La supo construir con aptitudes técnicas, su refinamiento estético y lucidez. La sostiene con trabajo y trayectoria. Es abonada también por muchísimos estudiantes que supieron formarse con él en la EMAD. Cuando preguntás, la mayoría de quienes fueron sus alumnos hablan de él con una sonrisa que oscila entre el respeto y la ternura.
Esa aura también es alimentada por sus excompañeros de la Comedia Nacional y por la mayoría de los colegas, directores y directoras del ambiente escénico de esta ciudad. Fue institucionalizada el año pasado, cuando desde la Intendencia de Montevideo lo reconocieron como ciudadano ilustre. Fue celebrada desde la Comedia Nacional, cuando organizaron un ciclo de múltiples actividades para agasajarlo por el reconocimiento. Se llamó “Un poco de belleza, por favor”, y asistió gran parte de la comunidad teatral.
La habita, la transmite, la transmuta. El aura también está hecha de una gran sencillez, una humildad visceral y algunas vulnerabilidades de las que nadie se escapa. Se ríe mucho de sí mismo, con pragmatismo y compasión. Oírlo hablar desde esos lugares también es una oportunidad de aprendizaje.
El aura por momentos también es un mecanismo de defensa, una herramienta para protegerse de algunos aspectos de lo social que le provocan timidez o tristeza. Cuando eso se manifiesta con honestidad, el aura sigue iridiscente. Deja entrever la mundanidad con la que Levón se mira a sí mismo. Dice que no es maestro porque conoció a verdaderos maestros y él no es uno de ellos, por ejemplo. Con esa contradicción, también enseña.
Nació en el Cerrito de la Victoria. Es hijo de armenios. Fue golero y atajaba muy bien, pero sus padres le dijeron que tenía que estudiar. Le gustaba el cine. Entró a la EMAD en el año 1971, casi que por accidente, sin saber siquiera que era una escuela con dos turnos. Le gustó, se quedó, egresó. Luego ingresó a la Comedia Nacional como actor. Fue parte de la generación que supo empezar a revolcarse por el piso. Empezó a dirigir de manera circunstancial. Fue convocado como profesor en la EMAD. Luego, lo eligieron como director de la escuela. Fue reelegido. Atravesó la pandemia, y tuvo que adaptarse a dar clases de teatro por Zoom. Dice que las nuevas generaciones son formidables por cómo cantan y cómo bailan, además de cómo actúan. Y que admira su osadía de ponerse a dirigir obras aun cuando sus maestros están vivos, que eso para su generación era mucho más difícil. Dice que el teatro puede herir, y que por eso hay que ser cuidadosos. Que la belleza siempre se encuentra cerca del dolor. Que por eso hay que ir hacia ella, pero de a poco.
Hace unos días estrenó en El Galpón la obra Inferno (2025), una adaptación de Acreedores (1889), de Johan August Strindberg. Cambió los nombres de los personajes para acercar la ficción a la biografía del autor, y está trabajando con tres actores jóvenes. Insiste en la importancia de trabajar con actores jóvenes. También insiste en que el teatro es un ejercicio de presencia: los jóvenes también son el presente, no solo el futuro.
La obra tiene funciones los sábados y domingos hasta mediados de junio, y las entradas pueden adquirirse aquí.
¿Cómo surge el proyecto de Inferno y por qué elegir un autor como Strindberg para dialogar con el público de hoy, en esta ciudad?
Surge por lo que me motiva de este tipo de dramaturgos. Por la exigencia y el desafío que nos propone a los hacedores de teatro. Se sumerge en terrenos o en mares tempestuosos que nos permite a los actores y actrices exponer nuestros sueños y pesadillas. Digo esto porque hay una frase de un director japonés, Yukio Ninagawa, que dice: “Hay que devolver el teatro a los actores”. Esto a mí me parece formidable. La obra exige a quienes la interpretan una entrega total y un dominio técnico importante. Donde la emisión, la dicción y el cuerpo juegan.
Me parece interesante que el espectador recupere también otro de sus sentidos: la escucha. No solo estimular al actor por las acciones físicas que desarrolla en escena, sino también ver de qué manera comprende y se compromete con un texto que es ríspido.
