Por Sebastián Chittadini
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Entre 1984 y 1986, llamarse Larry Bird equivalía a ser considerado el rey de la NBA. El jugador estrella de los Boston Celtics había sido elegido como el MVP –Most Valuable Player– de la liga y también había ganado el torneo de triples del All Star Game durante cada año del trienio. Además, llevó a su equipo a todas las Finales disputadas durante ese lapso, perdiendo las dos primeras contra los Lakers de Magic Johnson y ganándole la última a los Houston Rockets. En su camino al campeonato de 1986, ese hombre, que era considerado por muchos como el mejor jugador del mundo, reparó en algo.
El 20 de abril de 1986, en el Boston Garden, los Celtics que lideraba Larry Bird tuvieron que sudar bastante para derrotar a los Chicago Bulls, que no tenían mucho más que su número 23. Después de haberse perdido casi toda la temporada por una lesión en el pie y de haber vuelto casi llevándole la contra al equipo médico, Michael Jordan batió un récord que sigue vigente hasta hoy: 63 puntos en un partido de Playoffs. Y lo hizo de una forma especial. El hombre que podía volar en una cancha de básquetbol era, en sí mismo, una disrupción, un milagro.
En ese momento, tras presenciar de primera mano una exhibición sin precedentes, el mejor jugador de la NBA se rindió ante la evidencia empírica y dijo a todo aquel que lo quisiera escuchar que no creía que existiera otra persona capaz de hacer lo que Michael Jordan había hecho contra los Celtics. Ese día era Navidad y los mismísimos Reyes Magos de la liga lo sabían: “Es el jugador más increíble hoy en día. Creo que es Dios disfrazado de Michael Jordan”, dijo Larry Bird y sentó las bases para siempre.
Por aquellos días, asignarle a Michael Jordan carácter de deidad se volvió algo habitual, y provenía desde dentro mismo de las canchas. Era supremo, omnipotente, omnipresente y omnisciente, como la definición más común de Dios. Solo tres jugadores ganaron el MVP de la temporada regular, el título de máximo anotador, el de mejor jugador defensivo y el MVP de las Finales en un solo año. El único en hacerlo más de una vez fue Jordan, que en la década de los 90 lo logró cuatro veces. Jugadas imposibles, finales apretados y títulos para los Bulls. Seis en una década, en seis Finales disputadas. Parecía un guion en el que el personaje principal todo lo podía, todo lo abarcaba, todo lo sabía. Nada de lo que pasaba en una cancha le era ajeno.
"Pero va a ser como ayer, vas a ser
oh, tan grande como un Dios
yo voy a verte".
(“Tanto como un Dios”, Los Fabulosos Cadillacs)
Proveniente del latín: Deus, que a su vez proviene de la raíz protoindoeuropea *deiwos~diewos, ‘brillo’, ‘resplandor’, el concepto teológico, filosófico y antropológico de Dios hace referencia a una deidad suprema. Una cuyos posters adornaban todos los dormitorios del planeta en los tiempos en los que era invencible, que posee un aura especial que pocos tienen en la historia del deporte. Hay algo en Michael Jeffrey Jordan que, especialmente dentro de la comunidad de la NBA, le confiere estatura divina. Lo vio Larry Bird cuando jugó contra él en 1986 y lo vio Zion Williamson, nacido dos años después del último anillo de los Bulls. Los que compartieron época, los que crecieron viendo sus hazañas y los que ni siquiera lo vieron jugar en vivo describen el conocer a Jordan por primera vez como una experiencia casi religiosa y hablan de él como el “Jesús Negro". ¿Exageran o de verdad el alcance de su aura es inevitable?
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
Nombrado por el Monte bíblico cerca de Jerusalem, Zion Williamson es una de las jóvenes figuras de la NBA. Ese lugar es un símbolo universal de la cercanía de Dios, que sobrepasa los límites de lo humano y se eleva hasta el cielo. Cuando tuvo la oportunidad de conocer personalmente a Michael Jordan en un evento de su marca, con la que tiene contrato, dijo que le parecía que no era real. Habló de una presencia que nunca había sentido antes, de un aura que brillaba. Y confirmó que es algo imposible de describir, como encontrar al Jesús Negro.
LeBron James, quien no necesita presentación y es uno de los más grandes jugadores de la historia, tuvo el apodo de “El elegido” desde antes de ingresar a la NBA. Cuando se cruzó por primera vez con Jordan, en el pasillo de un estadio en 2002, recuerda que fue como conocer a Dios. Lo veía como Jesucristo y nadie podría decirle lo contrario.
