Por Diego Paseyro
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Venimos de los festejos de una nueva Noche de la Nostalgia, algo que en cualquier parte del mundo sonaría inconcebible, contradictorio y cuasi ilegal, pero que en nuestro país, representa el momento en que los uruguayos más salen de sus casas. Tal vez no se precise más que este aberrante oxímoron ontológico para hablar de un pueblo que tiende a la extinción, debido a su baja natalidad, y, por otro lado, a su preocupante vejez, pero aprovechando este hito cultural del que no sólo el autor no se jacta, sino que aborrece, y al hecho de que al día siguiente cumplimos 198 años de existencia, es que, tal vez, sea oportuno tomarnos una líneas para hablar de nacionalidad y nacionalismos, patria y muerte, banderas e identidad.
Qué es la patria? ¿Un himno y una bandera? ¿Un conjunto memorable de recuerdos? ¿Un capricho? ¿Una jurisprudencia? ¿La infancia? ¿Un amor? ¿O tal vez, todo eso y nada a la vez? Sea lo que fuere, por alguna razón la nombramos –muchas veces– con orgullo, nos remitimos a ella si estamos lejos, y si existe el concepto de extranjero, exiliado o migrante, es porque existe otro, llamado patria, o si prefieren, lugar de pertenencia u origen, que le permite ser. Si no existiera todo esto, ¿cómo seríamos extranjeros? ¿Exiliados de dónde? Todos y ninguno seríamos migrantes. Por más escéptico que uno se ponga en relación a la arbitraria y burocrática creación de fronteras, sería estúpido negar que existen. Y que nos han tallado. Por más que después viajemos, y nos hagamos llamar, por puro esnobismo, “ciudadanos del mundo”. Odio a los patriotas, pero odio más aún a los apátridas. A los que no pertenecen a ningún lado y que deben hacer un esfuerzo memorístico notable para recordar su barrio de origen.
Mi patria es una república al oriente del río Uruguay. No sé si existe otro país moderno cuyo nombre esté dado por su ubicación geográfica. Somos un pedazo de tierra habitada que está al este de un río. Siempre me resultó curiosa esa vaguedad para nombrarnos. Por más que después se nos abrevie como uruguayos, nuestro verdadero gentilicio es orientales. Orientales, la patria o la tumba, comienza nuestro himno nacional. En nuestra bandera fulgura el sol de la Revolución de Mayo, acompañado de cinco franjas blancas y cuatro azules. Es cierto que Japón, que también tiene un sol en su bandera, se puede traducir como “país del sol naciente”, y hace referencia a que, por estar al oriente de China, son los primeros en verlo salir. Sin embargo, no se llaman República oriental de China. Así que soy uruguayo, soy oriental, soy uno de esos tres millones y muchos que, por razón de su destino, diría Zitarrosa, no es argentino ni brasilero, y entonces uno se pregunta qué es, si entre esos dos monstruos hay casi trescientos millones. Somos un poco entrerrianos, gaúchos y negros, aunque somos herederos de un pueblo nativo, del que conservamos su nombre y no mucho más. Los charrúas andan por las calles como cualquier oriental, pero nos emperramos en decir que están extintos. Será porque nuestra cabeza europea pero poco ilustrada se los imagina en chozas y aldeas, cazando a la intemperie. Dicen que de ellos heredamos la garra, pero para mí fue la vergüenza. Zitarrosa ya lo contó todo, en Guitarra negra y en Diez décimas de saludo para el pueblo argentino.
Geográficamente somos una penillanura levemente ondulada y así es todo acá. Un poco penoso, un poco levemente ondulado. No nos dio para montañas, ni tampoco para cañones; somos una gran cancha de fútbol que nace en el norte y llega hasta la periferia montevideana. Sus jugadores son fundamentalmente vacas, que nos superan ampliamente en número, pero cada tanto, por cada mil que pastan, hay uno que juega en serio. Nuestras glorias han quedado en el tiempo, y nos cuesta festejar otras cosas que no sean goles, nuestra nostalgia es un ancla, y añoramos lo que nunca existió. Nos vestimos de gris y nuestra principal avenida cierra los sábados. Tomamos caña y nadie se suicida tanto. A veces creo que la historia nos hizo a un lado, y somos un remanso del tiempo. Este río de los pájaros, olvidado en una cuenca del sur, sin peso político y con una economía tan grande como el más pobre de los Estados del norte. Dicen que somos caros y humildes, aunque no se entienda la contradicción. Yo la resuelvo enseguida. Somos caros y punto. Tenemos demasiados pobres para los pocos que somos y una corrupción acorde. Somos como un amor platónico en el bolsillo del europeo que sueña con nosotros hasta que desembarca y se desenamora. Porque toda idealización es falsa. ¿Qué tenemos para ofrecer? Dicen que la simpleza. Para mí es pobreza y aburrimiento con otro nombre. Estamos a medio hacer. Nos gusta hablar del pasado, de nuestros hitos y lo que fuimos, y del mismo modo, y casi como consecuencia de, nos cuesta hablar del futuro.
