Por Juampa Barbero | @juampabarbero

Gus van Sant nunca hizo una biopic de Kurt Cobain, pero Last Days (2005) es lo más cercano que tendremos a una. Inspirada libremente en los últimos momentos del líder de Nirvana, la película no busca responder preguntas ni ofrecer una narrativa clásica, sino sumergirse a la deriva de un hombre que se desvanece entre el ruido de su mente y el peso del mundo.

Si esperás que Last Days sea un viaje al corazón del grunge, con estadios repletos, solos de guitarra furiosos y multitudes extasiadas, este no es tu lugar.

La película de Gus van Sant no se interesa por la gloria ni la leyenda de una estrella, sino por el ocaso silencioso de un hombre atrapado en su propia cabeza. No hay giras, no hay entrevistas explosivas, no está el vértigo de la fama. Solo largos planos de un cuerpo que deambula, una voz que apenas susurra y una música que, cuando aparece, es apenas un vestigio de lo que fue.

Van Sant elige el vacío en lugar del espectáculo. En lugar de revivir el sonido áspero y la furia de la icónica banda de Seattle, nos adentra en una atmósfera despojada, donde la música se reduce a momentos mínimos, casi espectrales. Hay una escena en la que Blake —el alter ego de Cobain, interpretado por Michael Pitt— toca una canción, pero no es un himno generacional ni una explosión de rabia juvenil. Es un murmullo privado, una melodía que parece surgir más de la necesidad que de la inspiración. Incluso cuando la guitarra suena, lo hace en la intimidad, como si el personaje estuviera componiendo para nadie más que para sí mismo.

Last Days (2005)

Desde su trilogía de la muerte [Gerry (2002), Elephant (2003), Last Days], Van Sant explora el tiempo en estado puro. Aquí aborda la historia de Blake, una estrella de rock perdida en una mansión lúgubre, en la que se despliega con una cadencia hipnótica. Apenas hay diálogos y los pocos que existen son triviales, casi absurdos. Pero el cineasta no necesita palabras para transmitir el colapso de su protagonista: lo muestra en los gestos, en las miradas vacías, en la manera en que el cuerpo se pliega sobre sí mismo.

A nivel formal, todas estas películas del director apuestan por la fragmentación temporal y el uso de largos planos secuencia. En Elephant y Gerry la cámara sigue de cerca a los personajes con un estilo flotante y etéreo, mientras que en Last Days la puesta en escena refuerza la sensación de encierro, con encuadres que reducen a Blake a una presencia casi fantasmal dentro de su mansión.

La cámara de Harris Savides se desliza con paciencia extrema, encuadrando a Blake desde la distancia. Atrapado en pasillos, entre árboles o dentro de su propia mente. El sonido es clave: murmullos, ecos, susurros de conversaciones que apenas importan. Todo parece suceder en una especie de limbo, donde el tiempo se estira y se rompe.

Last Days (2005)

A diferencia de la clásica narrativa de ascenso y caída de una estrella de rock, Last Days no glorifica ni romantiza la tragedia. Blake no es un mártir ni un genio incomprendido, sino un hombre agotado, alienado por su propia fama. La película desmantela el mito y lo reemplaza con una experiencia sensorial de decadencia y soledad.

La música, inevitablemente, juega un rol esencial. No hay una banda sonora convencional, sino momentos en los que la improvisación y el ruido construyen la atmósfera. Cuando Blake se sienta a tocar la guitarra, no es un momento de inspiración ni de catarsis, sino de puro aislamiento. La música es su única compañía, su único respiro en un mundo que se desmorona.

Los personajes secundarios orbitan a su alrededor como fantasmas: amigos, representantes, fanáticos, todos en busca de algo. Nadie parece realmente verlo, excepto nosotros, testigos impotentes de su caída. Cuando un investigador privado, interpretado por Ricky Jay, aparece para ofrecer respuestas, Van Sant lo filma con la misma indiferencia con la que filma el bosque: no hay revelaciones, solo vacío.

Last Days (2005)

La casa en la que transcurre la mayor parte del filme se convierte en un personaje en sí misma. En sus habitaciones vacías, sus corredores oscuros y sus rincones polvorientos se siente el peso de la ausencia, de algo que se está desmoronando. Es un espacio que parece al mismo tiempo refugio y prisión.

Las influencias del cine de Béla Tarr y Chantal Akerman son evidentes en la forma en que Van Sant permite que las escenas respiren. No hay prisa por avanzar, porque en el universo de Last Days el tiempo no avanza, simplemente es. Esta elección estilística es lo que hace que la película resulte tan desconcertante y, al mismo tiempo, tan fascinante.

La película juega con la repetición y la monotonía. Blake come cereales, se cambia de ropa, camina sin rumbo. Estas acciones, que en otro contexto serían insignificantes, aquí adquieren un peso existencial. Son los últimos rastros de una rutina que ya no tiene sentido.

Last Days (2005)

Michael Pitt, en una interpretación contenida y casi espectral, capta la fragilidad de un hombre que ya no pertenece a este mundo. Su lenguaje corporal es más elocuente que cualquier diálogo: se tambalea, se arrastra, se esconde. Su voz es apenas un cuchicheo. Es una presencia que ya está a punto de esfumarse.

El desenlace, aunque es inevitable, no es tratado con morbo ni dramatismo. Van Sant lo filma con la misma distancia con la que observó todo lo demás. No hay impacto, no hay shock: solo el silencio de un cuerpo que finalmente deja de cargar con su propia existencia.

Más que una película sobre Kurt Cobain, Last Days es un ensayo sobre la desintegración. No importa cuánto se parezca Michael Pitt al cantante de Nirvana, porque el filme no busca recrear una realidad concreta, sino capturar una sensación: la del fin inminente, la del ruido que se apaga, la de un último respiro.

En su minimalismo extremo, Last Days es una obra que puede resultar exasperante para algunos y fascinante para otros. Es menos una biografía y más una experiencia sensorial. No trata sobre Kurt Cobain, sino sobre la sensación de desaparecer. Y en ese sentido, es una de las películas más radicales y honestas sobre la soledad y el final de una vida.

Last Days (2005)

A diferencia de otros biopics musicales que glorifican la vida de sus protagonistas, Last Days los desmitifica. No hay montajes de éxito ni discursos sobre la industria. No hay un momento épico donde el genio muestra su grandeza. Por el contrario, la película se construye desde la espera, desde el tiempo muerto que otros relatos eluden. Es una historia sin clímax, sin redención, sin el brillo de los reflectores. Es la historia de un hombre que se va desvaneciendo, sin ruido, sin grandes gestos, sin épica.

Si el grunge fue, en parte, una reacción contra la artificialidad del rock de estadio, Last Days es una reacción contra la artificialidad del biopic convencional. No busca condensar una vida en una serie de momentos icónicos, sino retratar la pérdida del rumbo, la sensación de disolución. En este sentido, la película se acerca más al espíritu de Cobain que cualquier dramatización de sus años de gloria.

Porque el grunge, en su esencia, siempre tuvo algo de derrota anticipada, de rabia destinada a apagarse. Last Days captura justamente ese crepúsculo: la lenta desaparición de alguien que, incluso antes de su final, ya se había ido.

Van Sant no nos ofrece la historia de una leyenda, sino la de un hombre que camina hacia su propia extinción. Y al final, lo único que queda es el eco de su ausencia.