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Contenido creado por Federica Bordaberry
Cine
Del Paraná

Lucrecia Martel, Zama y Di Benedetto: la mirada de un director y una periodista

La directora argentina estuvo en Uruguay y charló con Cinemateca antes de la proyección de Zama, su última película.

15.07.2022 17:28

Lectura: 21'

2022-07-15T17:28:00-03:00
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Por Fabián Rojas@faborojas | y Federica Bordaberry | @federicaborda |

Existe una mirada experta de las cosas. Existe, también, que un periodista, alguien que se dedica a escribir y a encontrar las expresiones más exactas, use la palabra “cosas”, a pesar de su inexactitud. Existe querer representar, de alguna forma, la amplitud, la variedad, el todo sin unidad. Existe que, con “cosas”, un periodista se refiera a áreas de estudio u obras artísticas en cualquier formato.

Entonces, existe la duda de si al arte, a esas cosas, no deberían analizarlo quienes, en cierto sentido, lo hacen. Quienes tienen la experiencia intrínseca de hacer arte, de conocer los procesos detrás de ese rubro. Quienes conocen desde adentro y quienes, en definitiva, tienen alguna idea de qué es cuestionable y qué no lo es.

En este caso y para este texto, ese rol lo cumpliría un director de cine.

Pero también existe la duda de si al arte hay que verlo, también, desde afuera, cuestionarlo desde afuera, encontrar preguntas que ni el propio arte se hace, colocarlo en un contexto.

En este caso y para este texto, ese rol lo cumpliría una o un periodista. Será una.

Según lo dicho por Cinemateca, a cien años del nacimiento del escritor argentino Antonio Di Benedetto, decidieron invitar a Lucrecia Martel, la directora de cine también argentina que hizo uno de los tantos intentos por llevar al cine la novela Zama (1956), esa que lo catapultó al éxito.

El viernes 1 de julio a las 19:30 horas, se presentó en Cinemateca y conversó con María José Santacreu, coordinadora del lugar. En una charla que duró treinta minutos, conversaron sobre el pasaje a la pantalla de la novela de Di Benedetto.

Al día siguiente, el sábado, Lucrecia Martel daría una masterclass en la Escuela de Cine del Uruguay (ECU). Algo que ella llamaría nada más que “charla” porque el otro término le da, incluso, vergüenza.

En ese marco, entonces, es que un director de cine uruguayo escribirá sobre lo que escuchó en Cinemateca y sobre lo que reflexionó a partir de Zama. En ese marco, también, es que una periodista uruguaya (sus comentarios estarán en itálica, a diferencia del texto escrito por el director) comentará lo que escriba este primero, como forma de complementar la mirada interna con la externa. Como una forma de lograr una mirada experta de las cosas. De esta cosa, de este fenómeno, de este cine, llamado Lucrecia Martel.

Plano inicial de Zama

Plano inicial de Zama

En escena había truenos.

Se avecinaba una tormenta.

Había adultos mayores borrachos, al lado de una piscina, caminando como zombies.

Era verano.

Unos niños intentaban cazar un toro.

Al mismo tiempo, unas niñas preadolescentes dormían la siesta en su casa de veraneo.

Una mujer, mayor (Graciela Borges), cae, borracha, y se corta con una copa de vino.

Comienza el drama.

¿A dónde iba a ir todo esto?

Los primeros minutos no entendía qué tipo de película estaba mirando. Esa fue la primera que vi de Lucrecia Martel: “La Ciénaga” (2001).

No solo fue la primera película vista por él, sino que además fue la primera película de Lucrecia. Luego vino La niña santa, en 2004, y más tarde La mujer sin cabeza, en 2008. 

Hasta un tiempo después no lograba comprender del todo su forma de contar historias. Como director y guionista me pareció que esa cotidianeidad mezclada con género y, a la vez naturalista, es inconcebible y totalmente transgresor.

