Documento sin título
Contenido creado por Manuel Serra
Historias
Llorar para no reír

Otro 24 de agosto o de celebrar la nostalgia: ese curioso y eterno vicio uruguayo

Algunas notas desde la historia sobre nuestra “alegría triste”: de vejez, crisis identitarias y prosperidades lejanas.

23.08.2022 12:14

Lectura: 7'

2022-08-23T12:14:00-03:00
Compartir en

Por Daniela Kaplan
danikaplan

Hace unos años, en una de mis clases de historia, pregunté qué se conmemoraba el 25 de agosto. Uno de los alumnos me respondió que era el día que descansábamos después de la Noche de la Nostalgia. En el momento —entre risas de los demás—, me detuve un buen rato en el proceso de 1825 y en la declaratoria firmada en Florida. Escribí en el pizarrón algunos datos fundamentales y cité, con algo de solemnidad, algunas infaltables frases como la que comienza con “declara írritos, nulos, disueltos”.

Pero cuando toca el timbre y la puerta se cierra, estos chistes se convierten en un material valiosísimo. Porque detrás de la broma, o de los errores, lo que no falta es evidencia de construcción cultural. Y mi alumno tenía un buen punto: si hay algo que está institucionalizado en Uruguay, incluso más que su historia patria, es la nostalgia.

Es bien sabido que esta fiesta nació de la iniciativa de Pablo Lecueder, dueño de la emisora CX-32 Radiomundo, en 1978. Desde ese año, promovió su organización, en la víspera del feriado del 25 de agosto, destinada a bailar old hits, como Elvis, los Beatles, Barry Manilow o Queen. Rápidamente se extendió hasta convertirse casi en una marca país; el 24 es hoy una noche con cientos de fiestas, para todas las edades y por todo el país.

Cuando me puse a pensar y leer sobre esto, me encontré con artículos de medios internacionales que destacaban —con algo de exotismo— al Uruguay como un país donde la nostalgia se celebra. Basta con escuchar a Jaime cantar en “Amor profundo” que en “su alegría se esconde siempre un lagrimón, sé que todo termina”, o al entrar en el Montevideo triste de Cristina Peri Rossi o al detenerse frente a pinturas como el Ángel de los Charrúas de Blanes, para comprender que la nostalgia —y la melancolía— están impregnadas en nuestra cultura, en nuestro gen uruguayo.

Pero nostalgia y melancolía no son lo mismo. Sí son conceptos que se tocan mucho, pero no son sinónimos. La nostalgia —que viene del griego nostos que significa ‘retorno’ y algos, ‘dolor’— se relaciona con el recuerdo y la añoranza. Si bien tiene algo de tristeza, por la imposibilidad natural de volver al momento que se rememora, también puede revestir algo de alegría, porque aquello que se recuerda es generalmente positivo. Sería como agridulce, como una alegría entristecida. La melancolía, en cambio, se hunde en lo depresivo, es pura desesperanza, es cosa agria.

Que somos nostálgicos no hay duda. Pero, ¿cómo explicar nuestro ser nostálgico que, en muchas ocasiones, deriva en melancolía?

Si lo pensamos desde un punto de vista demográfico, Uruguay es un país envejecido. No solo por el alto porcentaje de personas mayores en la población (en uno de cada tres hogares del país reside una persona de 65 años o más), sino además por sus bajos índices de natalidad. Seguramente no es casualidad que seamos nostálgicos en un país avejentado. Naturalmente, las personas mayores viven del recuerdo y creo que eso está presente en nuestros hogares, en nuestras familias, y moldea nuestra forma de ver la realidad.

También pienso que la nostalgia tiene raíces históricas, identitarias. Uruguay es un país que surgió, en gran medida, como una solución diplomática, fruto de un mundo occidental que pretendía restaurarse luego de la caída del Imperio Napoleónico. Restablecer relaciones y equilibrar poderes eran las premisas clave a partir de 1815 en los grandes salones de Viena. Y con esas ideas fue que desembarcó Lord Ponsomby en estas tierras, proponiendo como solución al conflicto rioplatense-brasilero la independencia de la entonces Provincia Oriental, creándose el Estado uruguayo. Por supuesto que esto supuso que, durante los siglos XIX y XX, se hiciera necesario crear un relato fundacional, que le diera una mayor entidad a nuestros orígenes y que respondiera quiénes éramos como país independiente.

