Por Gastón González Napoli | @GastonGonzalezN
Es raro el caso Nicolas Cage: un gigantesco nepo baby que se la rebuscó hasta convertirse en un actor oscarizado y luego alcanzar la popularidad con una seguidilla de blockbusters en los ochenta y noventa; que en los 2000 se convirtió en hazmerreír, un meme ya desde el origen de los memes; que le puso Kal-El a su hijo; que compró un cráneo de tiranosaurio y se fundió; que en el 2010 recuperó el respeto de la crítica y pasó a ser considerado innovador de la actuación por sus propios pares. Todo eso sin nunca dejar de ser todo lo demás.
Y hoy cumple 61 años, una buena excusa para repasar esa trayectoria de saltos, porque podría ser una historia que protagonizara él mismo.
Al comienzo de su carrera, Nicolas Coppola se puso el apellido de un personaje de los cómics de Marvel, Luke Cage, para que no lo asociaran tanto con su familia, especialmente con su tío Francis Ford —que todavía era el de El padrino y no el de Megalópolis—.
En una vieja entrevista con Playboy, le preguntaron qué podía hacer un Cage que un Coppola no pudiera. “Ser una estrella de cine”, respondió.
Para los que crecimos en los noventa y los 2000, Cage es el de los éxitos de acción, las que alquilabas en el videoclub o dejabas cada vez que agarrabas en el cable: el que se roba la Declaratoria de la Independencia en La leyenda del tesoro perdido (2004), el de El señor de la guerra (2005), el de La roca (1996), el del pelazo en Con Air: riesgo en el aire (1997), el malo en ese delirio hermoso que es Contracara (1997), el de la calavera prendida fuego en Ghost Rider (2007) para los que tuvieron el estómago de meterse con eso.
Después te ponías a investigar y te encontrabas con que antes de estrella, Cage había sido un critical darling que trabajó con los Coen, con Lynch, con Scorsese, y por supuesto que con su tío. Que ganó un Óscar por Adiós a Las Vegas en 1996. Y que aun metiendo un hit atrás de otro siguió exigiéndose como actor en películas más chicas como Los tramposos (2003), de Ridley Scott, o en El ladrón de orquídeas (2002), en la que hace de hermanos gemelos en dos roles marcadamente distintos.
Corrijo: también se exigió como actor en esas películas de acción que otros intérpretes considerarían menores. Para pruebas, sí, Contracara.
Te dabas cuenta de que Cage actuaba como Cage. Casi siempre en un registro más alto de lo normal. A veces desentonando con sus compañeros de elenco. Comiéndose la pantalla, a sus compañeros, a los técnicos.
Pero la explosión de internet y el surgimiento de los memes lo agarraron de punto por eso mismo. Y coincidieron con la debacle personal del bueno de Nic.
Dos por tres, en general los 7 de enero, se viraliza en film twitter una cita de otra entrevista de Playboy, más vieja aún, en la que le preguntan si sus altos salarios por película le hacían sacar una risa. “No me río —responde—, tengo respeto por el dólar”.
Con los años ese respeto se ve que se le fue yendo: en la segunda parte de los 2000, Cage fue de los actores mejor pagos del mundo, y se dedicó a gastar. A gastar gastar. Compró una isla en las Bahamas, una mansión en Nueva Orleans considerada “la más embrujada de EE. UU.”, el antedicho cráneo de tiranosaurio (que pagó en 276 mil dólares y tuvo que devolver cuando descubrió que era robado), nueve Rolls Royce, un castillo medieval en Alemania, yates, un jet, y una bocha de viviendas millonarias. Se puso a buscar el Santo Grial (literalmente). Tuvo lío con la DGI de allá, juicios cruzados con su contador, le subastaron propiedades y hasta lo forzaron a vender su copia de Action Comics #1, la historieta en la que apareció Superman por primera vez (la vendió en dos millones de dólares, nada mal).
A partir de ahí empezó a aceptar casi cualquier rol que le ofrecieran. Se bajó el precio a sí mismo. Clips de la remake del clásico de terror The Wicker Man (estrenada en 2006 como El culto siniestro) se volvieron chistes en internet: esas escenas involuntariamente surrealistas de Cage pegándole a una mina disfrazado de oso, o gritando mientras le ponen abejas en la cara. Se acuñó la expresión “Cage Rage”, el odio de Cage, para burlarse de sus habituales explosiones de gritos en pantalla. A quien escribe, la gran decepción le vino con la inmirable Cuenta regresiva (Knowing, 2009).
Le salió, en resumen, todo mal. Recién en 2022 confirmó que había terminado de pagar sus deudas.
Pero a mediados de los 2010, quién sabe exactamente por qué, la marea se dio vuelta.
Empezó a entenderse a nivel más mainstream que Cage siempre actúa a su manera. Esto no quiere decir que sea uno de esos actores que siempre hace de sí mismo, como Francella; Cage tiene su propio estilo actoral. Para que lo diga alguien más calificado: Ethan Hawke, que actuó con él en El señor de la guerra, reconoció hace poco estar obsesionado con él; dijo que es “el único actor desde Marlon Brando que hizo algo nuevo con el arte de la actuación”.
Brando cimentó en los años cincuenta un estilo de actuar naturalista, sobrio, que todavía es la norma hoy, y el motivo por el que puede resultar chocante para los no iniciados mirar películas del Hollywood clásico o de otros cines como el asiático, donde los estilos son diferentes.
Cage, dice Hawke, rompe con esa “obsesión con el naturalismo” para hacer otra cosa.
