Por Daniela Varela
daniela.varela.martinez@gmail.com
Acabo de salir de Le Caveau de la Huchette, el famoso club de jazz a pocas cuadras del centro de París. Es jueves y es pasada la medianoche. Viví en carne propia la joie de vivre que los franceses tanto predican. Es un barsucho que poco dice de afuera, pero me lo habían recomendado. Fui, sin mayores expectativas, para llevarme una de las más gratas sorpresas de Europa. Escondido en un callejón de adoquines, uno entra por una puerta oscura que lo traslada a los locos años 20. A la izquierda de una barra vacía y triste, hay una escalera que lleva a una bodega. Sentí que cada escalón que bajaba simbolizaba una década hacia el pasado, y a medida que el wifi se iba disminuyendo, mis ojos coloreaban todo con un tinte sepia. La bodega está transformada en un perfecto escenario, a media luz y acústica idónea, para la banda de turno, con una pequeña pista de baile improvisada, que llama sin parar a todo aquel que no pueda resistirse al encanto parisino.
Al llegar, una banda extraordinaria de músicos que ya tenían completamente domada a su audiencia estaba haciendo bailar hasta al más patadura de los presentes. Recuerdo a la perfección a una pareja de dos adultos mayores, que estaban realmente gozando el ritmo y bailando descaradamente. Ella, sin sutién ni reparos, riéndose a carcajadas y moviendo sus brazos mientras su compañero, con una cabellera gris llena de rulos, humillaba a todos los presentes con sus movimientos de bebop y lindy hop, dignos de Elvis. Eso era la encarnación de la felicidad. Y así como ellos, varios más jóvenes, y otros no tanto, disfrutamos del ritmo, haciendo de un jueves menos jueves. Era realmente estar en el París de Toulouse Lautrec, durante aquella época de explosión y experimentación artística, donde bohemios americanos buscaban refugio en esa esquina recóndita con bodega de dudoso contenido y procedencia, al ritmo del swing y de la música que ellos conocían, al lado de la Île de citè, a pocas cuadras de Nôtre Dame.
Me imagino esa época como una mezcla de los propios cuadros de Toulouse, esos donde las bailarinas mueven sus polleras y sus visos al son de la arenga borracha y excitada de hombres, con escenas de cámara en mano y agitadas que Baz Lurthman capturó en su musical Moulin Rouge, junto con reflexiones más naif y bondadosas del personaje Amélie. Seguramente uno lo romantice mucho más de lo que fue, pero estar en un altillo parisino, embriagada de arte, sexo y música, definitivamente es algo decadentemente delicioso de pensar.
Exactamente un año más tarde de esta experiencia, volví al mismo lugar para encontrarme con otra banda, pero con la misma pasión por la vida y la danza. En esta oportunidad, conocí a Bárbara. Una mujer ya entrada en sus regios setenta años se acerca y me pregunta ¿Vous parle l’Anglais? Al decirle que sí, automáticamente se soltó y me dijo, en su perfecto acento americano, que aquel señor de la esquina me estaba mirando y que debía invitarlo a bailar. Me esperaba cualquier cosa menos ese comentario, por lo que atiné a reírme y a agradecerle. Ella se saca lustre y me reafirma que “ella tiene un muy buen ojo para hombres apuestos y solteros”, a lo que le contesto que dicha persona es un poco mayor y que perfectamente podría ser mi padre. Me retruca: “¿viste el tipo con el que estaba bailando? Es mi esposo Lionel, y yo soy dos años mayor a su madre, así que querida, ¡despreocupate, la edad es solo un número!”. Sorprendida, la felicito con una sonrisa y le pregunto si tiene hijos. “No, querida, yo tengo noche, historias, y me divierto”. Bárbara me acababa de cantar el vale cuatro y con esa respuesta digna de campeonato, me fui al mazo.
A París se la conoce como la ciudad del amor, pero me gustaría replantear este nombre para rebautizarla como la ciudad del deseo. Hace tiempo que no visito Italia, por lo que quizás alguna ciudad del país de la bota destrone a París para quedarse con el título, pero por ahora lo mantiene esta ciudad gala. Hay un deseo, cuasi lujurioso, en cada momento y en cada acción: se siente un sumo placer en la comida, por la moda, por la decoración y la arquitectura, por el lenguaje, por la gente, por la búsqueda de lo bello y en definitiva, por ese placer de vivir. Dicho placer se respira en cada esquina de la ciudad luz: desde las antiguas y sucias fachadas de edificios abandonados, hasta las más ostentosas y famosas boutiques, como la renovada Samaritaine, los pequeños bistrós y los restaurantes lujosos. Desde la ropa que llevan los parisinos hasta el garbo que tienen al sostener los finitos cigarrillos Virginia Slims. Cada movimiento, cada adoquín emana deseo y una sensación de excitación constante que inspira a dejarse llevar y a disfrutar del momento sin culpas. Esta bien podría ser la definición de un verdadero bon-vivant. Y así era Bárbara, que desde que se casó con Lionel, se mudó a París y disfrutó con placer y sin culpas de cada momento.
Para rematar mi lujuriosa experiencia, quise celebrar mi estadía parisina en uno de mis restaurantes favoritos a la vuelta del museo del Louvre, llamado Le Fumoir, que tiene unos espárragos exquisitos. Lamentablemente estaba lleno y el tiempo de espera era demasiado largo. Lo que en un principio pareció camuflarse en una frustración, se transformó en una bendición, como suele suceder en todo viaje si el explorador sabe vislumbrar, cual Torres García, que el sur también puede y debe ser un norte. Cruzando el Sena, por las callejuelas del Barrio Latino, se encuentra la Terrasse de l’Alcazar. Es un enorme restaurante y bar con jardín interior, que tiene una terraza maravillosa con vistas del Sena realmente impactantes. Pedí unas tapas para comenzar y las acompañé con un vino blanco de la casa. No fue hasta que el postre llegó que tuve una epifanía gastronómica. Toda esa pasión, ese gusto y esa lujuria parisina que desde hacía varios días venía contemplando y experimentando de diversas maneras, se concentraba en el sabor de un bocado en la más deliciosa y única pavlova de maracuyá. Era exquisita, de textura suave, destacando lo dulce y lo crocante del merengue, reservando lo agridulce de la fruta de la pasión con sus semillas y su color vibrante, resultando en una seductora y explosiva experiencia por bocado. Cerré los ojos. No pude evitarlo. El cliché del “mmm” tomó otra dimensión en ese momento. Pensé que quizás debiera ser roja, apasionada, como una pavlova de frutilla, pero me resultó hasta un poco burdo pensar en una frutilla para París. El mousse de maracuyá junto con trozos de la fruta en sí era la combinación perfecta de refinamiento y atrevimiento que se vive en los callejones de Montmartre, aludiendo a los placeres más plenos y mundanos.
Todas estas experiencias me hicieron vivir una ciudad luz en todos los sentidos: París suena a un jazz decadente que te hace bailar hasta las entrañas, se encarna en el bon vivant de una veterana osada digna de admiración y sabe a pavlova de maracuyá. Viva la France.
*Daniela Varela es comunicadora, escritora y directora creativa. Entre otras cosas, estudió gastronomía profesional, antropología cultural y periodismo gastronómico. Comparte sus pasiones de viajar, comer y escribir en Bites&KMs. Actualmente, es creativa publicitaria en la ciudad de Nueva York. Es frecuente encontrarla escribiendo sus historias en distintos cafés de Brooklyn.
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