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Contenido creado por Valentina Temesio
Literatura
Cuando Haneke conoció a Mishima

Ni siesta obligada, ni Jacarandá, ni funny games: solo un simple paseo en bicicleta

¿Sobre la banalidad del mal? O, más bien, sobre cómo los jóvenes rabiosos ya no se comen ningún pescado.

16.05.2023 15:26

Lectura: 8'

2023-05-16T15:26:00-03:00
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Por Rodrigo Bacigalupe
   rodri...@gmail.com

—¿¡Qué mirás, pelado botón, que te la vamos a dar!? —Así comenzó la cosa…

Se corre el riesgo —qué fácil es agitar el pañuelo a la tropa solar— de quedar siempre como facho cuando se expresa una queja como la que podría parecer este conjunto de ideas, digamos, de intertextos, quizás no tan desordenados. ¡Qué más da!

Imaginemos que en una ciudad del interior del país, digamos que al suroeste, aunque pudiera ser, sin dudas, al norte también, una tarde de siesta, saliendo mansos y carretilludos de un supermercado, en un diminuto Suzuki de modelo ignoto para el narrador (por pura ignorancia), mi amigo y yo tuvimos que amansarnos aún más. Mirábamos, decía, a la salida del súper, los reiterados intentos de un par de muchachos (de unos 12 a 14 años, pongámosle), de andar en bici al alimón, uno pedaleando y el otro, cual auriga romano de esos de las pelis de los años 50 (péplum, creo que las llaman), apoyado en unos pedales supletorios. Así iban y, hasta ahí, nada nuevo bajo el sol. Podríamos haber sido nosotros, los espectadores, 20 años antes (o un poco más), los actores y malabaristas de la performance, los “bicivoladores”, para quien entienda la referencia. Lo que sí nos llamó la atención fue la respuesta, derivada, con seguridad, de nuestras miradas de hastío que probablemente los hayan interpelado, queriéndoles decir telepáticamente (acaso se lo dijimos): “¡Qué pedazo de jeropas!”.

Debo insistir en que probablemente se trate, como suele suceder, de una ley implícita, pero omnipresente, que explica el comportamiento natural ante el proceso de recambio generacional, una permuta de actores del juego de roles de la vida y poco más. Sin embargo, y ahí mí (nuestro) asombro, la cosa no quedó en una mirada desafiante, en ese gesto tan caro al macho adolescente —tributario, normalmente, de la secta de Onán—, mirada estrábica, ceño fruncido y la boca semi abierta-cerrada, cuya máxima expresión cinemática ha sido alcanzada por el personaje de Cuco (Gabino Diego) en Torrente 2 (2000). No, lejos de una reacción inane, los jamelgos, lisa y llanamente nos rajaron a puteadas. Free of charge.

Mientras el Suzuki desfilaba por su lado, después del arsenal criollo de blasfemias, el más alto de ellos —estipular una cifra volvería este relato una anécdota parecida a la de las crónicas policiales (sujeto masculino, 1,68 m)— se bajó (no recuerdo si en algún momento logró subirse a la bicicleta) y pateó con ganas el foco trasero del coche.

—¿Vos viste eso? —pregunté, entre tautológico y estúpido.

—Dejá, dejá, son alumnos míos de la UTU —me dice Emiliano, mi amigo, también profe (podrían haber sido liceales, no te apures a prejuzgar, oh, caro lector, mi semejante, que no va por ahí, hermano).

En El marino que perdió la gracia del mar (1963), a mi juicio una de las más hermosas novelas del samurái, culturista y escritor Yukio Mishima, el personaje de Noboru, instado por su pandilla de amigos, planea, a modo de ritual iniciático, como una suerte de egreso de la más inocente infancia, la ejecución de su padrastro, Ryuji, para lo que, a modo de día de entrenamiento, dedican una soleada tarde de verano, como la de nuestra historia, a la impía matanza de un gato callejero (quizás uno que acababa de dormir la siesta). En la novela, los críos comentan, paráfrasis mediante, que no están dispuestos a que un puñado de ciegos les diga lo que tienen que hacer (a la sazón, el mundo de los adultos, la autoridad y sus reglas) y resuelven que lo pactado, los asesinatos liberadores, deben ejecutarse sí o sí, porque solo de ese modo podrán sacar a la luz, cual ominosa bestia freudiana, sus ilimitadas facultades. No hace falta leerse a Hannah Arendt completita para advertir que esos adolescentes nipones (¡y ficcionales!) de la novela de Mishima son un cándido ejemplo de lo que ha dado en llamarse como “la banalidad del mal”, la presencia prosaica e inmanente del mal en estado puro, sin necesidad de esvásticas ni holocaustos que lo anticipen, el mal customizado, dirían los millennials que parecen no conocer el término “personalizado”. Así, en esa atmósfera prepatibularia nos sentimos aquella tarde, esa sensación inexplicable de poder llegar a ser parte de un lúdico ritual iniciático, un desafiante juego de ingreso en el territorio del adulto yorugua (otra muestra extinta del lunfardo autorreferencial).