Es interesante también que quienes están comprometidos con este texto, o con las acciones, son estos tres jóvenes actores. Para mí son muy jóvenes los tres, dos de ellos son de la propia institución El Galpón. Rodrigo Tomé y Camila Cayota. Marcelo Pagani surge de la escuela de la EMAD, lo conocí porque fue estudiante cuando yo era docente. Me pareció interesante esa exigencia para que el texto fuera comprometido y transmitido. La versión se dirige a que queden claros los conceptos y hasta las contradicciones. A centrarnos casi en los momentos esenciales, donde no aparece la descripción, porque es un momento donde el naturalismo está presente en la obra de Strindberg.
Hay que trabajar con jóvenes. Hay que sustentar esa columna vertebral, porque ellos tienen en sus manos el futuro, la responsabilidad y el privilegio.
¿Cómo fue el proceso creativo desde la adaptación y por qué decidiste cruzarlo con otros materiales biográficos? ¿Por qué la decisión de puesta en escena de llevar la acción a un plano más onírico, simbólico y no tan propio del naturalismo?
Me pareció importante ingresar en la cabeza del toro. Eso me permitió volar con este autor, que se daba contra todas las paredes. Me parecía interesante tomar datos biográficos. Los personajes en la obra original tienen otros nombres, pero me pareció interesante poner Siri Von Essen, que era su primera mujer, Johan, que es su primer nombre, y el siguiente, August. Me parecía interesante que todo ocurriera en su cabeza.
Siempre son propósitos. Uno en el teatro sueña, propone, y después las acciones, la propia vida de los intérpretes, o la necesaria discusión que tenemos en los ensayos —necesaria, indispensable discusión—, te va llevando a algún lugar. Lo que me parecía aún más interesante era ver de qué manera uno tiene sus propias contradicciones.
El propósito sí era escapar del naturalismo, y más aún del costumbrismo. Y exigir, por principios que nos propusimos, momentos de quietud, de movimiento, y los silencios. Hay momentos en los que me parece interesante seguir investigando: cuando los intérpretes quedan suspendidos en silencio, y no sé de dónde sacan un grito para decir: “No puedo más”. Esto me pareció fundamental, jugar desde ese lugar de exposición del alma. Y también desde un cierto voyeurismo que la obra tiene. Mientras la segunda escena se desarrolla, hay alguien que está escuchando lo que sucede. Y mientras ocurre la tercera, su segundo marido escucha lo que sucede. El espectador también es un voyeur.
¿Desde qué parte del cuerpo les sugeriste a los intérpretes que conectaran con el texto?
Yo creo que en el teatro existo, y luego pienso. Y el existir compromete el cuerpo. El cuerpo provoca emociones internas y turbulencias internas. Uno puede hacer el ejercicio: si yo hago un movimiento, algo provoca en mí. El cuerpo y la presencia, el presente, estar en el presente. No es otra cosa.
Y eso también tiene que ver con recuperar el auditorio, que la gente escuche. Se comprometa o no, discuta o no, rechace o no. Pero que se le dé lo que sucede claramente, sin subterfugios o camuflajes. Todo ocurre allí. No hay un apagón para que se modifique el espacio. No rompen la acción, sino que dentro de la propia acción, el espacio se modifica. Todo surgió de los juegos, claro. Y primero de la disposición.
Un director lo que hace es lanzar tres o cuatro ideas, y como yo siempre estoy más del lado del actor que del director, siento que sugiero lo que me gustaría hacer a mí si estuviera allí. Lanzar, fracasar en un ensayo, ¿qué más queremos? Jugar. Y entonces surgió ese juego físico. El cuerpo es importante para ser visible o invisible, como dicen los maestros. Partimos del cuerpo, de la voz.

Fotos: Javier Noceti
Dirigiste más de diez obras. ¿Cómo fue cambiando tu percepción de la dirección? ¿Qué es dirigir para vos hoy?
De la misma manera que entré en la EMAD en 1971, que todavía no sé cómo entré. El tema de la dirección surgió primero por una proposición de Jaime Gávez, en 1986, que no prosperó. Pero trabajamos, y luego la enfermedad del protagonista impidió que se pusiera en escena. Era Romance de lobos (1908), de Valle-Inclán. Luego hubo otra dirección. Héctor Manuel Vidal me propuso hacer Lástima que seas una perdida (1959), de John Ford.
Lo asumo como un juego. Puedo decir, con toda vanidad, que yo me siento más profesor que director. Y digo esto porque, de alguna manera, en la escuela fui vertebrando una visión diferente.
