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Contenido creado por Manuel Serra
Comiéndome al Mundo
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Singapur: el tigre asiático que ruge desde las entrañas y cuyo estruendo hace olas

Cuando el borrón y cuenta nueva reinventan una nación, crean república y hacen de una pequeña isla un hub mundial.

02.11.2022 17:14

Lectura: 15'

2022-11-02T17:14:00-03:00
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Por Daniela Varela
daniela.varela.martinez@gmail.com

Singapur ruge. La isla de lo que los locales llaman merlion, esa criatura mitológica mitad pez, mitad león, hace un claro honor a su nombre. Así es el sudeste y así son los tigres asiáticos. Recuerdo haber leído, allá por el 2009, el último capítulo de La Historia del Siglo XX de Eric Hobsbawm e imaginarme a Taiwán, Singapur, Corea del Sur y Hong Kong con dientes afilados, superando crisis económicas, sociales, sanitarias y políticas en menos de una generación. Poco iba a imaginarme que lo iba a estar comprobando, e incluso contribuyendo a dicho milagro asiático desde la industria de la comunicación, seis años más tarde, en carne propia. 

Singapur pasó de ser un puerto pirata, cárcel y sede de las mayores resacas de la humanidad de distintos imperios a ser una nación-estado ejemplar en menos de cincuenta años. Puerto estratégico de la Compañía Británica de las Indias Orientales, fue ocupado ferozmente por Japón durante la Segunda Guerra Mundial. También fue expulsado de la Federación de la antigua Malasia por diferencias étnicas y religiosas, ya que la mayoría de su población era de ascendencia del sur de China, de la provincia de Fujian, mientras que en el resto de la Federación eran malayos. Esto sucedía el 9 de agosto de 1965 y a partir de ese momento, Singapur fue planeado y estructurado milimétricamente en pos de construir un sentimiento de pertenencia, orgullo y patria. 

Hay una calle muy particular que demuestra este caleidoscopio e influencia multicultural que hace al rico crisol de identidad singapurense. Al caminar por South Bridge Road, uno puede pasar un largo rato no solo paseando, sino realmente deslumbrado por visitar una mezquita, un templo hindú y uno budista.  Todos se encuentran en la misma cuadra, a pocos metros de distancia uno de otro, justo al lado de uno de los nuevos centros de devotos del siglo XXI: el centro financiero de la ciudad que coincidentemente es uno de los hubs regionales y mundiales de comercio. 

Desde su bandera, que articula la influencia de la religión musulmana con los colores chinos, hasta el merlion, figura nacional con cuatro dientes, cada uno de ellos representando a las cuatro ascendencias étnicas mayoritarias: la china, la malaya, la india y la británica o euroasiática como ellos le llaman, nada es dejado al azar. Lee Kwan Yew, primer ministro de la isla desde su independencia y gran influyente político hasta su muerte en 2015, priorizó la igualdad que no sintió siendo parte de la Federación Malaya. Con un puño de hierro, instauró políticas implacables y leyes extremadamente duras, con un fuerte componente social, enfatizando la educación, la salud, la vivienda y la seguridad para todos, ya que al tener que articular un puzzle de piezas tan diversas, se necesitaban claras estrategias para triunfar como nación. No había margen de error. Sigue sin existir, y se puede percibir en el concepto kiasu, que utilizan con frecuencia en singlish, esa mezcla de argot isleño, con mezclas coloquiales de indio, malayo y chino con el inglés extremadamente acentuado de Singapur. Kiasu significa “tomar medidas extremas en pos de conseguir el éxito y por consiguiente, una vergüenza al fracaso”, principalmente a la mediocridad y a la insuficiencia de ser segundo, o ese concepto de “casi” que diferencia un trabajo bien hecho de la perfección.  

La cocina singapurense es otro claro indicio de identidad y de diversidad étnica de la cultura de este país. La comida está influenciada por los nativos malayos, las tradiciones chinas, indonesias, indias, peranakan y aquellos sabores de las mayorías occidentales predominantes del área en su momento, como eran la inglesa, la holandesa y portuguesa. Peranakan es la categoría que resulta de la mezcla de matrimonios interraciales entre chinos con malayos o chinos con indonesios.