En una nota con el medio Notimérica, Lucrecia Martel dijo: "Ver una película no depende en absoluto del argumento. ¿Sabés cuándo vas a ver una de ciencia ficción, por ejemplo, y salís pensando en algo sobre ti mismo? Esa es la intención. Si ves una película y solamente pensás en ella, fracasó su historia”.

En otro sentido, cuando a David Foster Wallace se le preguntó de qué trataba la literatura, en general, él respondió que tiene que ver con “ser un maldito ser humano”. Esto no lo dijo, pero lo dejó entredicho, que hay algo universal en la experiencia de ser uno que, cuando es expresada de forma honesta, llega a ser todos y uno al mismo tiempo. Esa es la intención, por ejemplo, de géneros como la autoficción, que parten de la base de que una experiencia personal, siempre y cuando sea honesta, puede traspolarse a una universal.

Y, si la historia permanece solamente en ser historia, en ser argumento, es ahí donde pierde su universalidad. Donde pierde su ser artístico.

Ahí entendí cómo funcionaba su lenguaje cinematográfico. Que iba más allá de las herramientas prácticas del cine, del simple manejo de la imagen y sonido como lo conocemos. Que su construcción es completa y global, y resalta porque es diferente a otras.

Es la frase más certera que puede decir una persona que se dedica a querer cambiar el mundo, a incomodar, a hacer pensar y a reflexionar. De eso se trata. Eso es lo que diferencia una obra de arte de una distracción hedonista, que pululan en todo momento en nuestros tiempos.

Mucha personas se acostumbraron a esquivar este tipo de películas, excusándose con “no quiero ponerme mal” o “no quiero pensar cosas malas”, cuando debería ser una obligación.

Es conocido ya el concepto del “otro” en la filosofía y en la psicología, en el sentido de que uno es definido a partir de la existencia de otro. Que uno marca límites de qué es ser uno, cuando existe otro, cuando ese otro también tiene sus límites.

Eso, puesto de forma simbólica, tiene que ver con el yin y el yan, en un sentido de composición. No existe una forma sin la otra y cada una, blanca y negra, marca sus límites en su color. En el área que representa y el que no representa. Eso es ser uno, un equilibrio (perfecto e imperfecto) entre dos opuestos, entre felicidad e infelicidad.

Lo que sucede cuando la persona, sea el consumidor, el espectador, o el rol que ocupe, no conecta con eso “otro”, con el “ponerse mal”, por definición y por esencia tampoco podrá ser feliz. Es que no existe el uno sin el otro, según teorías de lógica y de psicoanálisis (tanto freudianas como no freudianas).

Este tipo de obras son las que pasan a la historia, las que perduran, las que podemos traer una y otra vez a nuestras vidas, que nos acompañan, nos alimentan y nos cambian. Nos generan eso tan necesario para todo ser humano llamado catarsis, del latín “káhtarsis”, que significa una experiencia purificadora de las emociones humanas. Ese estado que muchos esquivan y evaden, como el protagonista de “Zama” (2019), la ultima película de Lucrecia Martel.

En una clase de literatura, hace pocos años, una vez me dijeron que William Shakespeare era el padre de las obras que perduran a través de los años. Me dijeron, también, que ese carácter era consecuencia de una obra que habla de lo esencialmente humano, de esos temas que no dependen en absoluto de la circunstancia histórica y geográfica. Sino, más bien, de ser humano.

Don Diego de Zama, es un personaje protagonista que lucha contra sí mismo. Que intenta buscar la salida como si fuera una “rata en un laberinto”, diría Martel. En el plano inicial de la película vemos a Zama parado en la orilla del Río Paraná mirando hacia el horizonte. Como si ese horizonte, del otro lado del río, la otra orilla, fuera su país natal, el reinado español. Pero tan solo es la orilla cercana, barrosa y de agua turbia de este río con mareas impertinentes que pareciera que no lo deja escapar.

