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Contenido creado por Valentina Temesio
Literatura
Vilas people

Para el pueblo lo que es suyo: la poesía del español Manuel Vilas

Elogio y semblanza de este poeta de la lengua española que fue maldito y dejó de serlo, aun sin escribir en verso.

31.03.2023 12:36

Lectura: 9'

2023-03-31T12:36:00-03:00
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Por Rodrigo Bacigalupe
   rodri...@gmail.com

Un antiguo amigo, borracho e ainda mais, proclamó —sin pertenecer al bando de los autoconvocados/autoproclamados— que él era el mejor poeta uruguayo vivo (verbigracia aparte). Creo que por entonces aún no había publicado obra alguna, se consideraba un maldito (y en algún punto lo era, sobre todo por sus voluptuosidades). Recuerdo que aún confundía, con jactancia y contumacia, el “tubo” del “tuvo”, un problema más propio de fontaneros que de filólogos. Por lo demás, de Rimbaud, Baudelaire, de Nerval o Villón, tenía poco, de Ginsberg o Bukowski, las ganas, que no es poco, pero paremos de contar.

El poeta que sí nos convoca, Manuel Vilas, zaragozano, cesaraugustano y maño (uno y trino), hijo del baby boom español de los años 60 del tardofranquismo, además de los excesos, ya lejanos y abjurados, además del combate interior entre el eros y el thanatos, además de ser culto, pero popular, que no pop —aunque también un poco—, bohemio, posmoderno y humano, demasiado humano, también escribe bien. Al punto de ser, para muchos amantes de los podios y altares, el mejor o uno de los mejores poetas actuales de nuestra muy muy larga lengua española. (Una lengua muy larga —2017— es el título del libro de la profesora Lola Pons Rodríguez —el segundo de toda una serie—, fundamental en el panorama de la difusión de la historia, fortuna y adversidades de la lengua española.)

A Manuel Vilas vienen premiándolo y permitiéndole ganarse el pan (y el vino) desde hace unos pocos años, y, precisamente por eso, los galardones que le han dado un nombre son los mismos que le cuelgan las preseas por su prosa. Sí, el Vilas consagrado es el Vilas de España (2008), Lou Reed era español (2016), Ordesa (2018), Los besos (2021) (todas novelas), pero Vilas es listo y los editores tanto más, porque sus novelas son también poesía, poiesis (creación), a través de magníficos juegos del lenguaje. Como ser poeta nunca vende, para premiar a un poeta en serio y seriamente, hay que tener ciertas mañas.

El Vilas de los libros de poemas también tuvo premios, pero de los otros, de los que apenas dan de comer, los premios de poesía, esos que empujan más al mito que al plato de cocido (madrileño o aragonés), y poco sirven para pedestres ocupaciones como pagar la luz y el gas. Esos son los premios que lo hacen maldito y maldecir (¡malditos premios!) el capitalismo. Pero Vilas es astuto y, también, como un practicante —un maestro— de aikido (un Steven Seagal del verso libre), utiliza la fuerza del enemigo y saca aceite de las piedras, o poesía, incluso del dinero, como Francisco de Quevedo. El placer de recibir un depósito bancario con el que comprar, ahora sí, el vino y el pan, en ese orden, o pagarse un viaje, o irse de putas (expresión typical spanish) se vuelve hedonismo poético en sus obras. Vilas es el poeta itinerante, inquieto, que se deprime de tanto exaltar la vida, que tanto elogia y eleva a la categoría de oda una botella de Mahou o de Estrella Galicia como puede llegar a elogiar un 600 (nuestro fitito), sin elogiar la máquina —a lo Marinetti—, sino el símbolo, baúl emotivo del historial de su familia, también, típica de los 60 en la Península Ibérica.

Pero Vilas, que iba para maldito, que lo fue, pero ya no lo es, ha dejado de beber. Esto, para los amantes del gran mito del escritor maldito, con nostalgie de la boue (añoranza del barro), borracho, en la ruina, resulta una traición, pero lo cierto es que, a Vilas, al Vilas sobrio y recompuesto, le va mejor así. El escritor siente (como ha contado hace poco a El País de Madrid) que así está mejor, que escribe más y mejor así, y ya no se avergüenza de esa sensación que muchos aspirantes de malditos sienten y no cuentan —nunca lo cuentan— al advertir que lo que fue asombroso en el fulgor etílico de la noche anterior, suele ser, a la mañana siguiente, si bien se mira (o se lee), cartón piedra, papel aluminio, más que preciosa plata, oropel por oro.

Vilas escribe cada vez mejor, y nos vende poesía en prosa, en verso, poesía de calle y poesía de alcoba, poesía que indaga, a ver si acierta a decirnos de una buena vez, en el porqué y el para qué de la poesía.

