Por Valentina Temesio
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Rossina Abril siempre lo supo y nunca lo ocultó. Sabía que el arte era su escape, que podía ser una profesión, que es un trabajo igual que otros. Quería vivir de crear.
Primero pensó que era con el patín. Hasta los 10 años entrenaba seis días a la semana, seis horas por día. Fue campeona sudamericana cuatro veces, cuenta. Le gustaba lo que tenía que ver con la creación: las coreografías, todo lo que era buscar una manera alternativa a la establecida. Empezar desde cero. Entonces, a los diez, cuando decidió dejar el deporte, entendió que, de todas formas, se dedicaría al arte. Aún no sabía cuál sería la disciplina, solo que quería ser artista.
Rossina Abril siempre lo supo.
—Desde muy chica me di cuenta de que algo creativo y artístico podía profesionalizarse y ser algo serio.
Su familia siempre la apoyó en sus decisiones. Ella lo sabía y ellos lo aprobaron.
Cuatro años después de dejar las cuatro ruedas, mientras pasó por el baile y los dibujos, Rossina se encontró con su destino. Luz, diafragma, obturador y asas: la fotografía. Si bien ya había tenido otras cámaras en sus manos —una Olympus Stylus de su padre y una Panavox—, a los 14 tuvo su primera cámara réflex, una Nikon D3100.
Sus primeras fotos la pintaban a ella misma con luz. Se dedicaba a los autorretratos: Rossina y los rayos del atardecer; Rossina y fuego; Rossina y un espejo. Ella haciendo cosas, o intentando que el resto del mundo desaparezca, al menos por un rato.
—Siempre hice autorretratos, mis fotos no eran de personas ni de cosas, eran fotos mías. —Y, además, las intervenía. Rossina, mediante sus fotos, podía tocar la luna, estar cerca de las nubes o flotar.
A Rossina sacar fotos le da tranquilidad. Es un lugar suyo, propio, a pesar de que lo que ve es el “afuera”.
—Captás lo que tus ojos ven. Genera adentro de mí como si fuera un cuartito de madera, con luz cálida, yo estoy sentada ahí y el sol me está dando en la cara. Eso es lo que siento cuando estoy sacando fotos. Me genera mucha tranquilidad poder hacer de algo efímero y que se te va de las manos, como es un instante, algo eterno, que quedé ahí, en la foto.
Hasta que cumplió 15 años y se encontró con una de sus grandes maestras. Micaela Álvarez, fotógrafa de bodas y cumpleaños, fue quien registró la fiesta de Rossina, que le dijo que quería ser fotógrafa y le mostró su cámara. Álvarez le dijo que iba a enseñarle cómo usarla, también editaron el registro de cumpleaños juntas. Un día le preguntó a Rossina si quería ir con ella a fiestas para que siguiera aprendiendo. Ella, curiosa, dijo que sí. Sin darse cuenta, casi seis meses después, ya era segunda cámara.
—Soy autodidacta, pero ella fue una persona clave en mi camino de la fotografía. También porque, cuando la conocí, ella vio en mí esa faceta, que era hacer autorretratos conceptuales, surrealistas, y me explicó que eso existía, que tenía un nombre, que había una corriente de fotógrafos que hacía eso. — A pesar de que en Uruguay ese estilo no era moneda corriente, Álvarez se lo mostró a aquella Rossina niña, que “era muy chica” y “no tenía las herramientas” que existen hoy. El mundo parecía más grande, era difícil pensar en la conectividad que existe ahora, en 2023.
Sin embargo, Rossina llegó. Mediante internet conoció a referentes de ese estilo surrealista que la identificaba. A distancia, desde otro hemisferio, comenzó a estudiar con los fotógrafos que estaban del otro lado del mundo. Así comenzó a formarse.
Sobre viajar y encontrarse
A los 18 años, Rossina cumplió otro de sus sueños: viajar. Con las fotografías creaba nuevos mundos y salir del país era la salida perfecta para conocer otros.
—Cuando terminé el liceo dije: “Quiero estudiar cine y viajar sola”. No quería irme con amigas, quería abrirme a conocer el mundo, y sentía que si me iba con alguien me iba a atar a estar con esa persona. Terminé el liceo en diciembre y en marzo me fui. Busqué una escuela, me anoté, tramité la visa de estudio. —Y voló.
