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Contenido creado por Manuel Serra
Cine
Por el bulevar de los héroes rotos

Netflix y los remakes de las (in)mortales (¿últimas?) estrellas del cine de acción

¿Un ataque de nostalgia o de autoconciencia? O de cómo Schwarzenegger, Stallone o Van Damme siguen buscándole la vuelta.

27.07.2023 14:03

Lectura: 12'

2023-07-27T14:03:00-03:00
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Por Rodrigo Bacigalupe
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Descubriendo poco a poco y tardíamente las virtudes de Spotify (nunca premium/nunca taxi), me decido por fin a escribir sobre una etapa latente, pero guardada, como los sentimientos de uno de los protagonistas de esta nota, en el sótano de las emociones. Construido en un momento capital de la vida, en ese sótano, para algunas personas muy visitado, se forja lo que, robando el título de una obra de Flaubert, podemos llamar la educación sentimental de un individuo. Sí señore, estamos hablando de la adolescencia (ese complejo entramado emocional innominado —o inexistente, que es casi lo mismo— hasta la llegada del psicoanálisis).

Luego de ver por segunda vez Electric Boogaloo: la loca historia de Cannon Films (Hartley, 2015), ya con un propósito, digamos… documental, afín a estas palabras que voy garabateando —oh, ansioso lector del siglo XXI—, pongo en mi nuevo y viejo Spotify la banda sonora de varias de las películas icónicas de los 80 y 90, las de los sábados a la tarde o algún domingo por la noche, las de canales de cable como I.Sat o Space cuya existencia actualmente ignoro (supongo tan en vías de extinción como la propia televisión satelital). ¿Y todo esto a santo de qué? Precisamente, para pensar un poco, como el título de esta nota lo anticipa, sobre ese panteón de santos laicos de la era Reagan, imágenes paganas de la masculinidad que profesaban y profesan una religión: la de la testosterona. Películas con héroes/rockstars que se adscriben a una lógica y una única razón: la de los puños y las patadas. Hablamos de un tipo humano y cinematográfico que quizás esté despidiendo a sus últimos especímenes, dentro y fuera de la ficción.

Resulta que quien te está escribiendo ahora (en tu ahora más que en el mío) cayó en la tentación (el tentador tiene muchos recursos) de mirarse una peli de esas bien pero bien livianitas. Nada de Tarkovsky, Lynch o Resnais (complete la lista usted mismo), sino una de acción que conectase la banalidad con la nostalgia, una peli cuya N en letras rojas ya nos previene o nos ayuda a elegir qué ver, según la necesidad, pues, si está hecha y distribuida expresamente por la plataforma masiva, también son masivos sus intereses, ¿no? Toda regla puede tener sus excepciones, obvio. La cuestión es que puse play, siempre con la tranquilidad que da el poder adelantar escena tras escena si resulta un bodrio lo que vamos a ver (ansiolítico y estimulante al mismo tiempo), y me puse a ver y ejercitar esa nostalgia de los sábados de súper acción, mirándome una de Van Damme. Seguramente haya también una tribu más de uno que de otro ícono de las piñatas. ¡Ay!, yo soy más de Stallone, ¡ay!, yo más de Schwarzenegger, ay, ay, ay, y hay, o habrá, quien no note la diferencia, acaso con razón. A mí, niño practicante de artes marciales, me gustaban las de Juan Claudio, cuyo apellido sonaba como el de aquellos caramelitos de miel, ¿se acuerdan? Y entonces me miré, sorprendido para bien (porque lo malo ya me lo esperaba), The Last Mercenary (Charhon, 2021).

Les jovenzueles quizás ni sepan de quién se trata, pero digamos que es un belga que vino a ocupar el espacio vacío que quedó para las pelis de acción y artes marciales tras la muerte de Bruce Lee y la conversión en Ranger de Texas de Carlos Chuck Norris. Un tipo que combinaba en escena cierto carisma, músculos y una plasticidad para las patadas nunca vista en la pantalla grande, además de un excéntrico acento francófono (no de Quebec, no de París: de Bruselas), justo en el momento cuando los otros dos grandes popes de las pelis se disputaban el mainstream y las peleas eran por ver cuál Rambo o Terminator recaudaba más (una metáfora de la disputa para ver quién tenía la cuchilla más grande). ¿Y qué puede tener de interesante este refrito de un karateka sesentón? Ahí vamos.