Doug Collins, quien fuera entrenador del primer Jordan en Chicago Bulls y de su última versión en Washington Wizards, dijo una vez que la gente se desesperaba por tocar al 23, como si tocara a la Santa Túnica, una de las prendas que vestía Jesús de Nazaret antes de ser crucificado.
Como dice la Biblia, Jesús es Dios. El ser supremo creador de todo decidió revelarse como una Trinidad: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu. Son tres funciones, pero una sola esencia y un único Dios. Y cada una de esas tres personas es una manifestación especial de Dios. Dice Jesús en Juan 10:30: “Yo y el Padre uno somos”.
Para el filósofo neerlandés Baruch Spinoza, Dios no es fuente de la razón, ni de redención, ni del mandamiento, juicio o castigo, pues no es un ser, sino el universo mismo. Dios y Mundo son lo mismo, como lo demostró la expansión global de la NBA con la figura de Jordan como emblema absoluto en los años 90. Aquel jugador era lo opuesto a la imperfección humana. Representaba lo maravilloso, lo soberbio, lo perfecto dentro de una cancha. Y no lo decían los aficionados o la prensa, sino primeras figuras como Shaquille O’ Neal –“Nunca querés hacer enojar a Dios”– o Allen Iverson: “Me paré frente a él y por primera vez en mi vida, un ser humano no se veía real para mí. Literalmente vi su aura, era como si él estuviera brillando”. La divinidad, del latín divinitas, es lo relativo a los dioses que son objeto de culto en las diversas religiones.
Desde los orígenes, la humanidad siempre necesitó creer en algo. Y en la religión cuyos acólitos tiran una pelota a un aro, hay un hombre que tiene un elemento divino que lo acompaña. Hay testimonios de periodistas que hablan de lo que sintieron la primera vez que vieron a Jordan de cerca. Muchos hablan de Dios en la tierra, de un ser con un aura especial que no se sabe si es propia o fabricada por la mirada de los otros y por cierta narrativa que se va retroalimentando.
San Anselmo, un monje del siglo XI que trató de explicar la existencia de Dios apelando a la razón, habló de la “prueba ontológica”. Según él, en la idea que las personas tienen de Dios hay implícita una conciencia de su necesidad. Mientras que a las entidades imaginarias, como los unicornios, podemos pensarlas como no existentes, a Dios es necesario entenderlo como existente por tener todas las virtudes, incluida la de la existencia. Por eso, para un jugador de la NBA, nada se compara a estrechar la mano de Michael Jordan por primera vez.
En el podcast KG Certified, las ex estrellas Kevin Garnett y Paul Pierce hablaron sobre sus primeras experiencias viéndolo o enfrentándolo. Para Garnett, cuando Jordan entra a un lugar, todo se detiene. Se mueve como en cámara lenta. Cada persona que está ahí lo mira y él lo sabe. Quien lo dice, un jugador que supo ser campeón y MVP de la NBA, en la que fue una primera figura durante casi dos décadas, asegura nunca haber visto a alguien dominar la escena como Jordan. Pierce, también campeón de la NBA y múltiples veces All Star, agrega que no cree haber visto a alguien así. También habla de ese brillo especial del que tantos hablan.
Por carisma y popularidad, Jordan se convirtió en un ícono global también fuera de las canchas. Su impacto trascendió el de su habilidad excepcional en el deporte, para influir en la moda, la cultura pop y la sociedad. Aunque, claro, ese Dios no es perfecto. De sobra se conoce el alcance desmedido de su ego, su enfermiza obsesión por ganar, sus debilidades humanas como la adicción al juego o el maltrato psicológico a algunos compañeros. No importa. Como escribió el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en El Anticristo, “¿Qué importancia tendría un Dios que no conociera la cólera, la venganza, la envidia, la burla, la astucia y la violencia? ¿Un Dios al que tal vez no le resultaran conocidos los seductores ardores de la victoria y la destrucción? Un Dios semejante sería incomprensible: ¿para qué tener un Dios así?”
La historia del básquetbol tendrá un eterno debate sobre quién es el mejor jugador de todos los tiempos. Se discutirá sobre títulos y estadísticas, pero al final todo se reducirá a influencia y aura. Si estrellas actuales y leyendas de la NBA dicen que la presencia de MJ no tiene igual, que cambia la atmosfera o hace que a la gente se le erice la piel; es porque algo hay. Es ahí cuando se termina todo, al hablar del que sus propios pares miran con la admiración que se contempla al que puede caminar sobre el agua o es capaz de resucitar. Aunque ya no se disfrace de basquetbolista y para verlo haya que recurrir a YouTube, se lo seguirá viendo con otros ojos. Incluso en un partido cerrado, Dios es inmortal.
Por Sebastián Chittadini
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