Yo entré en la Escuela de Arte Dramático como profesor de expresión corporal en el arte escénico. Cuando Eduardo Schinca se jubiló, me llamó Carlos Manuel Varela para decirme: “Tenés que ocuparte del Siglo de Oro español”. Y así fue cómo empecé a desarrollar una visión de este lado. Cuando digo “profesor” no lo digo desde un lugar de superioridad, sino en el sentido de que me gusta investigar. Pienso en el resultado, pero el propósito no es el resultado. Siempre me digo y les digo a los estudiantes: “Estamos trabajando para la próxima obra, así que acá podemos caernos, rompernos el alma, vendrá otra”. Yo sigo esperando que me convoquen a hacer Hamlet (1623). Estoy preparándome para eso.
¿Cómo fue tu acercamiento al teatro en la infancia? ¿Cuál dirías que es la primera herramienta técnica que advertiste o adquiriste para actuar?
No iba al teatro, fui por primera vez en 1970. Iba mucho al cine, y luego me gustaba seguir imaginando, y hasta escribía argumentos de lo que yo veía.
Pero escribía como me salía, yo no soy dramaturgo. De hecho, para esta obra tampoco es que hice un trabajo de dramaturgia, simplemente cambié los nombres y punto. Hice cómplices a Rimbaud y a Bataille, en el programa les agradezco porque hay momentos donde puse a estos dos poetas malditos.
Recuerdo una película llamada Quo Vadis (1951). Me gustaba mucho ese cine tipo de circo romano, o Los diez mandamientos (1956). Todas esas obras donde los mitos aparecen. Eso fue lo que me atrajo. Incluso hoy los mitos me atraen mucho. Mi libro favorito es Las metamorfosis (8 d.C.) de Ovidio, porque aparecen en toda la mitología y en las transformaciones.
Entré en la EMAD y ni siquiera sabía que había dos turnos. En mi casa nunca supieron que estaba haciendo una escuela de arte dramático hasta que egresé. No pregunté si les gustaba o no lo que hacía, por cobardía o por precaución, no sé. Pero hacía la escuela y jugaba al fútbol.
Eras golero. ¿Atajabas bien?
Era formidable, atajaba muy bien. Hasta le escribí a Lev Yashin, el golero de la Unión Soviética de esa época. Le mandé una carta a varias direcciones, nunca me respondió. Pero me gustaba mucho como atajaba y me hubiera encantado escribirnos. En mi casa me dijeron: “No, tenés que estudiar, no podés atajar solamente”. Mi padre estaba encantado, mi madre no. Eran inmigrantes, venían de Armenia, entonces tenían esa pretensión de tener el hijo doctor y todo ese tipo de cosas. Fue por casualidad entonces que vi el anuncio de la EMAD y entré, como te digo, casi accidentalmente.
¿Podrías establecer algún paralelismo entre atajar y actuar?
Sí, largarme en paloma, no pensar. Lo físico siempre. Me atrae todo lo que sea físico y lo que es el espectáculo, y en el fútbol esas dos cosas van juntas. Eso me gustaba.
Antes iba al estadio. Ya no puedo ir más porque ahora hay mucha violencia y me aturde un poco, hasta me inhibe. Pero en el estadio, ver el espacio me atraía mucho, y los goleros particularmente. Mi ídolo era Roberto Sosa.
Pararse frente al goleador que viene a patear requiere una concentración y un aplomo físico que puede tener su vínculo con la presencia escénica.
Peter Handke lo menciona en esa novela maravillosa, El miedo del portero ante el penal (1970). Creo que sí, que tiene esa cosa del desafío. “Tiren, tiren que aquí estoy”, hay que poder pararse de esa forma. Y tiene que ver con la actuación, sí.
Además el fútbol es un juego que tiene reglas. Eso me parece interesante y encuentro cosas en común. Siempre siento que es un desafío el teatro que es presente, que tiene que ver con el presente puro de estar ahí. A veces nos olvidamos, y es importante recobrar eso.
Presente. Ocurre ahora. Es difícil de explicar, es necesario estar presente. Cultivar con la actuación ese ejercicio de presencia también en el espectador. Si uno no está en el presente, se vuelve relator o comentarista de su propia práctica. Para actuar tenés que estar presente como está el golero frente al penal.
Por eso vuelvo a decir que es importante recobrar el auditorio. Venimos a escuchar teatro, a ver, a estar presentes. Ahora la imagen cuenta y cuenta mucho el cine, la televisión. Aún más con el celular, uno está todo el tiempo mirando imágenes. Yo no tengo celular, pero veo a la gente metida ahí, hablando todo el tiempo, no sé con quién. Lo que te puedo asegurar es que no están acá.
