Por Diego Paseyro
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Entramos en la recta final del mundial de Catar. Los cuatro equipos que jugarán los siete partidos ya están a la vista y con sus cruces definidos, y será la tercera vez en la historia que tres continentes están involucrados, comenzando por la primera edición, cuando en 1930, Uruguay disputó la final con Argentina, y el tercer y cuarto puesto fue para Estados Unidos y Yugoslavia, respectivamente. Mientras que la segunda fue en el 2002, cuando Brasil se coronó frente a Alemania, el tercer puesto fue para Turquía y el cuarto se lo quedó Corea del Sur. Y finalmente, para terminar este recuento histórico de fronteras que se enfrentaron, digamos que puede ser la tercera vez que una final se juegue sin europeos, del mismo modo que sucedió en 1930 y 1950.
Pero ya que hablamos de fronteras, hablemos de xenofobia y racismo, y también hagámoslo de saqueo imperial y de resistencia. Hablemos de desarrollo y subdesarrollo y de países del primer y tercer mundo. Hablemos del PBI y de cómo se disfrutó el penal errado por Harry Kane. Porque digámoslo de una vez, y por si alguien deja de leer la nota ahora mismo; a los ingleses hay que agradecerles, en todo caso, haber “inventado” el fútbol, pero sus aportes a dicho deporte a lo largo de la historia han sido muy magros, y el único mundial que ganaron, lo hicieron robando, cuando fueron anfitriones en el ´66. Robar, esa es la palabra que define al pueblo, tal vez, más frígido del planeta. Robando, saqueando, conquistando, expropiando, así llegaron a ser la potencia mundial que hasta tuvo injerencias en que existiera una República al Oriente del río Uruguay. Un Estado “tapón”. La “Suiza de América”. ¿A quién se le ocurre abrazar con tanto orgullo semejante comparación con un país que ha sido el Poncio Pilatos de Europa a lo largo de la historia? Ese es otro cantar. La cuestión es que los imperios se fueron yendo de a uno de este mundial, y como ya hemos dicho, el fútbol, es lo más importante dentro de las cosas menos importantes, y todo lo que pasa adentro de una cancha es más o menos una metáfora de lo que pasa afuera. Y este mundial, fraudulento, inmoral, obsceno y por momentos impredecible, si algo nos está regalando, es la posibilidad de repensar nuestra historia, nuestra idiosincrasia, y retomar la eterna lucha identitaria que tanto aqueja a nuestras Américas. Porque la merma en la presencia europea en estas fases definitorias, no debe solamente quedar en una anécdota deportiva, sino que es una oportunidad para no olvidar que el saqueo continúa, tantos siglos después. Y que la xenofobia, también continúa.

En este sentido, no podemos no recordar al capitán de la albiceleste Antonio Rattín, cuando en el mencionado mundial del ´66, jugando contra el locatario, se llevó su mano derecha a la entrepierna, luego de ser injustamente expulsado, y buscó la escandalizada mirada de la reina, uno de los personajes más siniestros del siglo XX, que sin dudas vivió más de lo que mereció. Esa misma Argentina es la que, luego del tropezón inaugural, no ha parado de reencontrarse con el fútbol que le permitió coronarse en Brasil el año pasado, y es la única selección americana que sigue de pie, tras la eliminación de Brasil ante Croacia. Luego de pasar el grupo, los dirigidos por Lionel Scaloni derrotaron a Australia, tal vez el país menos hospitalario y más xenófobo que exista, y no satisfechos con eso, se cargaron a los Países Bajos, mostrando una resiliencia admirable, luego de que los dirigidos por Van Gaal, empataran inmerecidamente el partido. Pero esto es fútbol, y tal vez, lo que lo convierte en el deporte más popular del mundo es cómo habilita la injusticia y la epopeya en iguales proporciones. Ningún otro deporte puede emparejar tanto las cosas cuando las probabilidades están, a priori, tan desbalanceadas. Junto con la ex Holanda, España y Portugal se fueron yendo, y finalmente, Inglaterra.