Esta primera imagen, al igual que las películas que se mencionan más abajo, me dio un recuerdo de las historias de Horacio Quiroga que tienen como contexto a la selva. Quizá, algo de La tortuga gigante, que incluye ese personaje hombre que se enferma (igual que Zama), y que está en la selva, y cuyos paisajes debieron haber sido similares.

Zama es de esas personas que tienen un objetivo y no pueden salirse de ese lugar por nada en el mundo. Esa mirada, ese primer plano en que lo vemos, en que lo conocemos, muestra eso mismo: una mirada de una persona que no ve posibilidad de cambiar de parecer, ni de estado, que no ven posibilidad de hacerlo de otra forma que no sea la que ellos piensan que tiene que ser.

En esa charla, en esas preguntas que respondió en Cinemateca, Martel comentó sobre el personaje de su película lo siguiente: “Si uno no tuviera una idea muy definida de uno mismo, es muy difícil oponerse a alguien que no es nada en particular. Entonces, al toparse con algo, virás hacia el otro lado y tratás de seguir como una rata que busca el camino de salida en un laberinto.”

Aquí, la analogía del “otro” se vuelve total y completa. Si uno no se definiera, si no pudiera marcar los límites para con el otro, no habría ni el uno ni el otro. Si todo es símil, o más o menos símil, la diferencia y la originalidad no existiría. Es que la idea definida de uno trasciende el personaje de Zama, porque la propia Lucrecia Martel desarrolló un tipo de cine que se define como típico suyo porque, justamente, marca la diferencia.

Al igual que Zama, Brian Fitzerald, mejor conocido como el personaje encarnado por el actor Klaus Kinski, es protagonista de la película de Werner Herzog, Fitzcarraldo (1982). Allí, el personaje no solo se topa contra si mísmo de forma simbólica, como Diego de Zama, sino que se topa contra un cerro montañoso por donde quiere cruzar su gran barco que viene navegando por la Amazonia peruana. Ese gran barco debe cruzar esta montaña para poder llegar al otro lado del río y así poder lograr su objetivo: vender caucho para poder crear un teatro de ópera en medio de la selva.

Aunque Lucrecia Martel no tenía la intención de crear un teatro de ópera en medio de la selva, ella relató en su charla con Cinemateca que se fue con dos amigas al Río Paraná a navegar, en una época donde se recomienda no navegar por la corriente, y que se encontró avanzando a paso más lento que las personas que caminaban por la orilla. Que allí fue donde leyó Zama, la novela de Antonio Di Benedetto.

Con ayuda de indígenas locales intenta cruzarlo, con poleas, con grandes cuerdas e ingeniería (real, ya que en el rodaje de la película de W. Herzog documentado en “Burden of dreams”, quiso cruzar el barco con un rudimentario sistema de poleas y raíles, solo con ayuda de indigenas, sin maquinaria, ni efectos especiales, generando así grandes problemas a la producción, muertes y varias suspensiones).

Sobre la grandeza de Werner Herzog, Leila Guerriero escribió en una columna llamada Arbitraria, que está en su libro Zona de obras, que dice: “Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca”.

Este Brian Fitzerald, con su sobrenombre “Fitzcarraldo”, inventado por la mala pronunciación de los indigenas peruanos, que le dio nombre a la película, es un personaje que contiene un gran parentesco con Zama. Diego de Zama se topa con una tierra que no es la suya, con un Río Paraná de mareas incontrolables y un clima totalmente húmedo. Él quiere volver a su país natal, pero es ahí donde se encuentra con otro obstáculo, hasta más grande que los anteriores, el Océano.

Para poder volver a su tierra debe tomar un barco que lo haga cruzar todo el Atlántico. Como una cadena de problemáticas, Zama tampoco puede acceder al permiso escrito (“carta de recomendación”) de la Monarquía española que necesita para poder embarcar a su tierra.

