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Literatura
La madre, el hijo

Pedro Mairal, el argentino que desnuda la pose de escritor cuando escribe sobre Ana

En Maniobras de evasión, Pedro Mairal escribe de forma brutal y honesta sobre la vida sana y la enfermedad de su madre, Ana.

10.04.2022 22:27

Lectura: 7'

2022-04-10T22:27:00-03:00
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Por Federica Bordaberry

“El mundo pierde un poco de sentido cuando tu madre deja de mirarte” (Pedro Mairal, Maniobras de evasión)

Con 28 años, a Pedro Mairal lo tiraron al ruedo del mundo de la industria editorial cuando, en 1998, ganó el Premio Clarín. Era su primera novela, Una noche con Sabrina Love, que después sería película. El jurado de aquella edición fue Adolfo Bioy Casares, Augusto Roa Bastos y Guillermo Cabrera Infante.

Ese mismo Mairal, el que nació en Buenos Aires en 1970, publicó La uruguaya en 2016, esa novela que inundó las vidrieras de las librerías locales (lógico, por el festejo patriótico del título). Con el tiempo, desde aquella primera publicación, se volvería cuentista, poeta y, además, escribiría otras novelas. Están, entre sus obras, El año del desierto, Salvatierra, Hoy temprano, Consumidor final, la triología Pornosonetos, El gran surubí.

En 2015, apareció por primera vez el libro Maniobras de evasión. Se trata de un grupo de columnas editadas por Leila Guerriero (la ironía da que para el libro de columnas de Leila, Teoría de la gravedad, Pedro Mairal haría el prólogo), que son una autobiografía, que son ventanas a su vida, que son muestras de su piel, de sus heridas, de su vida a través de las palabras.

Es gran parte de lo que Mairal hizo durante varios años en internet, en blogs, y en páginas de diarios que tomaban sus columnas. "Escribí este libro sin darme cuenta de que era un libro. Lo intuí, pero lo vio Leila Guerriero, que fue quien encontró en estas estrellas desparramadas una constelación", dijo al suplemento El Cultural de España.

“Espero que se vea un padre, también un hijo, un tipo que sale constantemente de viaje, que es un perdedor con las mujeres, que se emborracha, pero también un tipo que está todo el tiempo reflexionando sobre la escritura, sobre cómo funciona y sobre cómo puede usar este gran caos que es la vida para establecer un cierto orden de escritura. Espero que eso aparezca. La idea de qué significa traducir la vida a palabras”, agrega en aquella entrevista.

Aunque, en todo esto, hay algo de lo que nadie parece hablar. Hay algo a lo que los medios han hecho poca y nada referencia, algo que Pedro tiró en una ocasión como un anzuelo, pero que a nadie le resultó terriblemente importante.

En Maniobras de evasión, Pedro Mairal escribe sobre su madre, Ana. Desgarra lectores. Sin desmerecer el resto de su obra, es posible que cuando cuenta sobre su madre, esos, ahí, en todo aquello, esté lo más honesto de todo lo que ha hecho.

“Tengo un recuerdo naranja de unas mañanas, cuando me despertaba en su cuarto -supongo que yo había llorado a la noche y mamá me había llevado a su cama- y tengo un recuerdo de ella vistiéndose a la mañana pensando que yo estaba dormido, ella de espaldas, poniéndose una remera. Mamá tendría treinta y cinco años y yo cuatro. Me acuerdo de la luz naranja y amarilla del sol en las cortinas”, escribe Pedro.

De hecho, fue Leila la que lo hizo expandirse en temas como el de Ana. Los que Leila le pidió que escribiera, los inéditos, son los mejores (también admitido por él). De todo eso es que sale "Adiós, señora Ana", ese texto que es una sonrisa que hace fuerza para permanecer alzada, esa sonrisa que los músculos fuerzan a caer y que se convierte en el principio de un río de lágrimas.

En esa columna, específicamente, Pedro cuenta que su madre trabajaba como asistente social y que compaginaba los contrastes de lo que veía allí, y de lo que encontraba más tarde en un cóctel de la embajada con su marido. Cuenta que, a veces, él quedaba entre cuadro y cuadro porque iba a un colegio inglés, pero le compraban los peores botines de rugby porque con lo que costaban comía una familia.

Cuenta sobre los veranos largos en Pinamar con Ana y sus hermanas. Dice: “Estoy hablando de esa chica rubia. Esa mujer joven corriendo por la playa, o mirándonos desde la confitería del parador, tomándose un café o una cerveza con su amiga Maruca”.

Cuenta sobre ese Edipo lleno de ternura. “Yo la miraba manejar con el pelo al viento, por los caminos llenos de pozos. Éramos libres. Nos estábamos escapando juntos, sin mis hermanas. ¿Mamá venía fumando?”. Y sobre el momento en que llegó la enfermedad después de los sesenta.

“Me queda su enfermedad en primer plano, tapándome el resto de su tiempo luminoso. Y eso es injusto. Por eso ahora salto a ese pasado, por encima de sus últimos años. Solo la escritura me deja hacer eso. Saltar al verano de mamá. Acá estoy”.

Y:

“Empezó con dificultad para mover un brazo, un diagnóstico de Parkinson y algo más no del todo diagnosticado”.

También:

“La etapa más dolorosa fue cuando ella todavía se daba cuenta, la transición entre ser una persona que se ocupaba de todos y ser esa otra persona que no podía ocuparse ni de si misma. Se fue quedando en silencio detrás de sus ojos verdes”.

Pero, quizá, el párrafo magistral, el párrafo conmovedor, el párrafo humano, sea este:

“Y todo esto ocurría en paralelo con el crecimiento de mi hijo Francisco. Parecía como si el lenguaje se trasvasara de mamá a su nieto. Hubo un momento muy exacto en el que se cruzaron. Fue en el auto (otra vez en el auto, la historia de mi vida sucede en un auto, ya escribí sobre eso alguna vez). Esta vez manejaba yo. Mamá se puso nerviosa -no me acuerdo por qué- y empezó a hablar de cosas incomprensibles, de peligros y seres malignos que entraban en su casa, y mi hijo en el asiento de atrás me hablaba de dragones furiosos. Se cruzaron en un punto exacto. Ella perdía ya la cordura y mi hijo todavía estaba en la locura de los cinco años. Ambos atrapados en un mundo imaginario y descontrolado. Los dragones de Fran se metían en las palabras de mamá, en su alarma y su miedo. Era todo una gran confusión de ladrones y monstruos, una épica surgida a toda velocidad en medio de la autopista. Y yo agarrando el volante, tratando de pensar claro, aferrado a mi supuesta lucidez”.

Y mientras Pedro Mairal escribe todo esto, los recuerdos de su madre dejan de ser fantasmas en su memoria. Lo que queda en un libro es la cosa sucedida. Es lo más real de todo porque lo que pasó ya no existe.

Por eso: “El mundo pierde un poco de sentido cuando tu madre deja de mirarte. Por eso estoy volviendo a escribir después de mucho silencio. Para viajar de vuelta a su lado en el auto, y verla mirarme y reírse, una rubia hermosa en su verano largo, al volante, manejando con las ventanillas bajas, con el pelo suelto al viento”.

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Bonus track. Ese escritor tan premiado y tan reconocido llamado Pedro Mairal también genera este tipo de textos, en este caso un poema haiku, que a quien escribe le dan gracia y le divierten.

Por Federica Bordaberry