Somos demasiado aprensivos y no hemos tenido un solo profeta en nuestra tierra. Excepto Zitarrosa. Somos ateos, y en el mejor de los casos, agnósticos. No creemos en nada. Ni en nosotros mismos. Aunque una vez derrocamos una dictadura, y once nuestros fueron más que doscientos mil verde-amarelos, lo cierto es que somos tibios. Hay demasiada tierra vendida y mucho uruguayo al oriente del olvido. Somos un berretín del porteño con guita. Un amante ocasional. Algunos hablan de nuestras playas. ¿Es que no han visto las de Ilha Grande o Maceió? Casi que no bailamos tango y no nos importa Gardel, pero nació en Tacuarembó, al igual que Washington Benavídez. No hay nombre más uruguayo que Washington. Más incluso que José, Gervasio o Tabaré. Nuestros ómnibus son lentos y nuestra arquitectura no se termina de modernizar. No sé si eso es bueno o malo, pero Montevideo es hermosamente fea. En el interior, como le decimos a todo lo que no es capitalino, en cada pueblo hay una plaza, donde hay una iglesia y un banco.
Hace algún tiempo había –hoy extintos– cibercafés, y en los noventa hubo un boom de las canchas de paddle. Nos comparan todo el tiempo. Para bien y para mal. Y no entienden que no servimos como termómetro. Colombia es un buen termómetro. Nuestras calles son seguras hasta que se demuestra lo contrario, pero lo cierto es que rara vez se sienten disparos y nuestra policía no está militarizada. No tenemos favelas ni villas miseria, pero estamos trabajando duro para tener todo eso. En Minas hay sierras, avistamientos de ovnis y Santiago Chalar. En Rocha hay un pueblo que se llama Cabo Polonio. Hay que tener mucha plata para vivir austeramente. Nadie ganó tanto al fútbol como nosotros ni perdió tanto en cualquier otro deporte. Nuestro árbol es el Ceibo, nuestro perro el Cimarrón, y nuestra ave el Tero. Nunca perdimos en Argentina ni en una final. Al igual que San Martín, una vez dos uruguayos cruzaron los Andes, pero a pie. Cada vez hacemos mejores vinos y peores asados. Nuestras cárceles tienden a transformarse en shoppings, nuestra memoria en olvido y nuestra murga en rock. Venimos de las Islas Canarias y canarios son los del departamento de Canelones, que a su vez es un árbol. Uruguay es una palabra guaraní, pueblo al que casi erradicamos de la faz de la tierra en una guerra tan grande como criminal. Nuestra educación es laica, gratuita y cada día menos obligatoria. Tenemos demasiada influencia inglesa y muy poca francesa, aunque tenemos un pan al que le llamamos Marsellés. El Chajá es un ave al igual que un postre muy famoso, oriundo de Paysandú, ciudad del litoral que supo resistir con heroica determinación a los intentos brasileros de sitiarla, con el General Leandro Gómez como líder inclaudicable. En todo el país se pueden ver plátanos, cuyas pelusas son el suplicio de cada primavera. Tenemos un arroyo Seco, un cerro Chato, la cárcel de Libertad, y un estadio Charrúa en medio del parque Rivera. Esas contradicciones no las puedo resolver, pero somos caros. Y lo más caro de todo es la pasta de dientes. La pasta base sigue siendo la droga más letal y más barata. La mayor parte del país está prácticamente deshabitada y nuestra clase media es muy grande. Nos faltan laterales izquierdos y sobran delanteros. Supimos ser vanguardia en el ciclismo, el básquetbol y el boxeo. Somos un país que nunca estuvo preparado para que todo fuese por plata. Pero nos gusta como a todos y consumimos lo que no tenemos. A las zapatillas le decimos Championes y nos gusta ver los noticieros. Nuestra clase acomodada es muy católica y muy poco cristiana, nuestra izquierda es tibia y nuestra derecha, genuflexa. Usamos camisas con mangas cortas por dentro del pantalón y combinamos mocasines con jeans. En nuestros calendarios la navidad figura como día de la familia y en año nuevo queda muy poca gente en Montevideo. Tenemos una laptop por niño, manteles de hule y quince mil presos.
Flaco favor se le hace a un país si sus principales detractores no son justamente quienes lo habitan. Sólo un uruguayo sabe lo que duele vivir en un país sin futuro, y que, de hecho, festeja histéricamente lo que alguna vez fue, como un paraíso perdido que no volverá. Pero la paradoja, porque así somos los seres humanos –potencialmente fascistas y paradójicos– nos hace generar pertenencia aún desde el desamor y el encono. Por esta razón, y siguiendo a Alfredo, basta mirar cómo responde un uruguayo, esto es, un oriental, cuando en la patria más lejana, se le acerca el nunca faltante foráneo amistoso, que osa confundirlo con un argentino.
Por Diego Paseyro
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