Si bien la anglofobia es un sentimiento muy vinculado al pueblo argentino, entre otras cosas por la usurpación ilegal de las Malvinas, viene de antes, y no es sólo adjudicable a los hermanos del otro lado del Plata. Tal vez nos podamos remontar a la “crisis de 1929 y el golpe que derrocó a Hipólito Yrigoyen en 1930, con la caída de los precios de las exportaciones, los factores determinantes de la aparición de un sentimiento anglófobo ligado al rechazo del neocolonialismo o «imperialismo británico»”¹. Sin embargo, el odio hacia la cultura inglesa no se circunscribe solamente a nuestras latitudes, sino que comenzando con Estados Unidos y Thomas Jefferson, quien en el siglo XVIII usó la palabra por primera vez en una carta a James Madison. Canadá, Francia, Escocia, Irlanda, Australia y hasta Camerún son algunos ejemplos donde este sentimiento se ha arraigado, con sus diferencias, claro está, pero teniendo el común denominador de disputas territoriales. No es la idea de esta nota alimentar la anglofobia, ni ninguna otra, pero en el fondo, estas potencias que se han estado yendo del mundial en una especie de efecto dominó, y sacadas por países que históricamente tuvieron que hacerse a pesar de las injerencias extranjeras, y sin dudas, sin gozar de muchas bonanzas materiales y económicas, no puede menos que hacernos sacar una mueca de alegría. Justamente, España en primer lugar, pero también Portugal, Inglaterra y Países bajos, han tenido y la siguen teniendo, mucha influencia en la conformación de las Américas. Su deterioro económico y político actual, si bien, en comparación con otras regiones del mundo, los siguen dejando como potencias, debe ser leído desde los márgenes de la historia, como una oportunidad para cortar con esa eurofilia, ese eurocentrismo recalcitrante que nos ha hecho creer que sin la “madre patria” o el “viejo mundo”, no existiríamos como naciones. En otras palabras, hacernos cargo de nuestra historia y entender que ya no dependemos de nadie sino de nosotros mismos. No sólo para ganar campeonatos mundiales, sino para forjar pueblos libres, autónomos y potentes, porque “nada podemos esperar si no es de nosotros mismos”, y “la causa de los pueblos no admite la menor demora”, como pensaba José Gervasio Artigas, gobernador de la provincia Oriental y fundador de la Liga de los Pueblos Libres, integrada por Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, la Provincia Oriental, Santa Fe y los pueblos de Misiones.
Cuando uno piensa en la Patria Grande, en ese ambicioso proyecto federalista contra su némesis, el unitarismo bonaerense, no puede por un solo segundo, no abrazar la causa argentina de este mundial. La rivalidad entre hermanos es hasta comprensible, siempre y cuando no haya un enemigo en común. Y ese enemigo en común es el imperialismo y el colonialismo; los amantes de lo extranjero, de lo importado, de todo lo que reluce a los ojos de una historia escrita con la sangre de los perdedores. Todos los que padecen excitación urinaria por el “primer mundo”, y quisieran “ser como” los nórdicos. Todos los apátridas que no entienden que un gaúcho [N. del. E.: habitante de Rio Grande do Sul] es un hermano, y también lo es un santafesino o un entrerriano, y que las fronteras y las banderas existen pero no necesariamente como lo indica la soberanía actual, que responde más a caprichos burocráticos y jurídicos que a formas de sentir y concebir la vida. ¿Qué tenemos que ver nosotros con los germanos, los flamencos, o los eslavos? A veces el encono con Argentina viene por una especie de “porteñofobia”, que sin dudas también echar raíces en la historia y que, dentro de ese propio país, también existe. El exitismo histérico, esquizofrénico y cocainómano porteño no le rinde tributo a otras sensibilidades provincianas. Tampoco su prensa narcotizada, enferma, mezquina y amarillista es un reflejo de lo que pasa en San Luis o en Catamarca. Pero lo cierto es que la peor y más caricaturizada versión del porteño tiene más que ver conmigo que cualquier selección que en estos momentos está por disputar las semifinales. De los veintiséis seleccionados por Lionel Scaloni, quien es santafesino, sólo tres son porteños; Otamendi, Almada y “el Papu” Gómez. Luego hay once jugadores de provincia, pero no de capital federal, y el plantel se cierra con los cordobeses, Álvarez, Dybala. Molina y Romero, los rosarinos, Di María, Correa y Messi; Palacios de Tucumán, Mac Allister de La Pampa, Acuña de Neuquén y Lisandro Martínez de Entre Ríos. No podemos olvidarnos en este recuento de gentilicios, los ayudantes cordobeses Pablo Aimar y Walter Samuel, y al también entrerriano Roberto Ayala. En resumen, la selección del nacido en la localidad de Pujato, Santa Fe, está conformada por un equipo que representa como ninguna otra lo que alguna vez supo ser un sueño y un destino de algunas mentes prodigiosas, y de ninguna manera una excusa para exaltar un chauvinismo barato y resentido.