El personaje no encuentra una mejor manera que apurar los tramites y escaparse, al enterarse que debe quedarse otros “dos o tres años” hasta que respondan de la monarquía. La burocracia de la corona española le juega en contra. Se decide por tomar un atajo y encontrar una nueva salida pronto, pero esto le trae, nuevamente, un efecto negativo, una nueva inferencia. Zama, a diferencia de Fitzcarraldo, que logra cruzar la montaña hacia el otro río para crear una ópera en vivo en el Amazonas, logra escapar del lugar donde estaba padeciendo, pero no logra alejarse tanto como quería.

La novela “Zama”, de Antonio Di Benedetto, es “un monólogo de una persona que tiene una idea de sí misma muy formada y que todo lo que le está pasando indica que tiene que reever eso, y no lo hace”, según Martel en lo dicho en Cinemateca.

De hecho, la dedicatoria de de la novela Zama reza: “A las víctimas de la espera”.

Derrotado y desesperado, acepta unirse a una partida de hombres que salen en busca de Vicuña Porto, un delincuente brasileño que es buscado por el gobernador español. Don Diego de Zama parte hacia tierras de nadie con este grupo de hombres, ninguno conocido entre sí.

En ningún momento reflexiona. Con su actitud, su mirada y su forma de ser podemos notar que lo único que piensa es en su gran desesperación de cómo salir de ahí y volver a su tierra.

Es común en la literatura latinoamericana, sobre todo en aquella que entra en los géneros del realismo mágico (y sobre todo en las historias de García Márquez) que el calor represente el encierro. Aunque no tiene nada que ver con los encierros de habitación. Por lo general, y Zama es uno de esos casos, tiene que ver con cuestiones espaciales, con cuestiones temporales y la imposibilidad del cambio.

Eso, lo anterior, es Lucrecia Martel a la hora de dirigir actores. No es solo la ambientación de época, la caracterización y las locaciones que la hacen una película tan verosímil.

El alma y el estado que desprenden estos personajes caracterizados en una época pasada crea un mundo y un personaje verosímil. Que piensa, pero que no reflexiona, ni se pone introspectivo. Sino que piensa en cómo escapar, en cómo un educado asesor letrado del gobernador, con una personalidad centrada, se desespera por volver a su tierra.

Se dice que el humano es un animal racional. Que se divide, a grandes rasgos, en esos dos ámbitos: entre lo que siente y lo que razona. Y esa dualidad completa en el personaje, ese ser un educado asesor letrado del gobernador y ese desesperarse por volver a su tierra lo vuelve tanto fuerte como débil. Tanto animal como racional. Lo vuelve un personaje completo y complejo.

Martel nos adentra en su tiempo narrativo, que no es el mismo que el real. Es un tiempo pausado, que marca una época, grávido, molesto y persistente, al igual que Zama. Colacionar este tiempo con el personaje protagonista, como si fueran una misma cosa, es un acierto.

Don Diego de Zama zarpa cumpliendo con la ley, con su “deber”, pero escapando o encontrando un escape. Al igual que zarpa por el río el General Willard en la gran obra maestra de Francis Ford Coppola, “Apocalypse Now” (1979) .

Este general, veterano de guerra, que vuelve de vuelta a Vietnam porque su vida ya no tiene sentido, que no solo no tiene una idea de sí mismo, sino que comete el gran error de volver a lo que era antes, de volver a la guerra. Al igual que Zama, Willard acepta salir en la búsqueda de un delincuente de guerra, de un traidor, en este caso, el coronel Kurtz (encarnado por Marlon Brando, con unos cuantos kilos demás, pero con una actuación espiritualmente excelsa).

El río con fondo de barro, o el río más sucio, aparece también en una película bélica en Vietnam, llamada El francotirador, de 1978, dirigida por Michael Cimino. Con cinco Óscars ganados, los protagonistas pasan un momento en el que, capturados por el Vietcong, son mantenidos presos, en condiciones infrahumanas, y los obligan a jugar a la ruleta rusa apostando a ver cuál de ellos sobrevivirá. Todo ello, sobre el río.

