Todavía no termino de aprender a fluir en la vida. Me refiero a cómo aprovechar al máximo la experiencia general, con sus altos y sus bajos, con sus momentos de plenitud y de sinsentido absoluto. ¿Estamos todos en la misma? Me gustaría preguntarles pero se me hace entre invasivo y creepy bombardear con preguntas a la gente para ver si les pasa lo mismo. Por eso, muchas veces recurro a las películas: para observar otras vidas y aprender de ellas. Los personajes de esas historias me acercan a su intimidad y, con generosidad, me comparten innumerables verdades. No solo me ayudan a descifrar la complejidad de mi propia experiencia, sino a encontrar belleza en la vida incluso cuando no la entiendo del todo.
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Título original: Druk / Título en inglés: Another Round
Director: Thomas Vinterberg / Año: 2020
País de origen: Dinamarca / Duración: 1 hora y 57 minutos
Me da pánico despertarme un día insatisfecho con mi vida y preguntándome “¿cómo llegué hasta acá?”. Sonará exagerado, pero habiendo alcanzado los treinta y dos años siento que lo de convertirse en adulto se me está yendo de las manos. O que al menos se vuelve una realidad. ¿Es ahora que debería tomar distancia de mi existencia para evaluar si esto es lo que quería? ¿O debería esperar unos años más? Lo que me asusta, sin embargo, no es alcanzar una edad en la que “corresponda” cuestionarlo, sino que la vida me golpee en la cara con la pregunta por olvidarme que era responsable de hacérmela.
Esto es un poco lo que le pasa a Martin, el protagonista de Druk. Para sus cuarenta años, está desconectado de su esposa, de sus hijos y de sus alumnos del liceo. Quedó por fuera de su propia vida. Observa su entorno en silencio, disconforme, pero sin animarse a decir algo. “Anika, ¿me he vuelto aburrido?”, le pregunta a su esposa mientras se prepara para dormir. Ella, a punto de salir a trabajar, intenta no ser hiriente y le contesta que no es el mismo Martin que conoció hace años. Un cuchillazo en el estómago hubiera dolido menos.
Druk habla del miedo a haber fracasado en la vida. Martin y sus amigos, otros tres profesores cuarentones del liceo decepcionados consigo mismos, recurren a uno de los remedios más populares contra la cobardía y las crisis existenciales: el alcohol. Deciden probar la teoría del filósofo noruego Finn Skårderud que dice que el hombre nace con un déficit de 0,05% de alcohol en sangre y por eso no es todo lo relajado y alegre que podría ser. Por tanto, se proponen cubrir el déficit tomando entre semana, de 08:00 a 20:00. Todo en el marco de un ensayo psicológico, claro. La cobardía nos puede volver maestros del autoengaño.
Empiezan así rondas de desayunos con vino, almuerzos con vodka y cenas con agua. Algunos tragos los ayudan a disfrutar más de sus días. Otros, a bajar la idea de que son los únicos responsables de estar donde están. “El mundo nunca es lo que esperas”, enseña Martin a sus alumnos. Está en clase ilusionado porque recordó que la vida puede ser más disfrutable, pero también alcoholizado porque le pesa saberse el encargado de que eso pase. Chops transpirados, botellas heladas y copas elegantes son los cálices de donde estos personajes beben para recuperar la juventud, la curiosidad y el sentido de comunidad. En el trabajo, esconden el alcohol en el termo de café o la botella de agua (admito que para la mitad de la película estaba pensando que en Uruguay lo del chorro de whisky en el termo del mate se podría volver una tradición… al menos los miércoles).
Podrá ser dañino, pero el juego que proponen es divertido. Al menos al principio. Los riesgos que corren valen la pena, incluso cuando casi los descubren bebiendo en el liceo. Da gusto ver que les empieza a ir mejor en sus clases y con su familia. Por más patéticos y autodestructivos que parezcan, estos cuatro mosqueteros cuarentones son entrañables. Al estar juntos se animan a ser vulnerables y a ahogar las penas compartidas, aunque en esta película resulte tierno y trágico a la vez. Y es que lo trágico llega con pisada fuerte. Como todos los juegos que no se juegan por las razones correctas, la ronda termina mal y tocan fondo. Queda claro que el problema no es el alcohol, sino usarlo para evitar hacerse responsable de los fracasos propios.
La película mezcla drama - del triste, del tenso y del crudo - con comedia, con momentos feel good y con secuencias musicales divertidas (si la vida fuese una película en el catálogo de Netflix, esas son las palabras clave que usaría para buscarla, en ese orden, pero tipeando “drama” en mayúsculas).
Durante la historia, acompañamos de cerca a los cuatro amigos excepto las pocas veces en que la cámara panea para mostrarnos a los otros testigos de su caída libre. Especialmente duros son los momentos en que la cámara se aparta de ellos para encuadrar la mirada de niños y jóvenes que observan atentos las consecuencias de su juego. Algunas piñas que nos da la película son tan fuertes como la que da Vittorio de Sica en “Ladrón de bicicletas” (1948) cuando muestra al niño Bruno decepcionado al ver cómo reprenden a su padre por robar una bici.
Tras varias rondas de alcohol, fracaso y gloria, no queda claro si para el final de la película Martin y sus amigos aprendieron la lección. Los entiendo: debe de ser difícil renunciar a algo tan seductor como la pérdida del control, sobre todo cuando tenerlo implica enfrentar miedos y respuestas duras, en determinado momento de la vida. Brindo por ese final medio abierto, mientras me dispongo a abrir la próxima cerveza antes de que sea demasiado tarde para hacerme algunas preguntas.
Salú.
P.D.: Se pueden llevar dos buenos temas de esta película para su Spotify: “Cissy Strut” de The Meters y “What a Life” de Scarlet Pleasure.
Diego Sardi (Montevideo, 1990). Productor de contenidos audiovisuales y docente. Es coordinador académico del departamento de Cine y TV de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Montevideo. Cursó una Maestría en Producción de Cine en Columbia College Chicago. Trabajó en Chicago y en Los Ángeles para productoras de cine y TV, en el Sundance Institute y el Festival de Sundance en 2017.
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