Cuando veo a la selección argentina jugar, sin dudas que pienso en las hazañas uruguayas, en nuestra identidad oriental, en nuestras vitrinas y cosechas, pero no puedo, a su vez, sentir que el fútbol que pregonamos, de algún modo vive y está representado en esta selección que lleva detrás la felicidad de incontables millones con los que solo me basta una mirada, un asado o tres acordes ricoteros para entendernos. Por lo demás, la corona, el oropel, los museos con reliquias robadas y un fútbol que no lo miraría ni la difunta reina, si no fuera por el incontable talento que exportamos, no me representa. En tiempos donde mandatarios pregonan el “desacople”, el “cortarse solo”, más que nunca, hay que volver a repensar de dónde venimos y quiénes somos, porque como escribió José Enrique Rodó en su obra El mirador de Próspero: «[...] Patria es para los hispanoamericanos la América española. Dentro del sentimiento de la patria, cabe el sentimiento de adhesión no menos natural e indestructible, a la provincia, a la región, a la comarca; y provincias, regiones o comarcas de aquella gran patria nuestra son las naciones en que ella políticamente se divide. Por mi parte, siempre lo he entendido así, o, mejor, siempre lo he sentido así. La unidad política que consagre y encarne esa unidad moral —el sueño de Bolívar— es aún un sueño, cuya realidad no verán quizá las generaciones hoy vivas. ¡Qué importa! Italia no era sólo “la expresión geográfica” de Metternich², antes de que la constituyeran en expresión política la espada de Garibaldi y el apostolado de Mazzini. Era la idea, el numen de la patria, era la patria misma consagrada por todos los óleos de la tradición, del derecho y de la gloria. La Italia una y personal existía: menos corpórea, pero no menos real; menos tangible, pero no menos vibrante e intensa que cuando tomó color y contornos en el mapa de las naciones»³. En definitiva, lo cultural excede y desborda a lo político, que muchas veces sólo encorseta un sentimiento que no conoce de aduanas y banderas.
"Los pueblos de la América del Sur están íntimamente unidos por vínculos de naturaleza e intereses recíprocos", dijo también el heraldo del federalismo, y creo que es hora de comenzar a entender la diferencia entre pueblos y países, identificar bien a nuestros enemigos y a no confundir sabandijas por hermanos, porque en el fondo, detrás de esta selección argentina, estamos todos, al igual que Rattín, con nuestra mano en la entrepierna, buscando escandalizados ojos que se atrevan a mirar, y deseando, no en silencio, que la copa y la fortuna, vuelva al continente al que le pertenece.

* Diego Paseyro es Prof. de Filosofía, egresado del IPA. Autor de su primera novela, “Her-man y los amos del universo”, se define como un “realista eufórico” y un amante de lo oblicuo.
¹ https://es.wikipedia.org/wiki/Anglofobia
² Rodó se refiere al diplomático austríaco Klemens von Metternich como uno de los que diseñó los límites políticos de Italia y otras naciones a principios del siglo XIX.
³ Rodó, José Enrique. «El mirador de Próspero». Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. pp. 257-258.
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