En el teatro todo es acá, y eso a mí me parece bello. Me gusta que todo ocurra acá, hasta ingenuamente. Recuperar esa inocencia también, eso de creer en el cuento que te están contando. Creer en la ilusión. Porque el público que viene, viene para creer. Para creer en este equipo que está en escena como en el equipo que sale a la cancha.

Fotos: Javier Noceti
¿Cuál es el vínculo que encontrás entre la poesía y el teatro, desde esta perspectiva de la presencia?
Ayer estaba leyendo a Vallejo, que es arduo e impenetrable con los juegos y los verbos. Creo que hay un prólogo de Los heraldos negros (1919) donde dice: “El que pueda entender que entienda”. Es fatal. La poesía me parece formidable.
Te hablaba de Rimbaud porque la poesía es un ejercicio de presente. Federico García Lorca, en una de sus conferencias más importantes, también habla del presente. Todo es presente. Cuando Lorca habla del duende, de la musa y el ángel, se está refiriendo a la presencia del poeta en el acto creativo, y eso también es para el actor. La poesía es presente, no importa cuándo se haya escrito. Para mí el verdadero sentido de la poesía es la presencia. Y por eso, el teatro es poesía.
Yo vi de qué manera antes se declamaba y se dibujaba la poesía, y se reforzaba con las manos. Juan Ramón Jiménez reza un verso divino: “No lo toques más que ya es la rosa”. Eso me lo digo todo el tiempo, porque yo a la rosa le pongo espinas, hojitas, tierra. Soy un poco sobreactuado. Y a la rosa no hay que tocarla, porque ya es la rosa.
¿Cómo se le pone el cuerpo a la poesía para no ilustrarla, para no volverla solemne, y que pueda seguir teniendo esa carga de misterio?
Levantando las imágenes. Pienso por ejemplo en Juana de Ibarbourou. Uno se pregunta de qué manera decirlo para que no sea obvio. O el famoso poema de Delmira Agustini, "Lo inefable" (1910): “Yo muero extrañamente…”. Son abismos. Encontrar el abismo de esas personas es el desafío. Son dos poetas nuestras de vida complicada, de vida azarosa, hay que enfrentarse a su abismo. Nunca se le puede poner el cuerpo desde lo ilustrativo a la poesía, se hace desde la vivencia. Hay que ponerse en un lugar, la identificación tiene que ver con eso.
¿Te parece que se aborda de la misma manera la poesía más contemporánea, que a veces es más cotidiana o llana?
Para mí el procedimiento es exactamente igual, y la poesía tiene el mismo valor. Te hablaba también de César Vallejo o de Peri Rossi. O de Amanda Berenguer. Claro, los poetas más contemporáneos ya trascendieron la estructura del verso, de la rigidez en composición del verso, las estrofas, los sílabos y de las rimas asonantes o consonantes. Y van a otro lugar, a la síntesis.
¿Cuál es la rima en este verso que decía de dos palabritas? No, no la hay. Pero hay algo interno que te toca. Y lo interesante es que quizá no te toca hoy, pero lo descubrís en la rosa.
Siento que estamos perdiendo la capacidad de imaginar. Nos lo dan todo resuelto, y eso me parece preocupante. ¿De qué manera damos señales para imaginar, para comprometer la imaginación del espectador?
Los niños ya no juegan. Yo jugaba entonces, nos poníamos un pañuelo y éramos piratas. Jugábamos a los ladrones y los policías y era increíble. Imaginar, imaginar, imaginar. El teatro es eso, es el mundo de la imaginación, de lo inasible. También de lo concreto. Pero en el periodo de ensayo, que es el que más me gusta, o de investigación, está el juego. Y la posibilidad de ver esas formas expresivas.
Todo el tiempo tenemos que ir a los poetas para ver cómo lo hacen. Von Kleist dice: “La única manera de entrar al paraíso es por la puerta de atrás”. La poesía es una manera de entrar por la puerta de atrás a lo que puede ser el paraíso de lo teatral, en el mejor de los casos.
Sos maestro y has sido referente de muchas generaciones de actores. ¿Cómo te llevás con el hecho de ser un referente? ¿Sentís que con el tiempo se ha ido modificando tu manera de enseñar a actuar?