Las distintas formas en que la ficción tiende a reflejarse a sí misma para mostrar su narcisismo pueden tener, como el diablo —al menos así lo dijo Al Pacino mientras buscaba abogado— tantos nombres como podamos imaginar. Aquí hablaremos de reflexividad (Stam, 1992), teniendo en consideración la metáfora del espejo y la doble acepción del término reflexión (en tanto que reflejo y también, según la sacrosanta  RAE, de “pensamiento, advertencia o consejo con que alguien intenta persuadir o convencer a otra persona”). Esto y un manejo increíble de la autoparodia fue lo que me interesó y quiero compartir con ustedes.

La película solo es digerible si se cumplen las dos condiciones que he mencionado: la de tener un eco en la memoria de las películas de acción que los nacidos entre 1985 y 1995 pudimos haber visto por televisión o alquilado en algún videoclub del barrio —sí, vi-de-o-club— y la de entender ese doble juego de reflejos que en este caso se hacen lugar en la peli sobre todo a través del funcionamiento de la parodia. Uso el término en el sentido de una imitación formal (de estrategias y técnicas) con un propósito más humorístico que moral, pues para eso está la sátira (y tampoco podemos pedirle tanto a estos muchachos). Concretamente, me refiero a un recurso que en la peli está muy bien aplicado y consiste no solo en la parodia de los latiguillos, frases hechas y retruques típicos del género de acción ochentoso, sino del modo en que el protagonista se autoparodia, llenando el film de guiños a otras películas icónicas de la época y, sobre todo, a su propia e irregular carrera cinematográfica. Y la frutilla del postre (que puede empalagar, como el Chajá de la medallita) es el manejo de la autoconciencia cinemática, es decir, el recordatorio, en este caso encubierto, pero constante, de que estamos viendo un filme de acción que se autoparodia y lo sabe (It’s only rock and roll but I like it), generando lo que Bertolt Brecht denominó la ruptura de la cuarta pared. Esto sucede, específicamente, cuando el propio Jean-Claude se encuentra peleando en una sala de juegos (homenaje aparte a la era Arcade —dos por uno—) en la que está colgado el póster de su primer éxito genérico: Bloodsport (1988). Esa superposición imposible de dos personajes idénticos que no son, supuestamente, el mismo, genera un cortocircuito que saca chispas a la lógica de la ficción, como en esas pelis donde el yo del futuro no puede encontrarse con el del pasado porque entonces se pudre todo, así mismito. Seguro se dan cuenta de a lo que me refiero (decí que sí).

La cosa se pone más interesante si hemos visto alguna que otra peli del género, porque es ahí cuando advertimos que se está siguiendo, a nivel de recursos, una tradición que es la del cine dentro del cine (metacine). Quizás las dos películas que previamente han parodiado dicho género y esa manera de entender la acción sean, y esto las salva del olvido (a la primera más que a la segunda), Last Action Hero (McTiernan, 1993) y Demolition Man (Brambilla, 1993), quizás porque la primera logra que el protagonista se ría de sí mismo con una gracia particular, mientras que en la segunda, protagonizada por Stallone, este parece querer reírse más de Schwarzenegger que de sí y del género que lo catapultó a la fama. Por eso mismo quizás he utilizado al último mercenario para hablar, en realidad, del último héroe, o para llegar hasta aquí. Pero no solamente: voy a comprar cigarrillos y vuelvo.

Momento de <em>Last Action Hero</em> el que se expresa la nación de multiverso, así como la autoconciencia a través de un guiño paródico, con un Stallone protagonista de <em>Terminator II</em>.

Momento de Last Action Hero el que se expresa la nación de multiverso, así como la autoconciencia a través de un guiño paródico, con un Stallone protagonista de Terminator II.

En Last Action Hero está presente esa parodia múltiple que me interesa, pero también el metacine con sus cuotas de autoconciencia. Creo que fue la primera película hollywoodense de acción que lo hizo con un protagonista que había estado del otro lado. En la historia del cine de acción tenemos a un Charlie Sheen en Top Secret (Abrahams, 1991), que ya se había mofado de Stallone y compañía, y en la historia del cine como arte la autoconciencia y la autorreferencia son igual de viejas que la industria misma. Podemos ver la pérdida de la virginidad al respecto en Sherlock Jr. (1924) de Buster Keaton y la madurez absoluta en La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen (1985), pero insisto en que nunca el paquete completo, héroe incluido, había intentado una deconstrucción semejante. En Last Action Hero tenemos al protagonista que se ríe de sí, de su carrera y de todo aquello que lo ha encumbrado en el mundo de la fama (no del prestigio actoral, que es bieeeeeen distinto), pero también al propio director, que había llegado al paroxismo del género con Duro de matar (1988) y también al guionista, Shane Black, que supo participar en otra de las más taquilleras sagas al respecto: Arma mortal (1987). ¡Combo!

