Por Sebastián Chittadini
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Michael Gerard Tyson era capaz de noquear a cualquier hombre del planeta.
Lo sabía, lo decía en las conferencias de prensa y, sobre todo, lo demostraba en los hechos.
A los 14 años, pensaba como un campeón del mundo. A los 20, más rápido que nadie, lo era. Todo pasó a gran velocidad en su vida, como el desenlace de sus combates en su época de esplendor, en la que cambió el paradigma de cómo se percibían las peleas de boxeo. Para el público, pasaron a ser eventos en los que la pregunta que sobrevolaba el ambiente era cuánto duraría el combate. La respuesta era casi siempre la misma: poco.
Muchas veces, cuando la gente se sentaba –en el sillón o en la localidad más cara del estadio– ya no había pelea. De las 50 victorias logradas por Tyson en su carrera, 44 fueron por KO. 24 de ellas, en el primer round.
La potencia de su golpe nunca fue estudiada durante su apogeo, pero se estima que era de alrededor de 1.800 libras por pulgada cuadrada (psi), cerca del doble que la de un peso pesado promedio. Algunas comparaciones hablan de que uno de sus golpes equivaldría a una Vespa atropellando a una persona a 15 kilómetros por hora, a recibir el impacto de un martillo de 6 kilos lanzado a 64 kilómetros por hora o a caer de cabeza desde una altura de 2 metros. Podrían dar fe de esto Michael Johnson, Ricardo Spain, Robert Colay o Marvis Frazier; todos noqueados entre 1985 y 1986 antes de los 40 segundos de pelea.
Cuando llegó a la cima, tenía todo lo que quería. Sin embargo, no era feliz consigo mismo. Había crecido en un hogar partido, sin padre y conociendo el abuso sexual, verbal y físico que también replicaría a medida que el poder de sus puños le iba abriendo todas las puertas que un ser humano normal ni puede imaginar.
Las drogas, la fama, el descontrol sexual, la violencia desmedida, los pensamientos suicidas y la orina de sus hijos en los controles antidoping. Mike Tyson conoció todo, incluso la sensación de tener tanta impunidad como para ofrecerle 10 mil dólares al cuidador de un zoológico para entrar a la jaula de los gorilas a pelearse con el alfa dominante que hostigaba a los otros de su especie. Fue del infierno al cielo, ida y vuelta, con la furia como una fuerza que lo acompañaba en cada paso, al punto del sufrimiento propio y ajeno.
El mundo fue testigo de toda esa ira contenida el 28 de junio de 1997, cuando enfrentó a Evander Holyfield en el MGM Grand. Para la opinión pública, Tyson era un monstruo que le había mordido la oreja a un colega y enfrentado a toda la seguridad del evento, desatado. También lo había sido en 1988, cuando destrozó su apartamento tras una discusión con su esposa Robin Givens, durante el desayuno, y lo sería en 2002 al insultar y arrojar objetos a un grupo de periodistas en La Habana, o en 2022 al agredir a un hombre que lo estaba hostigando en un viaje en avión.
“No quiero que esa persona salga. Porque si sale, el infierno saldrá con él. Puede parecer que soy un tipo duro, pero odio a ese tipo, le tengo miedo”, dijo una vez entre lágrimas el hombre que siempre lloraba la noche anterior a sus peleas. El boxeador más feroz que haya subido a un cuadrilátero no le caía bien al tipo que cohabitaba su cuerpo.
Iron Mike, el de los puños como yunques, era el boxeador más brutal que se haya visto. Un intimidador que vapuleaba, hería y fulminaba a sus rivales incluso antes de pegarles el primer golpe. Pero, antes que nada, Tyson odiaba. A sus rivales, al público, a las mujeres que no lo amaban y él no sabía cómo amar, a los periodistas que hablaban mal de él y a quienes no se arrodillaban a sus pies como el rey que le habían dicho que era.
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Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.
("Los espejos", Jorge Luis Borges)
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El 13 de junio de 1986, en Nueva York, Mike Tyson le ganaba a Reggie Gross por KO. Un día después, Jorge Luis Borges moría en Ginebra. El escritor argentino no fue uno de los autores leídos por Tyson durante su tiempo en la cárcel –menciona a Ernest Hemingway, Karl Marx o Leon Tolstoi– y nunca se cruzó con él, pero tienen una curiosa conexión: su odio y miedo a los espejos.
