Por Jimena Bulgarelli | @jimebulgarelli
La primera vez que vi una foto de Lhasa ella estaba sonriendo, pensé en que era una de las sonrisas más genuinas que haya visto, y la primera vez que escuché su voz se me entumeció un poco el cuerpo. Su sonrisa acerca la distancia que el mundo sombrío y dramático de su música impone. La coloco en mi altar, junto con Sibylle Baier y Karen Dalton, sin año nuevo y fin del mundo, en la cúspide del estremecimiento, a tres lenguas, como un ángel polvoriento.
Tenía 37 años cuando murió a causa de un cáncer de mama, en el día de Año Nuevo, 2010 en Montreal. Su vida fue un constante en el camino. Hija de padre mexicano y madre americana, nació un 27 de setiembre de 1972, sus padres la llamaron Lhasa por la atracción que tenían hacia la filosofía oriental, y por la idea de inmortalidad del alma del budismo tibetano. Lhasa creía que la muerte no era el fin, como demuestra en sus canciones “Soon This Space Will Be Too Small” y “I´m Going In”.
Creció recorriendo carreteras, subida a un ómnibus escolar, atravesando los alrededores del lugar natal de los padres, como una disputa entre culturas que terminó por convertirse en su canto, estremecedoramente triste y esperanzador. Fue educada en casa —en autobús—, aprendió de los libros, de la música y la actividad artística de sus padres, su padre escritor, y su madre actriz y fotógrafa. Convivían seis personas, sus dos padres y sus tres hermanas, y tres gatos, un loro, dos tortugas, y un perro. Sin agua corriente ni luz eléctrica, con una banda sonora que comprende a Nico, Cohen, Violeta Parra, Chavela Vargas, Billie Holiday, Tom Waits, Bob Dylan, Bjork, Amalia Rodrigues, Maria Callas, Atahualpa Yupanqui, y Marianne Faithfull entre otros; hasta que a los 13 años se radica en San Francisco.
Siguió indagando en la música, y descubrió que le gustaba mucho el pop, como Radiohead. Su infancia vívida delinea su canto, como su necesidad de cruzar la frontera y no mirar atrás. Hilvana en su obra culturas de una manera que siempre estuvo ligada con la vida nómade de su niñez. Así como Bolaño, que no era chileno ni mexicano ni europeo, Lhasa no se sentía ni mexicana ni americana, ni nada, por eso tuvo que encontrar su propio camino.
Sus tres álbumes, La Llorona (1997), The Living Road (2003) y Lhasa (2009), están llenos de sueños, esperanzas, tristezas, poesía y melancolía. De una cotidianeidad alimentada por un cariño tierno de mujer, que ama de manera maternal. Deja pasar seis años entre cada uno de los álbumes, alimentándolos con experiencias traslucidas. Tenía la necesidad de alejarse de su vida de cantante, ver a su familia, vivir cosas personales y humanas.
Se basó en la ranchera mexicana, y en la chanson francesa, como en la canción árabe. Añadió toques del góspel y del country, formando así un estilo único, incomparable, pero extremadamente reminiscente, que busca hondo en nosotros para que susciten bellos recuerdos de rituales esparcidos, o esperanzas que nos elevan para agarrar la vara y cruzar el desierto. Su tristeza melancólica es inquietantemente esperanzadora. Se la ha comparado con Edith Piaf y Tom Waits, porque en todas partes hay cantantes que entonan canciones tristes, desde el lamento francés hasta el blues estadounidense.
Parece haber una certeza oculta en sus imágenes surrealistas, que inquietan con melodías abruptas pero tiernas, evocándonos sus viajes ocultos por ramajes de romero y humaredas. Sus letras turbadoras, descienden íntegras, sin pérdidas, amalgamándose la imaginación y el sueño con la realidad para descubrir nuevos lugares oscuros que nos dejan en el desasosiego del miedo. Sus canciones encantan el camino, la fogata primaria se hace presente, y no dudas en reconocerla, como si estuviera durmiendo esa melodía dentro de uno hace ya mucho tiempo. La vida, dijo Lhasa, es un camino de constante cambio y, al estar en ella, tú cambias también.