La peli de Arnold, aunque pasó bastante desapercibida en su momento, pues le tocó competir en el estreno con Jurassic Park y un Spielberg en estado de gracia, puede verse hoy en día, con todos los peros y aclaraciones ya hechos (y sin ellos) como una rara avis, lo que suele llamarse un film de culto. Hacer una película así, en aquel momento, fue dar un paso más hacia un final. Representaba entonces una forma elegante de reconocer que había que cambiar de rumbo y decir al honorable público: “no crean que nos la creemos”, y revelar también, como lo dice el personaje de La grande bellezza (Sorrentino, 2008), que “es solo un truco”. Pero es que en aquella película no solo se parodian las películas de acción y su empachadora colección de clichés y fanfarronadas, sino que también se permite el juego del pastiche, combinando otros géneros, también en clave de parodia, pero en muchas ocasiones con un tono cercano al homenaje que parece ser un recordatorio de que una cosa (el humor, la acción hasta el grotesco) no quita la otra (la referencia al cine-arte como El séptimo sello de Bergman), es decir, lo popular no suprime lo culto (o lo too cool).

En la película de quien diez años después sería dos veces Gobernador de California la burla socarrona y la autoconciencia de estar rodando un filme de acción que se autoparodia a sí mismo y a su tradición van más allá. Como les comentaba al comienzo, la burla se convierte en una despedida, la de toda una era de ese cine, la de ciertos directores, la de un tipo de héroe, pero también —en el mundo fuera de la pantalla— en el adiós definitivo a ciertas productoras que crecieron y murieron con el género de acción en la era del petróleo y los anabólicos a mitad de precio. La película es la despedida, el inconsciente colectivo que deja emerger la pulsión suicida de compañías que produjeron obras míticas a nivel genérico, como Cannon Films (Desaparecido en acción, o Cobra), Orion Pictures (Terminator I; Robocop I, II, III —y pará de contar—) o Películas Carolco (Rambo I, II, III —¡y ahora hablan de sagas!— o Terminator II y El vengador del futuro). El capitalismo se reinventa, ¡e’ bicho!

Y hablando de reinventos, ahora sí, volvamos a Netflix y a Van Damme. The Last Mercenary representa la confirmación de que el actor belga ya solo puede estar presente en la pantalla cuando se parodia a sí mismo, lo que me parece también un petit hallazgo: la imposible vuelta atrás. Ya había incursionado de manera brillante y redentora en este camino del autoflagelo reflexivo con JCVD (El Mechri, 2008), película que en su momento mereció elogios hasta del mismísimo Tarantino y que demostraba que el karateka podía actuar y mientras miraba el camino hecho al andar. Lo mismo sucedió hace unos años con la serie de Amazon Jean Claude Van Johnson (2016), cancelada —previsiblemente— luego de su sexto episodio, que ya iba confirmando ese derrotero en la carrera del actor que se define con este último mercenario del que hablamos, un ex agente secreto apodado La Bruma, bizarro, recargado, pero que funciona cuando entendemos ese tono (anti)narcisista del otrora actor taquillero que se mira al espejo y solo puede sonreír y estar agradecido de la suerte que ha tenido por estar aún a flote (no creo que por mucho tiempo más). En el filme vemos guiños a toda su filmografía y al género en sí con parlamentos como el siguiente: “Di la verdad, no peleas ni como un conserje ni como un policía, más bien como un agente secreto”. Esto resulta imposible de creer si no es en clave irónica, como la serie de recursos, ya aplicados en todas sus películas, que son un guiño al fanático o al espectador memorioso: la descarga eléctrica contra el suelo humedecido en el que solo la elasticidad del héroe permite salvar su vida (Time Cop, 1994), la exagerada venda en el brazo derecho, justo a la misma altura y con las mismas dimensiones que en Hard Target (1993), o la clásica apertura de piernas (spagat, split) que dio fama al actor, casi idéntica a la del film Cyborg (1989), con la que aún sigue facturando, como se aprecia en esta popular publicidad de la automotora Volvo.

Al fin y al cabo, a Van Damme, como a todos, no le queda sino seguir abriendo las piernas… Por cierto, lo del sótano de las emociones del primer párrafo, estoy seguro —pero no apuesto— que es de alguna de las tantas Rocky. Seguro que alguno sabe decir cuál.

Por Rodrigo Bacigalupe
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