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Historias
Yo te esperaré

Un barco noruego: la obsesión de un artista uruguayo que quiere exponerlo en Playa Verde

El artista Diego Haretche compró un barco abandonado del siglo XX, lo restauró y planea exponerlo en el jardín de su casa.

09.02.2023 14:10

Lectura: 8'

2023-02-09T14:10:00-03:00
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Por Agustina Lombardi

Diego Haretche vive escondido en Playa Verde. Duerme dentro de un ómnibus viejo —de los que eran un poco más bajos y cortos— que él mismo restauró con su padre. Ahí también tiene su taller. Una casa de diseño. Alrededor de la mitad de las cosas que hay allí son de madera y hechas por él; el deck exterior donde está la cocina, las sillas, las mesas, las decoraciones que las cubren, cuelgan del techo o posan sobre las tablas del piso. La madera es para Diego algo especial.

Recolecta objetos para crear otros; palos, leños, pinos y otros tipos de madera que suelen regalarle, que evita comprar. Además, dice que, de todo lo que recolecta, le gusta tener 100 objetos. Así viste cualquier superficie: con lápices, espadas, pedacitos de madera de cualquier forma, piedras, huevos de madera, fichas redondas, utensilios de cocina, bancos. Tonos beige, marrón y tierra. Habita ese espacio hundido entre árboles, rodeado de arbustos, plantas colgantes y luz natural.

La naturaleza es la materia prima de Haretche, su arte depende de qué materiales logra apropiarse. Este año se apropió de un barco.

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En 1920 llegaba a Uruguay desde Noruega la embarcación Fritjorf, según las averiguaciones de Haretche. Un barco de “gran calado” y “hierro robusto” que se utilizaba como remolcador; tenía la función de empujar y asistir a otros barcos en accidentes. Trabajó durante años en el puerto de Montevideo y en 2002 sufrió un naufragio en el que uno de sus tripulantes murió y desapareció.

—En honor a él estamos haciendo un pasaje para el acceso del barco. —Cuando Diego consiga el permiso para trasladar la embarcación, con la ayuda de una empresa de grúas, antes de colocarlo en su jardín, tendrá que hacerlo pasar por el camino Elvio Pizarro, donde ya taló varios árboles.

Entre compras, remates y abandonos, el barco noruego terminó anclado en el puerto de Piriápolis sin la habilitación para navegar, desgastándose y acumulando deudas.

Era enero de 2022 y Haretche navegaba por el Río de la Plata. Acompañaba a un amigo a llevar un velero desde Colonia hasta Piriápolis, quien, en alguna conversación que mantuvieron durante esos tres días sobre el mar, le comentó que en el puerto al que se dirigían había un barco abandonado, que nadie quería. Sobre las seis de la mañana, después de “una noche espantosa”, Haretche pisó tierra y se dirigió hacia el barco: una estructura de 100 metros cuadrados y seis metros de altura de madera de lapacho por el exterior, con un borde superior robusto, de hierro, que le permitía cumplir su función de ayuda, cuenta. 

Foto: Javier Noceti

Foto: Javier Noceti

Enseguida comenzó las averiguaciones: ¿qué pasa con el barco?, ¿cómo se adquiere?, ¿al comprarlo se puede trasladar? “Hasta que no lo compres no te puedo responder”, le contestaron. Con esa incertidumbre, lo pensó y, en junio, se hizo de él.

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—Si este barco me lo daban con la mitad de precio y tiempo, pero en Colonia, no lo iba ni a mirar. Lo quiero porque está acá y me siento de acá. Si está acá, es para mí.

Cuando Haretche tenía once años, sus padres decidieron empezar a veranear en Playa Verde. Veranos de ir a pescar, bucear, caminar por el cerro, la playa o el bosque: “Acá está todo”. “Acá”, dice desde su escape de la ciudad, en el balneario que sembró su vínculo con la naturaleza.

—Al estar viviendo acá, cambió mi manera de crear.

—¿De qué forma?

—El tiempo que le dedico, tener un espacio. Me levanto a ver cosas que me inspiran, porque las tengo acá, en el contacto cotidiano con la arena, la tierra. Eso es distinto a levantarte y ver la calle, la oficina, el auto.

El pavimento, los edificios, las bocinas y el color gris de Montevideo hacían del contexto de Haretche diseñador gráfico, no artista. Aprendió sobre arte y diseño en la era analógica, usando las manos. Pero, mientras trabajaba, el mundo se le digitalizó —con internet, Photoshop— y su búsqueda inicial comenzó a alejarse. Hace menos de 10 años Haretche logró reencontrarse con la materia. Su relación artística con la madera nació en la carrera de Carpintería de Don Bosco, donde le enseñaron a producir utilitarios: bancos, sillas, mesas. Pero Haretche no quería ser carpintero. A él le movía la estética por sobre la funcionalidad de las cosas.