Yo que conocí verdaderos maestros, te digo que maestro no soy. Yo los conocí, por suerte, y teníamos esa relación que yo abogo, de cierta distancia. En la escuela lo decía, la identidad del profesor es del profesor, y la del estudiante, del estudiante. Me parece importante sostener esas identidades, esa cierta distancia que nos permite mirar y nos permite exigir.
Los jóvenes, los que entran con una vocación y sus sueños, marcan de alguna manera la clase. Yo puedo organizarla, preparar momentos de una clase, pero no sé cómo van a venir. No lo sé, mucho menos ahora. Uno va elaborando su pedagogía con base en la interrelación. Hay que estar muy atento a esto. Porque los estudiantes que entran a la escuela por primera vez, ese enamoramiento que existe en lo colectivo, luego empieza a ser visto de otra manera. Porque se convive durante cuatro años, y los sueños se concretan o no. Uno muestra su entrega, aparece la vocación. Aparece todo. Entonces hay que ser muy cuidadoso con cómo se dan las relaciones.
Siento que en nuestra Escuela de Arte Dramático lo colectivo es aún más importante hoy de lo que era. Hablo de la EMAD porque no conozco otra escuela. Le debo todo a la EMAD. Y creo que los estudiantes reciben elementos con la EMAD que son muy importantes, que enriquecen su formación y también acompañan en estos momentos difíciles de los jóvenes, a los que se les exige un resultado todo el tiempo. Creo que cuando yo era joven no me exigían tantos resultados.
A mí me tocó vivir, como a todos, situaciones terribles con el tema de la peste. En el 2020 ingresaba a la EMAD y tomaba el cargo de dirección de la escuela por segunda vez. Una semana después, empezó: dar clases por Zoom. Yo detesto Zoom, no sé qué hacer con los aparatos. Fue terrible, y para los estudiantes aún más. Estar en casa. Chicos que entraron enamorados de ese lugar. Se vieron una semana, y a la semana siguiente se veían por una pantalla. No se conocían. ¿Cómo trabajar lo colectivo desde ese lugar? ¿Cómo trabajar la parte física? Eso es mérito de los profesores, porque la verdad es que se esforzaron mucho para lograr la continuidad. Para explorar de alguna manera lo vocal, el cuerpo. No eran menos difíciles las clases teóricas, pero de alguna manera eran más llevaderas. Pero yo estaba ensayando o trabajando con los chicos y de repente pasaba la abuela por el living, o el perrito o el gatito que se sumaba.
Lo más importante en la educación artística es tener la atención en que uno está progresando. Eso lo dice Simone Weil en otro libro maravilloso, A la espera de Dios (1949). En un momento ella dice: “Lo más importante para los estudiantes no es saber que 2 más 2 son 4, sino la atención que ponen para que 2 más 2 sea 4”. A mí eso de la atención me conmueve, porque yo soy muy disperso.
Lo que intentamos trabajar con los chicos en ese momento era la atención. Y de alguna manera uno va elaborando con ellos el clima de las clases. Con la peste se modificó completamente.
Pero también hay otras cosas que son muy diferentes ahora que cuando empecé. Las dificultades en la interrelación. El cuidado que hay que tener en el contacto, y también en el no contacto. Cómo me miró, qué me dijo, qué quiso decirme. Ese estado de erizamiento es difícil. Cuando se está trabajando con cuerpos se está trabajando con el abrazo, hasta con la caricia. Hay textos que piden caricia, y hay textos que piden violencia. Es muy delicado porque estás trabajando con cuerpos, y creo que eso también lo advertimos de otra manera en este momento.

Fotos: Javier Noceti
¿Cómo renovás tu amor por la docencia desde estas nuevas categorías e implicancias necesarias para el trabajo con los cuerpos?
Creo que tiene que ver con la vocación. La vocación es un milagro que hace cada uno cada día. Cada día tenés que hacer esto. Y hay algo que es fundamental, que es la capacidad de asombro y de rigor que tiene que tener un estudiante de teatro. Porque sí, es una disciplina de la puntualidad, de la regularidad. Ese es el rigor. Pero hay otro rigor más importante todavía: el rigor con uno mismo y con la capacidad de asombro.