En 2015 se subió al avión. Vivió casi un año en Madrid, su ciudad: hogareña, organizada. En la capital española, para Rossina, todo es chiquito y está conectado. Durante ese tiempo entrelazó sus sueños. En ese viaje la artista definió su estilo fotográfico: se encontró con los retratos.
—Retratar a otras personas fue algo que me tomó muchísimo tiempo. Mi canalización fue a través de las fotos, que, de algún modo, eran muy surrealistas y nunca sabía si iban a quedar bien o no. Canalizaba todo lo que había vivido en las fotos. Eran oscuras, con una temática fuerte, no eran fotos tan agradables. A mí me daba mucho miedo retratar a otra persona y hacerle ese tipo de foto, porque sentía que nadie iba a querer ser retratado de esa manera. —Hasta que un día una amiga suya quiso, en Uruguay. Ese fue el comienzo de lo que terminó de explotar en España. Y, también, del estilo que la posicionó en el país y también en otros países del globo.
Pero, también, retratar a otras personas implica tener una “licencia” para observarlas, una que si Rossina no fuera fotógrafa no tendría.
—Si vos vas por la vida mirando a la gente es raro, y más si los mirás de cerca. Al retratar tengo esa licencia de poner el lente cerca de la persona y observar tan cerca como tenga ganas. —Rossina propone la experiencia de sentirse observada, de encontrar comodidad en esa práctica que no es tan común. Dejarse ver, abrirse a la mirada del otro, verse. —Es un proceso re lindo. Eso me da mucha felicidad, ese momento en el que puedo estar observando a una persona y generando ese espacio de ida y vuelta, que es re lindo, dice.
Al retratar a una persona se captan también sus emociones, sus sentimientos. Al mismo tiempo, Rossina trabaja con lo que ve, pero también con lo que siente.
—A veces son sentimientos o procesos emocionales que ni siquiera son plasmados en algo tangible. Captar eso en una imagen me parece increíble, es una herramienta que te da ese poder, así como también un montón de otras cosas. Hoy en día, la fotografía está en la vida de todos, porque todos tenemos una cámara en el celular o una cámara. Es más accesible para la gente hoy en día, cada persona encuentra su propio uso. Pero en mi caso es esa, sentir la tranquilidad de que el instante, lo más efímero que existe, los procesos emocionales, o el sentimiento que te genera algo, quede plasmado.
Entonces, su cámara hace un ruido que suena como “tucs” y transforma eso en algo que se puede percibir claro y preciso.
—Conservo el autorretrato, pero más por una necesidad mía de hacerlo y de lo que me genera a nivel emocional. Mi trabajo es retratar a otras personas, eso me cambió la vida. —Esa pasión por sacar fotos de otras personas, de desnudarlas, llegó lejos. En Madrid, la misma ciudad en la que conoció a una de sus referentes, que, gratis y por internet, la ayudó a formarse.
Sobre conocer a una ídola
Entre los varios nombres de esas primeras conectividades en los que la información no sobraba, apareció Brooke Shaden. Una fotógrafa estadounidense que daba clases online. Vivía en otro país, hablaba otro idioma y era lejana. Y, también, era referente de una uruguaya.
En 2017, Rossina volvió a Madrid. La visita era corta. La extendió hasta que la visa de turista se lo permitió. Sin embargo, esta vez no iba a tomar clases de cine, sino que su objetivo era conocer a Shaden y decirle “gracias”. Nada más.
Desde que tuvo 15 hasta que cumplió 18, Rossina le mandaba mails, veía sus clases en YouTube o en la plataforma Creative Live. No la conocía más allá de una pantalla de distancia. Cuando vio que su referente iba a dar una charla en un congreso, en carne y hueso, voló otra vez.
—Era muy poco personalizada la instancia, claramente no la iba a conocer, pero a mí no me importaba, quería verla y agradecerle. Ese era mi fin: decirle gracias por todo lo que me había enseñado gratis, recuerda.
Sin embargo, parecería que las fotógrafas de hemisferios opuestos estaban destinadas a conocerse. En una de esas tantas charlas que el congreso acogía estaba Rossina acompañada de una amiga, que, de pronto, le pidió que mirara detrás suyo. “Pero no grites”, le aclaró.
