Los poetas malditos son personajes corridos del plano moral convencional, asociados a la desgracia, los vicios y la búsqueda romántica de anestesia o de la sublimación. Perseguidos por fantasmas cómplices, vivos como un tormento y siempre acechantes desde el borde de la desmesura.
La literatura de los malditos es un encuadre, un zoom, una especie de retazo de una instalación toda que bien puede ser historia propia. Claro está que la estética miseria no sería tal sin la bendición de los malditos.
En este sentido, a Alejandro Fernández (mejor conocido como Pedro Dalton) le cabe todo el título de maldito y, quizás, también el de un crooner romántico. Esto se desborda en su literatura, en su música y sus letras. En su voz, en su porte y en sus formas. En ser un enemigo del dolor.
Es un espectro hermoso reflejado en cuadros que se callan con imágenes de un Dorian Gray bien llevado, también vivo como un tormento. Es que las presencias, en el plano literario, son la cosa más potente que existe, y de las cosas más densas y ominosas en el plano material.
Los renglones de Pedro Dalton pueden ser como un caballo negro que es todo temperamento. Como la luz de un faro que ilumina, sí, pero no deja de encandilar a la hora de dormir. Como la escopeta que pega el tiro de la verdad.
Yo solo espero «que se arremoline el viento/ en el vuelo de coleópteros/ si usan el aire/ para intercambiar los jugos/ y que sean de amor/ para que lleguen al nido/ y no sea un fracaso…/ para que lleguen al nido/ los buenos y no solo los lindos».