Yo imagino a los bailarines con la barra haciendo los mismos movimientos una y otra vez. ¿No se preguntan si tienen que hacer el plié toda la vida? De la misma manera, en la actuación, toda la vida tenés que trabajar la dicción, la emisión, el cuerpo. Uno vive con eso en el teatro. A veces como espectador miro ciertas cosas con distancia, y para mí tiene que ver con que no hubo un rigor en eso, en cada intérprete consigo mismo y en su capacidad de asombro. Para mí es necesario. Me parece, entonces, que pueden aparecer nuevas categorías e implicancias que es necesario atender, pero es en ese rigor del que te hablo desde donde yo encuentro la vocación y el amor por enseñar.
Me gustaría compartirte algunas frases que los estudiantes reconocen como históricas tuyas, para que puedas desarrollarlas en esta entrevista. ¿Qué me dirías de “el intérprete vive en el silencio”?
Esa frase es necesaria. Supongamos que en el texto que yo tengo que decir como actor, tengo dos preguntas: “¿Quién fue?” y “¿Por qué no entró?”, por ejemplo. Hay que decir “¿Quién fue?” y hay que esperar la respuesta. Y en ese silencio, uno ve de qué manera vive. Luego podés decir: “¿Por qué no entró?”, y también necesitás esperar la respuesta y habitar ese silencio.
Otra cosa que sucede, por ejemplo: acaban de matar a Egisto. Ocurre adentro, porque no se puede mostrar, pero el actor viene con esa carga violenta de que acaban de matarlo. Lo dice, puede hacerlo bien incluso. Pero luego se va, y no se va como el personaje que acaba de matar a alguien, sino como el actor. ¿Hasta dónde se vive el silencio para salir? ¿Cómo sostenerse en ese silencio después de que ha hablado? Con las contraescenas sucede lo mismo. ¿Cómo accionar sin llamar la atención por encima del foco, de la escena primaria? ¿Cómo escucha el intérprete? ¿Cómo vive esa contraescena? A mí, como actor, me encanta estar en el medio del silencio y ver qué se transmite.
¿Cómo vivir en el silencio? Eso es interpretar. Y es difícil, justamente, porque uno como actor está permanentemente haciendo cosas. Pero por eso, lo fundamental es escuchar. A eso me obligo todo el tiempo. Los mejores directores que he tenido son los que me han dicho: “Escuchá”. Pero es un ejercicio diario, hay gente que escucha de maravilla. Yo todo el tiempo me lo recuerdo: “Escuchá, escuchá”. ¿Cómo escucho? ¿Cómo sostengo?
El otro también vive de la mirada del otro. ¿Cómo sostener o cómo incidir para que el otro pregunte? ¿Por qué le hice lo que le hice? ¿Cómo lo recibió? Como compañero tengo que hacer algo para estimular lo que ocurre. Y a veces, hacer algo tiene que ver con escuchar con sensibilidad, más que con llenar de acciones o de palabras.
Otra frase que has repetido mucho es: “Estamos trabajando en herramientas que florecerán en el futuro próximo”.
Me lo digo a mí mismo para recordármelo: “Vive en el silencio, recuerda que vives en el silencio, no solo lo digas”. Uno como profesor se dice a sí mismo cosas que ha escuchado.
Esa frase tiene que ver con tomar conciencia del proceso y no del resultado. Es decir, tomar conciencia de que estamos trabajando. De que no es lo último que vamos a hacer.
Se dice que también repetías: “Al teatro solo se falta con certificado de defunción”. ¿Cómo ves esa frase hoy en día?
Eso lo decía Margarita Xirgu, y yo no la conocí. Murió en 1969 y siempre decía eso, que uno no debe faltar. También se la escuché a otros maestros, que se vinculaban conmigo como estudiante desde el rigor y la distancia. Yo lo sigo haciendo. Pero siempre pensé que el certificado de defunción no era del que venía, sino por el que quedaba en un cajón. Lo pensaba por si se moría un ser querido.
Pero es una frase, es una forma de decir. Para mí lo más importante en el teatro es la salud, y eso lo repito siempre. Hay cosas que son imponderables y esto es un juego, un juego de ficción. A la salud hay que cuidarla. Lo que sí me parece que es necesario considerar es la responsabilidad que uno asume. Por ejemplo, estar en la Comedia Nacional es un privilegio enorme y también una gran responsabilidad. Te sostiene un sueldo muy importante. Tenés que estar a la altura de esa responsabilidad.