Una versión hardcore (y posmoderna) del arte por el arte de joder la existencia también lo encontramos en la tan atrapante como revulsiva —y perturbadora— Funny Games (1997), de Michael Haneke. Allí, por marear la perdiz y auscultar en los límites del sadismo inherente a nuestra compleja condición humana, un grupo de jóvenes se presenta en la casa de vacaciones de una familia amiga, supuestamente, y decide someterla a todo tipo de vejámenes, sin más, porque se puede (¿por qué no?). Así como Ovidio —el narigón del siglo de la época de Augusto César— sostiene que nadie desea lo que no conoce, podemos decir que nadie inventa lo que no desea, y que toda realidad, a contracorriente de lo que se cree, está inspirada en una invención ficcional primera, arquetípica y platónica. No creo que los mozos que nos puteaban hubieran leído a Mishima ni visto, en algún mundo posible mejor y peor que este, las películas del director austríaco, pero lo mismo da. La obra siempre trasciende al autor ¿no?

Me pregunto qué hubiera pasado si nos hubiéramos bajado del coche como pensamos. ¿Cuántas veces el miedo o la desidia nos salva del tormento y la palizota? Tal vez cientos de púberes iracundos, ocultos en la calma chicha de la siesta del fin del verano, con la tranquilidad de una canción de Cartola que bien pudiera musicalizar la escena (imaginemos, lapidación mediante, que suena de fondo “As rosas não falam”… beleza pura), como guerreros mitológicos, mirmidones del subdesarrollo que lo empapa todo, súbditos del Dadinho de Cidade de Deus (2002), de debajo del asfalto, de dentro de un neumático, desde el cielo, desde el mismo sol que raja la tierra, ahí están, ahí salen, de todas partes vienen, no importa el coraje, listos para vengar a sus hermanos del insulto de nuestra mirada prejuiciosa, que sabe que los epígonos de la secta de los Nini no tolerarán una insolencia más. La calle nunca es suficientemente ancha para todos. Pero no bajamos, no way, permanecimos en el coche y en cámara lenta, como el Gran Lebowski y compañía miran al pedófilo Jesús Quintana, así, a la misma velocidad crucero con la que comenzamos nuestro paseo, nos fuimos alejando sin que dejaran de alcanzarnos las puteadoras voces del par de mozos desencadenados —creo que algún gargajo (sí, mejor decirlo así) decoró también el vidrio trasero—. En fin, cosas de chicos, ¿verdad, amiga?

Cuenta mi amigo Emiliano que, para su suerte, el lunes siguiente a nuestro pequeño altercado, en lo que fue el primer día de clases, comprobó que los dos jóvenes formaban parte de su grupo de alumnos y que, cuando uno de ellos fue advertido por no dejar de darle al pico —en el sentido que en el lunfardo podría llamarse labia, aunque sin connotaciones positivas que exaltan la retórica del interlocutor— en toda la clase, los mismos epítetos brotaron del cerco de los dientes de los educandos (el gerundio más infame de la historia de la pedagogía): “¡Dejáte de joder, pelado botón, y no te hagás el loco que te la vamos a dar!”.

¿Qué moraleja o conclusión extraer de toda esta historia? Ninguno, aunque, por las dudas, la superstición y el pensamiento mágico nos llevan a averiguar cuánto cuesta un injerto capilar. Se escuchan ofertas de las clínicas que quieran patrocinarse en nuestra revista. ¡Llame ya!

Como posdata, un fragmento de la novela de Mishima (2012), causa y solución de todos los problemas, como la ficción: “Noboru cogió al Gatito por el cuello y se levantó. El animal colgaba mudo de sus dedos. Trató de encontrar en su interior algo de piedad, y sintió que, al igual como se ve una ventana iluminada desde un tren, la compasión aleteaba a lo lejos un instante y desaparecía. Y se vio liberado”.

Por Rodrigo Bacigalupe
   rodri...@gmail.com