Sin reconocer casi cómo es la figura del delincuente, no sabiendo en qué dirección partir, Willard se sube a un barco junto con otros militares y sale en la búsqueda por el río, no sabiendo si va a ser asesinado o simplemente va poder cumplir con la misión y volver a su tierra. Pero, ¿para qué? Willard recorre Vietnam y se cruza con un montón de personas, de obstáculos y de situaciones que lo hacen cambiar.

Encontrar al traidor, Kurtz (M. Brando) lo hace volverse un hombre introspectivo, que duda del sistema, que duda de sí mismo, que duda del gobierno de los Estados Unidos. Porque el supuesto traidor no es tan traidor como parece. Sí lo es para el Estado, pero no para una guerra sin sentido alguno como la guerra de Vietnam. En cambio, Zama, se topa con obstáculos y se muestra reticente, busca otra salida, rápido y exasperado.

En esa charla previa a Zama que dio en Cinemateca, Lucrecia Martel explicó cómo sobrevivir en el Río Paraná en caso de caerse al agua. En definitiva, explicó cómo salvarse en caso de ser Zama: “La mejor opción es calmarse, flotar y esperar a que la corriente te tire hacia algún lado para ser rescatado. Luchar nadando contra el río es imposible”.

El personaje tiene un arco de transformación casi nulo. Su transformación comienza a ser solamente física, a causa de su estrés, a causa de la mala alimentación y del poco confort de vida que tiene. Su arco de personaje pasa de positivo a negativo, cuando, estructuralmente hablando, la forma clásica de ver crecer a un personaje es ir yendo de lo negativo hacia lo positivo, sabiendo cómo salir de lo negativo a los golpes. Martel rompe una vez más con la estructura clásica de guión.

El “arco de transformación” es la transformación que sufre un personaje desde el comienzo hasta el final de la historia, los estadios por los que atraviesa y el crecimiento psicológico o emocional que experimenta.

Esta estructura es, más bien, una estructura que se rige por lo sensorial, que la seguimos por los sentidos y no tanto por la razón. Martel dijo una vez: "No tengo un pensamiento muy claro sobre los encuadres o la puesta en escena, pero sí sé que llegué a ellos por una concepción sonora. La imagen se desprende de un concepto sonoro".

Escuché por ahí que lo que hace Lucrecia Martel en sus rodajes, a diferencia de lo que se hace habitualmente en los rodajes, es que le da prioridad al sonidista a la hora de colocarse en el set o en la locación. Luego, y como pueda, se coloca la cámara. Es decir, primero se instala el sonido y luego la imagen.

Esto es inquieto, esto incómoda al espectador de forma inusitada. Martel es una especialista en superponer niveles sonoros, en usar un lenguaje cinematográfico donde utiliza el fuera de campo, encuadres asimétricos, cercanos y que conllevan un tiempo de adaptación a la vista. Pero que ella los mantiene en pantalla como si tuviéramos que entender y ver todo lo que está pasando dentro del encuadre. Todo tiene un porqué, cada rincón, cada fondo, todo pesa. Todo es pesado, cargante e insistente, lo que hay y lo que pasa en cada plano de la película.

Esto es consecuencia de las pocas tomas que Martel dice hacer en un rodaje, por escena. En una Masterclass en Rotterdam, en el marco del Festival Internacional de Cine de Rotterdam, en 2018, contó que: “filmo pocas tomas y tengo que aprovechar para contar todo. Para que la profundidad de campo, que me permite superponer un montón de cosas, y así poder ser mas concisa. Es como un placer humano tener muchas cosas para ver en una toma”.

No solo sucede en Zama. Desde el año 2001, cuando se estrenó “La Ciénaga”, Lucrecia Martel demuestra esa pesadumbre en su forma de contar historias, en cómo utiliza su lenguaje, en cómo creó un nuevo recurso para relatar, que pocas veces podemos notar sus influencias y que, desesperados, intentamos encontrar respuestas a tal forma de narrar.