Es muy común recibir una invitación a Makan,lah? Yo la recibí por primera vez con mi amigo Sameer. En Singapur, comer, o como dicen los lugareños, makan, es más que solo un hábito de sustento o una excusa de encuentro. Es una obsesión nacional, una pasión, una forma de vida. Los amigos no se saludan con un “hola” o con un “¿cómo estás?”. En su lugar dirán en singlish, un sólido sudah makan?, que se traduce a algo así como si ya comiste. Por supuesto que la mayoría de las veces la respuesta suele ser sí. Y el mejor lugar para hacerlo, no solo certificado por las estrellas Michelin o por el mismísimo Anthony Bourdain, sino por toda una nación entera mucho antes que ellos, son los hawker centers

Actualmente hay 114 hawkers en Singapur. A primera vista, parecen ser plazas de comidas. Pero, en sus edificios semicerrados que albergan filas y filas de pequeños puestos de comida, yace el verdadero Singapur que vive y lucha desde hace más de 50 años. Allí sirven una variedad de alimentos y postres casi siempre preparados a pedido. Las bebidas se adquieren por separado, en puestos específicos. Los hawkers fueron construidos por los británicos como una solución saludable e higiénica a los puestos de comida callejera de aquel entonces, cuando hicieron obligatorio conseguir un puesto adecuado, con electricidad, agua corriente y limpia. Ahora se han convertido en un lugar de ritual icónico para locales, inmigrantes y turistas por igual, mostrando una vez más cómo gente tan diversa puede conectar sentada en la mesa, con comida como excusa. 

A primera vista, estos puestos se asemejan a la sección de probadores de una gran tienda de ropa, acomodados uno al lado del otro, rebosando equipos de cocina e ingredientes. Pero hay que hacer un esfuerzo para que su tamaño no nos engañe. Por más pequeña y atiborrada que esa cocina luzca, su técnica, limpieza y sabor nos sorprenderá. Evaluados anualmente con letras de la A a la D que disponen su categoría, es muy difícil dar con un stand que no nos deje al borde de un coma gastronómico por la abundancia y delicia de sus platos. 

Uno podría pensar que solo en el elegante Hotel Raffles hay un protocolo a realizar, como el de tirar las cáscaras de maní al suelo mientras se toma el famoso Singapur Sling, ambas actitudes dignas de un supuesto estatus imperial de la época colonial. Pero eso sería un grave error: navegar con soltura en el mundo del hawker requiere de ciertas técnicas y etiquetas que pueden pasar desapercibida al simple espectador. Por ejemplo, hay que procurar buscar puestos con historia. Cuanto más antiguo sea el cocinero, más sabor tendrá el plato y por lo general, serán ellos mismos los autores de las recetas, esos chefs autodidactas que, por supuesto, también son dueños del stand. Los puestos se han sucedido de generación en generación y algunos de los nuevos y jóvenes propietarios han realizado cambios al menú y logrado cocinas fusión. Una técnica infalible para tomar la difícil decisión de qué comer es fijarse en la fila. Otra que deporte nacional. Si hay algo que vale la pena probar o ver, los singapurenses se llenan de paciencia y esperarán en largas y calurosas filas. Por lo que, si un puesto vale la pena, su demanda y su fila lo develará (este truco aplica a todos los lugares callejeros del sudeste asiático). 

Los hawkers, al ser lugares de encuentro tan populares como deliciosos, suelen llenarse en horas pico del almuerzo o cena. Pero, lejos de desesperar, los locales desarrollaron un sistema de reservas de asientos que, si bien parece precario, es brillante. Las mesas son grandes y comunales, por lo que ellos chopean las mesas, es decir, dejan un paquetito de pañuelitos de papel sobre la mesa, reservando así los lugares. A veces, también se encuentran paraguas o las identificaciones de las oficinas, pero estas dos últimas no son tan útiles a la hora de necesitar una servilleta. La venta de pañuelitos ha desarrollado un negocio paralelo dentro de los hawker a mano de las aunties o uncles, como llaman cariñosamente a aquellas personas mayores que venden los paquetitos de pañuelos a dólar. Por último, no levantar la bandeja es un signo de buena educación. Sí, no es un error de edición ni de tipeo. Por el contrario, hay que luchar fuertemente contra la Marie Kondo que todos llevamos dentro y hacer el ejercicio de dejar la bandeja arriba de la mesa. Cada hawker tiene empleados de limpieza cuyo trabajo es clasificar las bandejas según el puesto (ya que habrá algunos de comida halal, es decir, aquellos avalados para su uso por la religión musulmana y otros que no) y limpiar las mesas. Es un trabajo considerado muy digno y se ofenden si se los ayuda, por lo que procure dejar su bandeja sobre la mesa y agradezca cuando se los cruce, aunque será cordialmente ignorado pues ellos estarán limpiando otras mesas o con el trapo al hombro leyendo el diario. 