Es distinto con actores que tienen que trabajar de otra cosa para poder hacer una obra. ¿Cómo no vas a comprender eso? Los estudiantes ahora también tienen hijos, tienen familia. La situación cambia. Hay cosas que antes eran impensadas, pero que hoy son diferentes. Hay situaciones de vida en las que se trabaja, y si faltás al trabajo te echan. ¿Qué se le va a hacer? Entonces tenés que estar. Hay cosas que se escapan. Hay que privilegiar a la familia, a la salud, a los hijos.
Yo el rigor lo tengo conmigo, cada uno hace su propia vida. La capacidad de asombro, el rigor artístico y el cuidado de sí mismo para el progreso de sí mismo. Yo lo entiendo así para mí. Pero es cierto que hay situaciones muy distintas y condiciones de vida y de trabajo muy diferentes, que también hay que saber considerar.
También solías repetir: “No sean solemnes. Yo soy solemne y es una peste”.
Soy solemne, y es lo peor que puede haber. Acabo de ser solemne para decirlo. ¿Qué es la solemnidad? Esto. Esta cosa de estructura que tengo. Me tienen que decir de todo, y con razón. Y ahí aparece Margarita Musto y se ensaña conmigo. Yo tengo cierto envaramiento y una forma de hablar que es rara. Dibujo mucho las palabras y canto. Uno debería sorprenderse, no estar tan atado a sus propias estructuras. Quizá son defensas. Lucho con eso.
Otra frase con la que se te asocia mucho es: “El camino más recto nunca es el camino más bello”. El homenaje que te hicieron el año pasado se llamó “Un poco de belleza, por favor”. Gabriel Calderón dice que pedís un poco, porque demasiada puede empalagar. ¿Cómo es tu vínculo con la belleza?
Sí, un poco. Todo es un poquito. Tampoco la belleza es todo. También nos une el espanto, como dice Borges. Hay un poema de William Blake que habla sobre la rosa, y dice: “Oh Rosa, el mundo está enfermo”, y luego sigue: “Oh Rosa, tu belleza va a morir. El invisible gusano que vuela en el aire hará nido en tu seno. Y lo que halló cuna lo transforma en tumba”. No sé si es la traducción exacta, pero así lo recuerdo.
Es eso. La belleza y también la contrapartida. La belleza y el dolor. Porque todo es muy efímero, cosa que me encanta. El arte es efímero, el teatro es efímero. Porque la búsqueda de un hombre cansa y enferma a veces. Yo he visto gente lesionada, el teatro puede lesionar.

Fotos: Javier Noceti
¿Por qué crees que nos hiere el teatro?
Primero, por esa sensibilidad particular que te recuerda que todos los días venís a decir los mismos textos, a encontrarte con situaciones. Y también con sueños que no se cumplen. Todavía no me hirió, pero yo siempre les hago esta misma broma: “Tengo en mi bolsillo lo que voy a decir cuando reciba el Óscar”. Eso en algún momento me va a herir.
Todos tenemos sueños. Yo egresé de la escuela con la idea de ganar una beca en Londres. Dos veces la perdí. Una vez al egresar, porque mi inglés no era lo suficientemente fluido. Y la siguiente, también. No me hirió irreversiblemente, pero ese es un sueño que no se me dio.
Hiere porque somos más delicados de lo que creemos, y una mirada oblicua puede lastimarnos muchísimo. Como un juicio de valor. No hablo de los críticos, eso es otra cosa. Pero la pregunta sobre si te gusta lo que hacés te enfrenta a terrenos muy delicados.
Por eso yo les digo a los estudiantes que si alguien tiene que juzgar aquí, ese soy yo, porque soy el docente. Que no se evalúen entre ellos, porque uno ejercita esa mirada siendo maestro. Ejercitás el rigor, pero también el cuidado. Y a veces también te equivocás, porque trabajar con la sensibilidad de otro es tremendo. Oscar Wilde dice: “Donde hay dolor es mejor no tocar”. Y yo creo que hay dos aptitudes que uno debe tener o cultivar en el teatro. El oído musical y el humor. Porque si no, ¿cómo se vive?
En otras entrevistas has dicho que te reconocés como la generación intermedia de la Comedia Nacional. Que había algo antes y que hay algo después de vos.
Entramos por concurso a la Comedia. Y claro, la Comedia, en ese momento, era sobre todo la Comedia de Las Voces. La voz de Candeau, la voz de Guarnero, la voz de Estela Medina. La presencia y la voz. El cuerpo estaba, pero lo importante eran las voces, porque venían del radioteatro. Resonaban en todo el Solís, no se precisaba micrófono. Todo era voces y presencia.