En el 92, con 19 años, se muda a Montreal y conoce al músico Yves Desrosiers, con quién desarrolla su primer disco, La Llorona, nombre que representa la figura femenina de la mitología azteca que seducía a los hombres con su canto de sirena para luego maltratarlos. Su carrera comenzó en bares oscuros como Le Quai des Brumes o Les Bobards, lugares ruidosos, en los que cantaba con las manos en los bolsillos y los ojos cerrados, para un público que bebía y hablaba. Como un mito antiguo, se difundió en el boca a boca, como pajarillos asustados, sin saber qué hacer con tanta verdad.
Cantaba, y canta por quienes la recordamos, con el dolor propio de un bolero. “He venido al desierto para reírme de tu amor. Que el desierto es más tierno y la espina besa mejor. He venido a este centro de la nada pa gritar”, cantaba Lhasa de Sela en “El Desierto”, canción de La Llorona, su disco debut que mezcla la canción mexicana con blues, folk sureño, la chanson, y quizá, cierta estética pop rock alternativa. Para ella este disco “es la evidencia de un camino a casa”. Hay 4 canciones tradicionales.

No son todas canciones propias, hay siete composiciones y dos canciones de Perú, una canción de Argentina y una canción de España. Se ha considerado a este conjunto de canciones como un exótico accidente. Están llenas de inteligente humor, de ironía, de un romanticismo gótico a lo Brontë, son directas y apasionadas.
En este primer disco su padre fue una inspiración, la alimentaba enviándole libros. Si se sentía bloqueada, lo llamaba y le leía poemas. En los conciertos prefería decir, “mi papá me ha dicho tal cosa”, en lugar de decir directamente que lo pensaba ella, haciéndolo más ligero, sin ser discurso, sino una especie de cuento. Al igual que su segundo disco, las portadas las ha pintado ella, pintar es una actividad que siempre mantuvo, al igual que leer, estudiar y escribir exclusivamente para ella. Durante una entrevista que concedió a Efe en 1999, Lhasa dijo: "Cada frase que logro escribir en español me parece que es un milagro. La cosa más sencilla me parece tan poética. Siempre siento asombro con esta lengua".
Gracias a este álbum ganó varios premios y el reconocimiento del mercado francófono, a pesar de cantar enteramente en español.
Sintió el peligro de perderse, de no poder escuchar su voz interior, y tras la extensa gira de su primer disco, Lhasa decide mudarse a Francia para unirse al teatro-circo manejado por sus tres hermanas, “Pocheros”. Actuó de payaso, otras de acróbata, funambulista o contorsionista. Comenzaron a viajar por Europa, y no perdió oportunidad de alimentarse de las influencias eurocéntricas, cíngaras, gitanas y mediterráneas, para tomarse cuatro años, volver a sentirse libre, independiente, sentir que tiene cosas para decir sencillas y humanas. Hizo un ejercicio de dignidad humana para no sentirse como un animal de circo que ya no sabe lo que está haciendo.
Pasados seis años de su primer álbum, crea el segundo: The Living Road. Añade nuevos instrumentos, como marimbas, acordeones y trompetas, logrando un ritual sensual. En este disco cantó las doce canciones que lo componen, en español, francés e inglés. Es la bitácora de sus viajes. “Sur la marée haute je suis monté, la tête est pleine mais le coeur n’a pas assez”, canta de Sela, y nos pinta mareas inquietas y caminos infinitos, nos habla del tiempo, de la espera y del lenguaje. En este álbum nos lleva de una dulce y femenina ranchera a un góspel, o a un triste e intenso blues a una canción de cuna, en diferentes lenguajes pero con la misma convicción.
En el 2004, durante un gira de "The Living Road", contó: "Yo no soy quién decide en qué idioma voy a cantar una canción, lo mismo que una madre no decide si va a tener un niño o una niña. Son las propias canciones las que antes de nacer ya saben cuál es su idioma".