Algunos de mis hawkers favoritos son el Old Airport Road, Tiong Bahru, Tanjong Pagar Plaza, Maxwell Center Makansutra, Gluttons Bay, Telok Ayer Plaza, Chinatown Complex Food Hawker Center, Timbre+ y Lao Pa Sat. 

Lau Pa Sat o Telok Ayer Plaza son de los más turísticos y, junto a Amoy Street Food Centre, los que me quedaban más cerca de la oficina. Construido en el siglo XIX, Lau Pa Sat se transformó en un verdadero hito singapurense, nombrado monumento nacional en 1973. Situado en el corazón del distrito financiero, se encuentra en la esquina de Robinson Road y Raffles Quay. Las mejores opciones que degusté debajo de sus techos art déco fueron los won tong chicken noodles en el stand local, el lechón con arroz en el stand filipino, el pad thai, pollo al cajún y el curry verde en el tailandés y el chicken tonkatsu en el japonés. No puedo olvidar mi jugo de naranja recién exprimido con ananá que me acompañaba todos los mediodías. De frecuentar Lau Pa Sat, es recomendable sacar la tarjeta Kopitam, que sale 2 dólares y con la que se obtiene un 10% de descuento en cada compra que se realiza dentro del establecimiento. Al ir a la hora de la cena, en la calle Boon Tat, se despliega una extensión del mercado con decenas de puestos de satay. Es gracioso porque de repente el gris de los trajes de los ejecutivos, así como el olor a café de las largas jornadas laborales permuta automáticamente por el brillante color amarillo del fuego en las parrillas y el olor a humo agridulce del satay. Todos son deliciosos y resulta en una tarde muy entretenida al ver las destrezas no solo del dominio del wok sino de ventas a los gritos, dignas de la bolsa de Wall Street. Si hay que invertir, mi apuesta va para mi puesto favorito: el número 6. 

Los contrastes que hacen a Singapur me hacen muy difícil elegir un solo plato. El cangrejo con chili o su versión a la pimienta negra son sus platos de exportación. Se marinan los cangrejos frescos durante largas horas en estas salsas particulares y se cocinan a su perfecto punto, servidos con una guarnición de arroz o vegetales. El arroz con pollo también es una firma característica de la isla. Incluso, en el hawker center de Chinatown (Blk 335, Smith Street #02-126 Chinatown Food Complex) se puede degustar por 1,47 dólares el famoso Hong Kong Soya Chicken Rice del señor Chan Hon Meng, ganador de una estrella Michellin. Su menú es reducido, y ningún plato va más allá de los 3 dólares americanos: arroz con pollo en salsa de soja, noodles con pollo, arroz con cerdo y bok choy char sew, que consiste en vegetales en una salsa barbacoa agridulce hecha de azúcar rubia. Por último, vale mencionar el laksa, una sopa en base a curry picante, con influencia malaya e india, preparada con leche de coco, camarones secos y noodles. Las malas lenguas y buenos paladares dicen que se acompaña de cerveza de barril. Por supuesto, no puedo no mencionar el famoso durian, la fruta rey, cuyo aroma fuerte y característico, hace que se la defina como un “gusto adquirido”. Soy muy sincera, solo lo probé en formato helado y su sabor no era tan malo como su aroma. 