El concepto de espejo, que procede del término en latín "speculum", alude a una superficie que refleja aquello que tiene delante. Como símbolo, resulta mucho más amplio y fascinante. En su Diccionario de Símbolos, el catalán Juan Eduardo Cirlot lo define como un elemento ambivalente que, al reproducir las imágenes, la contiene y las absorbe. Es caleidoscópico: devuelve imágenes que aceptara en el pasado, anula distancias reflejando lo que un día estuvo frente a él y ahora se halla en la lejanía.
En el boxeo, el espejo no tiene mayores pretensiones que la de que el boxeador se mire al hacer sombra y mejore su técnica. Para subirse a un ring, hay que repetir muchas veces los movimientos, algo parecido a lo que pasa en la danza.
A simple vista, podrían parecer disciplinas muy distintas entre sí, pero terminan basándose en el vaivén de dos cuerpos que se acercan y se alejan. En el gimnasio, Mike Tyson bailó muchas veces con su sombra, esa que Jorge Luis Borges definía como la dualidad del sujeto. En su infancia, el autor de El Aleph empezó a tener miedo y a odiar su reflejo. Por algún motivo, tuvo que vivir varios años en una habitación con tres espejos, que lo hacían verse tres veces.
El espejo puede ser también una puerta por la que el alma puede disociarse y pasar al otro lado, como aborda Lewis Carroll con Alicia, o ser un símbolo de la multiplicidad del alma. Habitaba en Borges un profundo temor al Doppëlganger, o gemelo malvado. El mismo que de forma más inconsciente aborda a Mike Tyson ante la inquietante posibilidad de que su reflejo en el espejo sea autónomo o, peor aún, que se transforme en el original y él quede reducido a ser la mera copia. En 2010, en una entrevista que dio a la revista norteamericana Details, dijo: “Creo que soy un cerdo. Tengo esta increíble capacidad de mirarme al espejo y decir: ‘Este es un cerdo. Sos un pedazo de mierda’. Objetivamente. Soy un cerdo”.
La imagen que devuelve el espejo es idéntica, pero al ser invertida presenta una suerte de revés de la vida. Es dualidad: bien y mal, luz y oscuridad, vida y muerte. Mike Tyson sabe sobre todo eso. Incluso, sobre su final, al que vislumbra como próximo.
En 2022, en su podcast Hotboxin, expresó: "Cuando me miro al espejo y veo esas pequeñas manchas en la cara, digo: 'Guau, esto significa que mi fecha de caducidad está cerca, que será muy pronto'". Al final, esa lámina de vidrio que cuelga de la pared representa la forma en la que nos percibimos a nosotros mismos y al mundo en el que nos toca vivir.
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A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
("Arte poética", Jorge Luis Borges)
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En su libro autobiográfico, Toda la verdad, Mike Tyson dice que a veces se odia. Que detesta su vida, que siente que no merece nada. El hombre que toda la vida luchó contra sus miedos nunca quiso ser el rápido y furioso Iron Mike al que tantas veces vio en el espejo. Odiaba a ese personaje, pero tuvo que convertirse en él para poder sobrevivir a la calle, a la familia rota, al bullying, a los promotores y a los amigos del campeón.
En parte, gracias al espejo y a los golpes, conoció la cima del mundo a los veinte años. Los knockouts llevaron a la fama, los millones de dólares, las mujeres y las drogas. Todo junto. Sus peleas rompían récords de audiencia. Los apostadores más grandes del mundo se daban cita en el ringside junto a políticos acompañados por prostitutas vip, actores, actrices y billonarios.
Las entradas eternamente agotadas para ver a uno de los fenómenos más importantes del boxeo y del deporte todo tumbando muñecos en tiempo récord. Sin embargo, la misma gente que lo ponía bajo los focos más brillantes pensaba que necesitaba un psiquiatra. Después de amasar una fortuna de 300 millones de dólares sobre los cuadriláteros y de perderla, de conquistar dos veces el título mundial de los pesados y ser invencible durante años, al final, nada más que el reflejo. El león del zoológico no es lo que parece. Se mira en un charco de agua –el espejo que tiene a mano– y ve su propia alma.
Sola, desnuda, indefensa.
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Recién vi a un extraño con un rostro familiar
Ahora entiendo al resto cuando me mira mal
El del espejo soy yo
Extraño animal
("Tema del hombre solo", Jaime Roos)
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Por Sebastián Chittadini
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