En momentos claves de la película, hay un sonido extradiegético. No es regular este recurso en los filmes de Martel, pero aparece el sonido de “caída”, una nota sonora que da la sensación de bajada, de descenso, un sonido exasperante, futurista, proveniente de películas del género ciencia ficción.

Lo extradiegético es aquello que viene desde afuera. Trasladado a la literatura, cuando un narrador cumple con estas características, es una suerte de "Dios" en la novela, ya que sabe lo que piensan los personajes, sabe lo que hacen, sabe cómo se sienten, sabe qué va a pasar. Sabe todo. En ese sentido, quizá sea un recurso acertado poner presencias de un Dios todopoderoso, como lo es el Dios católico que trajo la Monarquía española al Río de La Plata, avisando futuras situaciones.

Martel arrastra una historia con la ciencia ficción no del todo positiva. En el año 2008, hace el intento de adaptar “El Eternauta”, un cómic argentino de ciencia ficción de 1957. Allí se pasa años trabajando en la adaptación que, por temas presupuestales, termina en la nada. De tanto trabajar el género, expresó en Rotterdam, a modo de conclusión, que: “los cineastas tenemos total libertad cuando pensamos en historias del futuro, pero cuando pensamos en historias del pasado, esa libertad se restringe”.

Puesto en el contexto en que lo mencionó, se refiere a libertad creativa con respecto al futuro, porque es incierto. El pasado, lo que sucedió, ya sucedió de cierta forma y si no se representa así, no es verosímil, o no es creíble, o empeora la calidad de la película porque falta a su coherencia narrativa, que está inevitablemente vinculada a lo histórico.

Este simple sonido que aparece en la película demuestra la lucha contra esto mismo que ella comenta. “Es un sonido fuera de este mundo de la película y fuera del mundo de la historia latinoamericana. Esta historia tan poco clara, imprecisa y hasta mentirosa, porque ocultar cosas también es engañar”. Martel, acostumbrada a no seguir lo políticamente correcto, parece tener un statement marcado en cuanto a la cultura y la raza.

De hecho, durante la charla en Cinemateca demostró ser consciente de ciertos conflictos, utilizando palabras como blancocentrista, o admitiendo que, posiblemente, ella no haya podido escapar de esa visión del mundo a la hora de hacer cine.

“El personaje de Zama pierde toda esperanza”, dijo en Cinemateca. Martel comulga con esto todo el tiempo. Estamos frente al conflicto de una cineasta latinoamericana que habla por todos nosotros. Como cineasta, entiendo lo difícil, complejo y extenso que puede ser hacer una película. Vivimos con esa esperanza, con esa creencia, nos parecemos en algún sentido a Diego de Zama.

Beat dialogó, esta semana, con Agustín Banchero, otro director de cine uruguayo, y se le preguntó cómo, siendo director y guionista, se hace para no perder la motivación haciendo una película. Él respondió lo mismo que le responde a sus alumnos, que es: manteniendo la historia lo más cerca posible de uno mismo.

Este concepto de la esperanza es, quizá, el que la lleva a Martel a lograr el final que tiene la película. Un final totalmente pesimista, donde el personaje está en su peor momento: sin manos (luego de ser cortadas con el delincuente Vicuña Porto), con un futuro totalmente incierto, siendo llevado en una canoa indígena sin un rumbo concreto.

Al igual que William Blake, de la película “Dead Man” del director estadounidense Jim Jarmusch, ese personaje recorre en una balsa indígena un río, sin rumbo, totalmente adormecido, dolido, como despertándose de una muerte.

Este “Acid Western”, como lo define Jarmusch, y con una música psicoldélica hecha por Neil Young, tiene tintes cercanos a Zama. No solo porque rompe con el clásico género western, que es hasta por momentos racista, sino que también crea un mundo que no es ni uno real, ni uno onírico.

Esto mismo es lo que logra Martel con su película, generar un mundo intermedio, “dudoso”, diría ella.

Plano de la película “La ciénaga”

Plano de la película “La ciénaga”

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