La canción “Abro la Ventana”, la vio como una canción retratada por un pintor que se llama Edward Hopper, que pintaba un cuarto vacío con el sol entrando y cosas en donde parecía haber mucha soledad, pero a la vez mucha luz. Veía esa canción como un sentimiento de profunda soledad, una soledad muy fuerte pero con muchísimo resplandor. Les decía a los productores de este segundo disco, que tenían que sentir el viento y la claridad, porque ellos no comprendían el español, y tenían que saber de qué se trataba la canción y las imágenes que quería que su música evocara.
Lhasa, en una entrevista, confiesa ser muy visual, cerrar los ojos durante las grabaciones y ver colores que luego intentaba explicar a quienes trabajaban con ella. “Small Song” la escribió en quince minutos, cree que contiene mucho humor, y habla de alguien que quiere hablar, pero tiene miedo o sentimiento de culpa a la hora de tomar un lugar o manifestarse, por eso la canción se presenta como pequeña. Según ella misma, toda su vida estuvo con un sentimiento de culpa, propio y ajeno. Esta canción es una especie de ejercicio de liberación.
En el video de “Con toda palabra”, una balada que canta sobre estar inflamado de deseo, nos deja su personalidad impregnada. Un tren de juguete aparece, un corazón de plata yace sobre su blanco pecho. Nos muestra sus muecas, sus manos. Camina descalza en el bosque, contempla el agua y se adentra, nos hundimos con ella. Hay un hombre con aros de circo. Parece haber pequeños santuarios bajo la profundidad del agua, flores, ellos bailando en la horizontalidad como peces. Una nube roja se inyecta colorándolo todo intensamente, su rostro se muestra sereno, la imagen retrocede para ubicarse bajo un gran vitral catedrático, sigue retrocediendo para mostrarnos a Lhasa viendo todo lo que siempre supo, desde la ventana de un tren que sigue su viaje.
En “Soon This Space Will Be Too Small”, canción que cierra este segundo disco, Lhasa confiesa que trata sobre la primera vez que alguien le habló sobre la muerte y cómo todo comenzó a tener sentido, dejándole respirar y vivir. A raíz de este sentimiento dice en una entrevista con LaPopLife: “Algo que en lugar de ser moral, hablaba de una continuidad y que es muy creíble sin tener que ver con ningún dogma ni religión… Cuando cuento esta historia, siento que todos me están siguiendo y que están sintiendo que la muerte es así: algo que no tiene que ver con el miedo”.
Comenzó a ser aún más reconocida en Francia y Canadá, recorrió el Reino Unido con la invitación de los Tindersticks, y colaboró con el francés Arthur H; sus canciones aparecieron en series, como Los Soprano, documentales y películas. Luego de este recorrido, vuelve a Montreal para reencontrarse con Desrosiers.

Lhasa de Sela (2005)
En las giras encuentra un equilibrio, donde su vida se vuelve muy sencilla dada su concentración. Creía que el trabajo de hacer un recorrido largo hace de la cantante una monja, o alguien autodestructivo, sin término medio, porque respeta su instrumento principal, su cuerpo, y también el equilibrio mental y emocional. La estabilidad es difícil durante la gira, y por eso decidió volverse hacia una vida sencilla durante ese tiempo, manteniéndolo como principal objetivo, ya sin ganas de tirarse a ningún abismo, y sin curiosidad de ver lo que es la depresión y la desesperanza. Así, para ella, se volvió sencillo saber que ama la música, y la gente también ama la música, y se encuentran en ella.
Su último disco fue arreglado y producido en su totalidad por ella, en un apuro quisquilloso por la propagación del cáncer. En los dos discos anteriores se dejó orientar, dice, pero en el último disco se propuso ver hasta dónde podía llegar con su instinto, por eso lo llama Lhasa, porque es su música de verdad, más pura que nunca. Lo grabó enteramente en inglés, la lengua de su madre, grabado en cinta y casi todo en directo, creando una calidez estremecedora entre el miedo y la ternura. En la canción “Rising” se siente el peligro, la rabia y la calma.