El propio Nic ha definido su estilo como “chamánico nouveau” o también “kabuki occidental”, en referencia al tradicional teatro japonés. Preguntado al respecto por la revista del New York Times, Cage dice que su estilo chamánico nouveau tiene que ver con permitirse abrir la imaginación, algo que te haga “creer en lo que vas a hacer” frente a la cámara. Y que para eso se nutre de artefactos o poemas que se guarda en la ropa como para absorber su poder.
Hablando de su rol en la increíble Mandy (2018), dice en esa misma nota: “¿Encontrarías una antigüedad de una pirámide antigua? ¿Quizás un pequeño sarcófago de color verdoso parecido al de Tutankamón? ¿Lo coserías a tu campera y sabrías que está a tu lado cuando el director diga ‘acción’? ¿Podrías abrirte a ese poder?”. Por supuesto, él hizo eso para nutrirse en Mandy.
Cage funciona en un registro más elevado, de gritos y caras desencajadas y palabras pronunciadas como si fueran dardos lanzados a través de la pantalla. Ya vendrá alguien a decir que "sobreactúa", pero claramente es un tipo muy respetuoso con el arte de actuar, que sabe acomodarse a lo que la película y el director esperan de él. Su trabajo en Pig (2021) o en El peso del talento (2022) no tienen nada que ver con lo que hace cuando se le permite subir el volumen.
Ah, pero cuando sube el volumen…
Podríamos hablar de Mandy, o de El color que cayó del cielo (2019), o de El hombre de los sueños (2023), o podría mandarlos a escuchar cualquier episodio del podcast Hoy Trasnoche donde comenten una película con él, pero para tomar un ejemplo concreto vayamos por una de las últimas: Longlegs: coleccionista de almas (2024).
Una película de terror (género en el que Cage se hizo un nicho; ahí lo dejan gritar sin problema) que arranca como un “procedimental”, con una joven agente del FBI a la caza de un asesino en serie. Los crímenes siempre son iguales: una familia masacrada, un padre que pierde la cabeza y luego se suicida. Pero no son femicidios como los que se ven en las noticias. Hay en la escena de cada crimen un mensaje con la firma de un tal Longlegs y unos símbolos ilegibles, símil runas que uno no querría encontrarse pintadas en el muro de su casa. O sea, hay un asesino que se atribuye el crédito, si bien nunca deja pruebas de haber estado allí. Nada que permita seguirle la pista.
La agente protagonista (Maika Monroe, una scream queen de ya larga data que estuvo en Te sigue y el clásico de culto The Guest) es una joven solitaria, callada, obsesiva y caracúlica, que vive en una cabaña lindera con un bosque.
¿Les suena algo de todo esto? Sí, es un rejunte de clichés.
La policía recién salida del horno que llega con ímpetu nuevo, como Clarice en El silencio de los inocentes (1991). El policía mala onda con un evidente pasado oscuro y la mirada de las mil yardas, como, por pensar uno, el Rust Cohle de Matthew McConaughey en True Detective. Los mensajes cifrados, como en Zodíaco; la persecución de un asesino que en cualquier momento puede volver a matar, como en Seven: Pecados capitales (hasta la paleta de color amarillenta recuerda al cine de David Fincher, director de esas dos). La cabaña en el bosque, como en sinnúmero de slashers y películas de posesión infernal.
Pero de todo eso “ya visto”, Longlegs construye algo distinto.
Longlegs se nutre de subgéneros varios que no serán mencionados acá. Baste decir que la alejan del policial, el suspenso o el thriller psicológico para hundirse definitivamente en el horror. Y eso sin sacrificar un sentido del humor desatado; al revés, lo usa para causar todavía más incomodidad, más de esa palabra tan linda, pero intraducible que es dread; algo así como la sensación de que va a pasar algo malo, y luego algo peor.
El director y guionista Osgood Perkins le contó a la Rolling Stone que mientras escribía se obsesionó con T. Rex, banda de glam rock setentoso responsable del absoluto temazo “Get It On”, cuya letra esta película usa como epígrafe al arranque. Dice Perkins, también, que T. Rex no influyó en la trama, pero sí en la vibra. Y que cuando se lo contó a Cage, aunque no supo explicárselo en palabras (“Nic, no sé qué signifique esto para vos, pero creo que es T. Rex”, le dijo) él no solo lo entendió perfecto, sino que también le contó que la tarde anterior le había estado mostrando música de T. Rex a su hijo.
Sí, porque en esta película está Nicolas Cage. Su nombre aparece en el tráiler, pero no cómo se ve, y su look no será spoileado acá tampoco. Pero si Longlegs construye algo distinto es en un 80% por el personaje que le da título, que —al decir del guionista y conductor de podcasts argentino Santiago Calori justamente en Hoy Trasnoche— está pasado doce pueblos.
Es Nicolas Cage en modo full Nicolas Cage. Hace uso de todos sus trucos, y el resultado fuera de contexto es gracioso, pero metido en una película con el aura de esta te deja una sensación rarísima en el cuerpo al ir saliendo de la sala. No por nada la última imagen de la película (no es spoiler, prometo) es su cara.
Así que feliz cumple, Nic. Qué bueno que te animaste a alejarte del paraguas de tu tío. Qué bueno que te animaste a pisar el acelerador tantas veces aunque se rieran de vos. Qué bueno que te compraste un castillo y que tuviste cobras como mascotas y te inspiraste en sus movimientos en algunas actuaciones y te casaste y anulaste el matrimonio cuatro días después. Qué bueno que seas una estrella de Hollywood en tiempos de figuritas de Instagram.
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