Pongámonos un poco más fact checkers (expresión detestable, si las hay, como todas en spanglish: ni chicha ni limonada). Manuel Vilas, finalista del Premio Planeta 2019 (concedido al genial Javier Cercas) con su novela Alegría, rompe también —como muchísimos escritores de su generación— con el mito al alimón de creer que realismo sucio y el mentado malditismo no pueden maridar con el ámbito académico o la cultura intelectual del conocimiento académico de la lengua. Vilas es Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza. Su poesía, más allá de los textos mencionados, se ha compilado en las antologías Amor (2010) y Poesía completa (2019).

Si hacemos un racconto, del Vilas de la portada de su libro El mal gobierno (1992), repeinado y entrajeado, poco queda ya, excepto esa extraña pasión, como la de su poema homónimo, que lo hace sentirse como parte de “la raza de las peores soledades”, aunque ya no le desespere (sin dejar de preocuparle, como entonces) la avasallante y prematura presencia de la muerte o “la injusta destrucción de cuerpo y pensamiento”, como versa su poema “Independencia”, quizás porque aquello finalmente no pasó. Vilas vive vivito y coleando, aún, sobrio de alcohol, borracho, como siempre, de poesía.

En otro poemario, curioso y oportuno en su propuesta, Listen to me, el autor se dedicó a la noble tarea del reciclaje, más necesaria que nunca en tiempos hiperveloces como los que nos toca vivir, y, como un gran amo de casa, con los restos del cocido (su blog, su cuenta de Facebook, sus tweets), hizo una ropavieja, sacando esa poesía suya que está por todos lados. A pesar de que le haya “arruinado la vida” como dijo, irónicamente, en más de una entrevista.

Manuel Vilas es un poeta que no se corta ni le abruma reconocer, como en “La clase de lengua”, que trabaja, incluso de aquello que tanta relación tiene con su oficio, solo para sobrevivir —como diría el poeta Claudio Rodríguez— “bajo este cielo en el que tiene ganar dinero”, y sostiene también que muchas veces “[q]uisiera estar en otro lugar . . . Rico y célebre en largos viajes por el mundo. Este poeta es también el de la sinceridad y el reconocimiento de la banalidad como posible objeto de la poesía, como via appia para el placer, una larga carretera hedónica, hecha de palabras. El poeta reconoce que sus versos son también viajeros y sobrevuelan el orbe y, en especial su tierra, España, a la que le dedicó una novela, como lo hiciera, panóptico, el gran poeta norteamericano, Walt Whitman.

Como hemos dicho, Vilas es un salmón. Ahora que la fama no le da la espalda, que puede beber y beber también las mieles del éxito, se ha vuelto abstemio. Con su novela Nosotros (2023) el autor ha indagado, acaso como nunca en su narrativa —como siempre en su poesía— en el amor y en la soledad, dos de los grandes tópicos literarios y vitales, haciendo prevalecer entre todos los ángeles al del placer, al del gozo, la gioia di vivere, reposo y regocijo del hombre cansado, que solo tiene espacio para el amor.

Amor

Una mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos.

Fue a las cajas de ahorro, fue a las compañías de seguros,

vendió su coche, anuló su plan de pensiones,

se lo llevó todo en efectivo, un buen fajo de billetes calientes.

Qué bien, dijo, qué fuerte,

y todos los empleados y los directores querían disuadirle

pero Vilas tenía unas ganas infinitas de pasarlo bien.

Y luego se fue a ver enfermos,

a ver emigrantes, incluso se fue  a las cárceles.

Quería ser un santo espectacular, tenía esa marcha,

tenía esa gran ilusión.

Quería ser Cristo, Lenin, San Pablo,

quería ir más allá del orden, de la naturaleza y de la vida.

Recorrió la ciudad de Zaragoza repartiendo dinero.

En Conde de Aranda, dio mil euros a tres árabes,

que le besaron los pies, y las manos, y se arrodillaron.

En el barrio de Delicias, en la calle Barcelona,

dio trescientos euros a una negra africana,

y ella quería comerle el sexo al buen Vilas,

pero Vilas dijo “no, nena, hoy soy un santo,

hoy soy San Vilas,

consérvate para tu marido, él te necesita,

y yo os bendigo; anda, nena, ve en paz”.

Y Vilas se echó a reír.

Fuego, qué fuego más grande,

y siguió repartiendo, a una vieja china

de un todo cien le dio seiscientos euros,

y la vieja le hizo una foto de diez millones de megapixels

y la amplió y la enmarco y la colgó

en mitad de su tienda con dos velas debajo.

A un vendedor de La Farola, ese  periódico

de los pobres, le dio ochocientos euros.

Y el vendedor se echó a llorar y ardía

como una vela en mitad de las catedrales antiguas.

Vilas quería ser un santo, tenía esa marcha.

Toda la mañana y toda la tarde estuvo quemando su dinero.

Miró la atmósfera y se estaban abriendo los palacios celestiales.

Estaba enamorado de sus semejantes.

Nunca vimos a nadie tan enamorado.

Por Rodrigo Bacigalupe
   rodri...@gmail.com