Rossina giró la cabeza y la vió. Brooke Shaden estaba sentada detrás de ella. Su referente, su maestra, la persona por la que había viajado, allí estaba. Como si el inconsciente de Rossina la hubiera acompañado desde la entrada y la hubiese colocado justo ahí, a unos metros de ella.
Rossina Abril no gritó. Pero Brookes lloró.
—La paré, la saludé, todo en inglés, y le conté que fui desde Uruguay solo para verla y agradecerle porque de ella había aprendido todo lo que sabía de fotografía y que me había inspirado mucho. Su existencia y su trabajo realmente me cambiaron la vida. Todo el trabajo que ella hace, el de enseñar.
Un día después, Rossina pudo aprender de Shaden, en carne y hueso, todo lo que alguna vez vio mediante internet. Formaron un vínculo, la invitó a su casa. Ese día, Rossina conoció a su ídola.
Sobre aceptar lo que una es
—Me cuesta mucho decirme artista. Sobre todo porque yo siempre estoy jugando. Algo que me identifica mucho es ver gente tocando jazz, porque improvisan y yo soy una persona que a la hora de crear siempre está improvisando. Creo que me definiría como una artista intuitiva. Tengo tatuada la palabra, porque es algo que me guía siempre en el proceso artístico. No me gusta planificar, pero no porque no me guste la planificación, sino por lo opuesto, porque a mí me guía la intuición, y eso no es planificable. —Rossina improvisa. Incluso cuando trabaja en conjunto con otras personas. Entra en trance y la intuición la empuja a hacer de las suyas.
La artista, que, con el tiempo, aceptó que es una, tiene varias facetas, que podrían diferenciarse en el formato que elige para cada cual. Lo analógico: un ritual. Lo digital: un trabajo, que le apasiona, pero que le demanda otra responsabilidad.
En ambos hay una temática en común: el cuerpo. La mujer, la feminidad, la sexualidad.
—El cuerpo desnudo, nuestro cuerpo desnudo, es un cuerpo. No es más que eso. Somos seres sexuales. Sin embargo, mostrar el cuerpo desnudo no implica que vos puedas cosificar el cuerpo según tu idea. Para mí, eso es clave, voy a luchar toda mi vida por eso.
Pero, también, experimentar (tanto con su cuerpo como el de otros) ayuda al autoconocimiento.
—Todo el tiempo nos dicen cómo tiene que ser nuestro vínculo con nuestro propio cuerpo. Entonces, para mí, es una herramienta de lugar seguro, en la que puedo ver cómo es mi vínculo con mi cuerpo, por qué, qué hay en el medio. Es como un trabajo de investigación. —Y en ese camino, sube gente a su viaje. Para Rossina es como una terapia, pero el resultado es tangible: es una foto, que puede tocarse.
Sobre lo análogo y lo digital
Hija de la era del boom de la tecnología, Rossina comenzó a sacar fotos con una cámara digital. En aquel entonces, el rollo era un objeto cuasi obsoleto, un recuerdo. Pero todo lo que va vuelve. Así fue el caso del film. Una Rossina ya fotógrafa se encontró con la película cuando pensaba que ya había encontrado su camino.
—Lo vi como algo mío. Mi rincón donde nadie me conoce, ni siquiera yo misma. Durante mucho tiempo no mostraba mis fotos analógicas, porque eran mías, era mi propio lugar de experimentación.
La Rossina que saca fotos análogas es 100% experimental. Improvisa, aunque usa rollos profesionales y busca calidad en sus imágenes. Se presta al juego y se sumerge en esa incógnita de no saber qué será el resultado después de que su dedo presione el disparador. Juega, moja sus rollos con jugos, los rompe, experimenta. Lo analógico vino a balancear, a sacarla de esa perfección que busca cuando dispara en digital.
—En digital soy perfeccionista, busco calidad, el color perfecto, la textura perfecta, la luz perfecta. Voy a lo armónico. —En digital, la mayoría de las veces, Rossina saca fotos de moda. Habla con la ropa, habla con las modelos. Encuentra otro juego: el que la moda hable por sí sola.
Rossina Abril lo sabía y lo hizo. Sus fotografías viajan por el mundo: aparecieron en Vogue Latinoamérica, en revistas especializadas, en las calles de Montevideo, en eventos, en carteles.
Rossina Abril es una artista.
Por Valentina Temesio
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