—En lo que hago hoy, el resultado y mi tiempo tienen que ver con un banco y no con la comunicación de cosas, de productos, servicios, marcas.

—¿Qué es lo que tanto te atrae de un banco, de lo tangible?

—Que es modificar algo y poder ponerlo en el lugar de ser usado, admirado. En la mayoría de los materiales sobre los que trabajo, ya no iban a tener el mismo fin que para el que fueron hechos. No iban a ser vistos con el potencial que yo les veo.

Hace no más de cuatro años que instaló su taller y hogar en la estructura que construyó él mismo con la ayuda de su padre, un ingeniero que “tiene el don de hacer”. Su madre, “el don de ver bien”, dice. “Acá”, sentado en una silla de madera, sobre el deck de madera, rodeado de diseños colgantes de madera, plantas y cuadros simétricos, reflexiona sobre su trayectoria:

—Soy un artista. Ya no soy más diseñador, lo abandoné. Puedo ver, entender, decodificar, o comentar, pero ya no puedo diseñar. —Recuerda que un 31 de diciembre, ya instalado en Playa Verde, Claudia Fernández y su marido visitaron el taller y le compraron su primer banco. Que alguien estuviese dispuesto a pagar por una de sus obras lo hizo concebirse como artista.

—¿Cuál es tu visión artística?

—No lo tengo claro. Sí sé que tengo una creación muy simple. De las cosas más importantes es que encuentres en ese objeto la historia del objeto por encima de mi intervención.

Foto: Javier Noceti

Foto: Javier Noceti

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El invierno de 2021 Haretche se pasó limpiando su barco: pedazos de cables, fusibles, plásticos, botellas, bolsas de basura, mugre. El despojo siguió por la estructura de la embarcación con el fin de “llegar al esqueleto” de 120 años. Sacó roperos, cuchetas, paredes intermedias, partes del motor, la caldera, caños. Se deshizo de casi todo, menos de lo que “es parte de la historia del barco”, con lo que armó un “pequeño altar” de piezas antiguas. 

También se pasó —y se pasa— yendo a oficinas públicas para averiguar cuándo se podía llevar su barco. Cuenta que, en una de sus visitas semanales a Hidrografía, Administración Nacional de Puertos (ANP), el puerto o el Ministerio de Transporte, en las que intentaba resolver “temas burocráticos eternos” ligados a la obtención del barco, terminó llorando frente a la mujer que lo atendió en el mostrador.

Le contaron del barco, lo conoció, se convenció de comprarlo, trabajó en él, se enojó y peleó, se frustró y decepcionó, lloró, pidió ayuda. Las idas y vueltas entre el barco y la posibilidad de llevárselo lo llevaron a abandonar el “ir al puerto y hacer cosas”. Volvió al taller a producir “nada que ver con el barco”. Crear le confirmó que, como artista, se merecía la embarcación, su obra le confirmó que sería capaz de trabajar en él, cuenta. Nunca dejó de pensar en el barco.

—Si no funciona, voy a tener un volumen de muchos metros cúbicos. Tengo una vivienda. No quiero que el barco sea una vivienda, pero si por algo no puedo generar un tema artístico y escultórico con eso, en el peor de los casos, tengo una casa con forma de barco.

—¿Te arrepentís?

—No me arrepiento porque sé que va a estar todo bien. —Cuenta que un amigo le dice que cada cosa que hace como artista, es un “salto al vacío y, en el momento en el que las cosas tienen que suceder, suceden”. —Yo no programo, no proyecto. 

Antes de que el barco le perteneciera a Haretche, existió la posibilidad de que fuese desguazado, algo “imposible” para él, que no haría nada que impidiese su “potencial navegabilidad” el día de mañana:

—Alguien decidió que iba a ser un barco, que toda esa madera iba a ser un barco hace muchísimos años. Fue barco todo el tiempo que pudo, hay algunas maderas que está ahí dentro que, probablemente, hayan sido más tiempo de su vida barco que árbol. Y más tiempo de su vida barco que madera. ¿Cómo voy a cambiar eso?

El día que su barco esté colocado en el jardín de Playa Verde, Haretche piensa proponer una “una experiencia sensorial hermosa de la madera, de lo visual, de poder meterse dentro”. El Fritjorf aún está anclado en el puerto de Piriápolis, esperando a que la ANP habilite que Diego Haretche, su nuevo dueño, se lo pueda llevar para su casa.

Foto: Javier Noceti

Foto: Javier Noceti

Por Agustina Lombardi