Y nosotros, cuando entramos, fuimos la generación donde el actor se revolcaba. Enrique Guarnero era uno de esos actores que tenían un magnetismo muy particular. Era una generación muy especial de actores, fueron los fundadores. Era muy cómico. Recuerdo que lo último que me dijo fue: “Levón, usted, con su dominio corporal, ¿no puede hacer algo para que deje de llover?”
¿Y qué sería lo que vino después de ustedes? ¿Cuál sería la nueva escuela en actuación? ¿En qué te parece que están trabajando los estudiantes de hoy?
Para mí la escuela es todo. Más aún que la Comedia, a quien también le debo, pero la escuela es todo. Vivíamos desde la mañana hasta la noche en la escuela, doble turno.
Pero claro, ahora las generaciones cambian, ahora bailan. Antes no se bailaba, o se bailaba, pero no tanto. Ahora los estudiantes cantan, bailan, tienen un dominio corporal y vocal que es formidable. No sé si no empezó a suceder después de la película Fama (1980). No lo sé, no estoy seguro. Pero me parece que hubo un quiebre en la relación con lo musical y lo coreográfico.
Me parece interesante que los intérpretes trabajen la individuación, su identidad, más allá de que sueñen con ser otro. Siempre soñamos con ser otro, pero no podemos olvidarnos de las características que nos identifican.
¿Sentís que te quedás atrás de algo con el paso del tiempo? ¿Te cuesta llegar a algún lado con la aceleración del tiempo actual?
Soy tan vanidoso que creo que nunca me lo había preguntado, pero claro que hay cosas que se me escapan. Y está bien. Hay cosas que tienen que seguir creciendo y desarrollándose.
Las violencias que hay hoy yo no sé cómo las traduciría en escena. Reconozco que las viví, pero hoy se ha llegado a extremos de violencia y exposición de esa violencia que no sé cómo la atravesaría siendo joven. ¿Cómo vivir eso? Es muy difícil.
Creo que los jóvenes están teniendo herramientas y armas para proyectarse, porque el desafío es mucho más complejo y la respuesta la tienen ellos. Yo sigo teniendo otros tiempos, pero el tiempo de los jóvenes de hoy es hoy. Debe ser angustiante para ellos. No puedo dejar de pensar en los padres, pero no por sentimentalismo, sino porque están en la mejor edad en un oficio difícil.
Nunca me había puesto a pensar en esto, pero ahora, hablando, creo que las violencias que se viven hoy son muy difíciles. Antes había otras, pero también había otra protección. La familia era una protección. Ahora son otros los objetivos, otras las urgencias. Se vive de otra manera, y lo económico cuesta mucho.
¿Hacia dónde se orienta tu deseo en el presente? ¿Tenés ganas de seguir actuando?
Vamos a empezar a ensayar una obra dentro de poco, donde yo actúo. Tengo mucho que mejorar sobre el decir y el hacer. Mucho para no ilustrar. Mucho de no dejarme seducir por la mera forma.
Ian McKellen estrenó Hamlet con 90 años, así que yo creo que puedo. Ojalá me den el papel alguna vez.
Cada obra es un desafío porque las exigencias de los directores se renuevan. Por eso me parece interesante la posibilidad de jóvenes que dirijan, y más interesante aún me parece algo que Gabriel Calderón hizo en la Comedia Nacional: traer directores de afuera para exigirnos y ver qué podíamos hacer. Hay cosas que me parecen interesantes porque así creció esto. Mezclándonos.
Yo sé que quizás este país no es una plaza muy apetecible económicamente. Pero que vengan y trabajen, porque estoy seguro de que pueden encontrar respuestas interesantes. Hay una vertebración en nuestros intérpretes que seduce y que atrae. No estamos tan lejos, pero en la exigencia crecemos.
Voy a trabajar una obra donde la exigencia es distinta y estoy desafiado. Donde más que el hacer, es el ser. No sé si lo alcanzaré, pero siempre lo tomo como un desafío.
Soy consciente de qué cosas no puedo. Tomé conciencia de esas limitaciones. George Braque dice que la conciencia de las limitaciones alienta al poder creador y crea un estilo. Y yo soy consciente de las mías. Hay personajes que los veo tan lejanos… muchos. Si pienso en Boda de Sangre (1931), el personaje de Leonardo, no sabría cómo hacerlo. Tengo mucho para trabajar.
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