Me es difícil destacar una sola anécdota de esta isla sin caer en el cliché turístico. Quizás el mayor recuerdo sea el reflexionar sobre esta polaridad de sensaciones, de extremos, que demuestra una vez más la danza de contrastes que enriquece y hace a este lugar. Uno puede visitarlo y vivir el lujo extravagante sin culpas: visitar el Fullerton Bay Hotel o el Marina Bay Sands y disfrutar de las imponentes vistas con trago mediante, o vivir el calor del fuego del satay en los hawkers. Lo lindo de todo esto, es que decida lo que decida, con lentejuelas o de chancletas, el sudor y la humedad son democráticos para todos. 

Al pensar en el sudeste uno piensa en caos, en movimiento, en multitudes con locura y frenesí. Y es verdad, esto es así y aplica a Singapur también, pero únicamente sucederá durante las temporadas de ofertas en Orchard Road, la calle que determina la zona comercial de la isla. Luego, en el día a día, el caos desaparecerá en una ciudad que parece orquestar una coreografía. Incluso en dicha perfección, se puede percibir el contraste: la gente que sonríe y la que no, los ancianos ansiosos por charlar y los que solo buscan un momento de paz jugando al mahjong, el mal llamado domino chino, o leyendo el diario. El contraste en los niños, aquellos que juegan en sus pantallas de celulares, sentados en el metro más silencioso del mundo, o aquellos que juegan con otros niños, con pelotas y burbujas de jabón al aire libre. El contraste de vivir en un edificio HDB (House Development Board, o el Banco Hipotecario de Singapur) donde el gobierno determina la cantidad de familias de distintos orígenes étnicos que viven en cada piso para continuar garantizando sentimiento nacional y generando comunidad, versus los condominios ostentosos y onerosos llenos de inmigrantes de paso. Esos contrastes se entremezclan y eliminan cuando se vive, con la misma devoción y respeto, el encendido de un incienso junto a una ofrenda de naranjas para año nuevo lunar o los festivales de comida halal durante Ramadán, todos celebrando en el hawker más cercano.  

En Singapur, y en varias culturas asiáticas, la buena fortuna es un valor deseado. Incluso, durante las festividades de año nuevo lunar o año nuevo chino, el deseo que se expresa no es el de un buen o feliz año. Por el contrario, se dice gong xi fa cai, que significa buena fortuna, o literalmente, “te deseo que te vuelvas rico”. 

Me gusta mucho esta acepción y me encanta cómo funciona en español. Rico de dinero y rico de sabroso, ningún adjetivo más adecuado para describir a este tigre asiático. Durante mi estancia en Singapur, aprendí muchísimo, particularmente sobre aquellas cosas que no quería. Nuevamente, el contraste me mostró aquello que sí deseaba, y sin dudas que fue un tiempo muy rico: no solo los impuestos eran muy bajos y los sueldos muy buenos, sino que degusté absolutamente todo lo que se me servía en la mesa con un placer sin igual. 

Recuerdo la famosa frase de Bruce Lee sobre ser agua. El día anterior a irme de Singapur fui con mi amiga Larissa al Marina Bay Sands a tomar el té a la tienda Twinings. Quería pasear por la bahía y darme el gusto. Nos sirvieron en una tetera divina. Y Bruce decía, que lo maravilloso del agua, es que puede ser y existir sin formas, ni estructuras ni conceptos. Que puede transformarse en todo aquello que quiere y toca, que es un todo y una nada al mismo tiempo. Si se pone en un vaso, se torna vaso, y si se coloca en una tetera, se vuelve tetera. Y en esa tetera transparente, con las hojas frescas de té, las flores abriéndose por el agua caliente y sus tacitas haciendo juego, me recordaron esa frase célebre que dicho actor utilizó, y que, en ese mismísimo momento, yo la estaba cabalmente entendiendo. Singapur fue tabula rasa para Lee Kwan Yew y lo es para todo aquel que se  anima a descubrir sus contrastes, conocer sus límites y escribir los propios. No por nada es una isla rodeada de agua. 

*Daniela Varela es comunicadora, escritora y directora creativa. Entre otras cosas, estudió gastronomía profesional, antropología cultural y periodismo gastronómico. Comparte sus pasiones de viajar, comer y escribir en Bites&KMs. Actualmente, es creativa publicitaria en la ciudad de Nueva York. Es frecuente encontrarla escribiendo sus historias en distintos cafés de Brooklyn.

Por Daniela Varela
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