“Fui capturada en una tormenta / Y arrastrada / Me volví, volví / Fui capturada en una tormenta / Eso es lo que me pasó / Por eso no llamé / Y no me viste durante un rato / Estaba sublevándome / Golpeando el suelo /y rompiendo y rompiendo”.
Lhasa parece ser un disco lleno de rabia y dulzura, como de madre muerte. Lhasa cantaba desde el lugar de la peripecia, de la andanza imparable e infinita de la carretera, desde el lugar del dolor honesto, la dulzura, el deslumbramiento personal, desde la soledad, el misterio y el golpe. Hablaba de lo imposible, del cariño desbordante como fuerza total, de los restos y la pérdida. Siempre hablándole a alguien más o a ella misma, una carta ambigua en el tiempo.
Nos deja calmos, pero desolados con la ansiedad del miedo y la verdad. Parece confesarse y despedirse. Incluye un par de canciones en las que parece volver a su niñez, con imágenes románticas, animales y preguntas inquietantemente simples como la elección de instrumentos: arpa, guitarras acústicas, guitarra de pedal steel, contrabajo, batería y piano. Las melodías son suaves, familiares pero originales, y los textos son límpidos y llenos de imágenes.
Más allá de su movimiento constante, en este último disco, dice: “Nada se mueve…las campanas suenan…”. Este testimonio, de la quietud, nos deja impacientes porque “no hay nada más por hacer”, dice en “Bells”.
Concluye su último disco con dos canciones que hablan de la muerte desde dos posiciones diferentes. La penúltima, “I´m Going In”, es la única canción en la que Sela insistió tocar ella sola; habla de lo que espera que suceda tras su muerte. Parece confesar querer renacer en la belleza de la naturaleza, dice estar lista y no querer ser detenida. Lhasa, a pesar de que el disco parece terminar, da otro final y concluye con “Anyone and Everyone”, que es como un rayo de sol que sale de entre el cemento resquebrajado de la tumba. Relata el momento después de decir adiós, renaciendo en delicados ramajes desde la cabeza.
No le interesaba satisfacer al público que había ganado en sus discos anteriores, quería ser honesta, hacer música fuerte y humana. Tenía un intenso apego a lo humano, entendiéndolo no desde la nación, sino desde el lenguaje. Con el lamento de la canción francesa, la queja de la ranchera mexicana y sus guitarras folk americanas, encantaba, y sus sencillas palabras adormecen el dolor para convertirlos en ilusiones. Su voz es empática, su lenguaje acuna a quien duele, como una canción de madre. Se reconoce en el dolor, sus palabras ingenuas son blandas pero también las hay puntiagudas, que dejan un tajo.
Parece siempre estar contemplando su propia existencia, con gran sabiduría espiritual que la mantiene firme. Es a tal punto una especie de madre y guía, que en sus conciertos, entre canción y canción, no se contenía a contar historias. Deja entrever que cada coincidencia es una suerte esperada. Vuelca sobre nosotros una honestidad que nos alarma. Su voz ancestral cantaba desde fuera del tiempo.
Lhasa es la paz necesaria en la oscuridad, sin contradecirse, la calma, la ternura y el misterio conviven. Su dulce melancolía nos atraviesa. Nos hace vivir en la línea infinita de la carretera, descansando bajo un árbol, respirando, jugando con los peces del estanque, nos congela irremediablemente en paisajes sepia.
Nos deja la sensación de haber conocido los secretos oscuros de este mundo; fue hija, madre, abuela, todo eso y nada a la vez. Riega y esparce semillas de todos lados por la tierra eternamente. Nos deja los dolores compartidos y borrosos que se suspenden en el tiempo, los recuerdos lejanos, y su voz herida— que recuerda a la de Nico— quebrándose en varias conjugaciones de su vida a la vez. “Siempre existió este misterio”—, dice Arthur H, un músico francés que era uno de sus amigos cercanos y colaborador—“este maldito misterio que estaba ahí debido a su intensidad”.
Nos deja la pureza de una libertad que quema rápido.
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