Así surgieron algunos de nuestros mojones identitarios, como la famosa garra charrúa, en un país en el que el mundo indígena fue arrebatado y “disciplinado”, o la vinculación de Artigas como héroe del Uruguay, aunque nunca luchó por un estado uruguayo —que aún no era ni una idea—, sino por la emancipación de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que no es poca cosa. Claro que un discurso heroico era —y es— necesario, porque todas las naciones necesitan un pasado glorioso en el que apoyarse para mirar hacia el futuro. Siempre que hubo patria, hubo nostalgia. ¿Quizás seamos tan nostálgicos porque añoramos aquello que no tuvimos?

Foto: BMR Productora Cultural / Marcos Mendizabal

Foto: BMR Productora Cultural / Marcos Mendizabal

También pienso que nuestro ser nostálgico tiene que ver con que no podemos superar la pérdida del Uruguay de principios de siglo XX; no logramos sobreponernos a la pérdida de la Suiza de América. Recordemos que, desde 1910 a 1950, Uruguay era un país próspero y destacado en la región. Tenía una educación pública ejemplar, una industria nacional considerable y una política social progresista. Su círculo de Bellas Artes contaba con artistas como Laborde o Cuneo, en sus pueblos se escuchaban distintos idiomas de los inmigrantes que se bajaban de los barcos y su arquitectura proyectaba modernidad hacia el mundo. El ascenso social era posible. Su democracia, a partir de las reformas constitucionales de las primeras décadas, se afianzaba y servía de modelo para la región y el mundo; no olvidemos que en Cerro Chato, un 3 de julio de 1927, votó la primera mujer de América Latina. Y todo este espíritu, que consagró el ideario de que “como el Uruguay no hay”, fue coronado por las glorias futbolísticas de 1930 y 1950.

Pero a mediados de la década del 50 comenzó a gestarse una crisis estructural en el país. La prosperidad que se había alimentado tanto tiempo de la exportación agropecuaria ya no tenía lugar por cambios en la lógica internacional, y el sistema que había tenido éxito se había agotado. Esta crisis constitutiva se desarrolló en Uruguay, agudizando el descontento social y quebrantando la confianza en la política, lo que repercutió en gran medida en la llegada de la década 1970 y todo lo que ella trajo.

Creo que parte de nuestra nostalgia viene de haber visto zarpar ese Uruguay feliz, que nunca retornó. ¿Alguna vez notaron que el número de asistencia telefónica de UTE es 1930* o el teléfono de la operadora de la Intendencia de Montevideo es 1950*? ¿Se percataron de que, frente al mundial de 2014, en Brasil, se nos inflaba el pecho con el fantasma del 50 más que por aquel presente?

Ser un país envejecido, tener una crisis identitaria o no poder superar aquel “como el Uruguay no hay” son tan solo algunas ideas para pensar nuestro ser nostálgico. Es cierto también que hay mucho de melancolía en nuestra nostalgia. Y Aristóteles, en su Problema XXX, veía un gran potencial creador en la melancolía: “¿por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción […] resultan ser claramente melancólicos?”. Quizás eso haya nutrido nuestra generación de cultura. Quizás eso revele la capacidad emotiva de “Candombe del olvido” o la “Guitarra negra de Zitarrosa. Quizás esto explique lo que se siente al perderse en la Santa María de Onetti.

Pero creo que la Noche de la Nostalgia, como el caso del Maracanazo, es un ejemplo de nostalgia sin melancolía. Es un día en el que festejamos aquella juventud que ya pasó. Sí, la festejamos. Es difícil que un extranjero entienda que la nostalgia puede tener alegría. Pero el uruguayo que mira al horizonte, con el mate abajo del brazo, bien lo sabe. A pesar de la niebla y el gris, también hay un cielo celeste.

Por Daniela Kaplan
danikaplan