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Contenido creado por Manuel Serra
Música
Sigue siendo una niña

Un viaje a New York City: crónica de una Patti Smith con las botas más puestas que nunca

Viajamos a la vigilia de su cumpleaños, donde la patrona dio un show lleno de humanismo y fe porque “la gente sigue teniendo el poder”.

31.12.2023 16:05

Lectura: 15'

2023-12-31T16:05:00-03:00
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Por Diego Paseyro
dpaseyro

El periodista Jimmy Breslin dijo sobre New York alguna vez: “Cuando salgas no irás a ningún lado”. Esa frase estuvo dándome vueltas por la cabeza desde que llegué el pasado 24 de diciembre a la ciudad que nunca duerme, y un auténtico vagabundo neoyorquino, apenas salía del JFK, me dijo: “Merry Christmas, brother”. El frío invernal se hacía sentir y, a pesar de que eran apenas las seis de la mañana, ya sabía que el monstruo se estaba despertando, que iba directo a las fauces del mundo occidental, a ese iceberg de diamantes flotando en un río, como dijo Capote, o mejor aún, a esa ciudad donde puedes morirte de frío y nadie lo notaría, en palabras de Dylan.

Me quedaría en el apartamento de un conocido que viajó a Montevideo para el casamiento de su hermano. Hicimos trueque transitorio de inmuebles. Situado en el barrio de Astoria, en Queens, hacía allí me dirigí, tres subtes mediante. El primero para salir del aeropuerto y luego otro hasta tomar la línea N que me dejara en la estación de Broadway. Debía ir a la avenida homónima y la 35 St. Creo que no se necesita mucho para sentirse neoyorquino, pero de lo que estoy seguro es de que se necesitan sólo cinco minutos para saber que uno está allí. No hay tiempo de inducciones ni bienvenidas cordiales. La ciudad te ignora y recibe con el mismo ahínco y desdén. Las bocinas y frenos ensordecedores de los trenes silencian cualquier saxofón o guitarra que pudiese estar sonando y no te llevará más de treinta segundos escuchar distintos idiomas o dialectos. No importa desde qué estación emerjas a la superficie, desde qué agujero la ciudad te para, de parir, podrás comprar un pretzel. Todo está neuróticamente señalizado, numerado, clasificado. No hay azar posible en una ciudad con policías en cada esquina, cámaras y constantes recordatorios de que el orden es el bien mayor, de que semejante kraken financiero no puede regirse por nada que siquiera se asemeje a la anarquía. La tarjeta de crédito o débito es suficiente para pagar el subterráneo. Tap and go. Tap more, pay less.

¿Dónde están las ratas de las que tanto se habla? Todavía no vi ninguna. ¿Dónde está la corrupción policial, la suciedad de las calles, los callejones con transas, las prostitutas y los dealers? ¿Dónde está Nueva York? ¿Es que ni siquiera tenía que salir de la ciudad para no ir a ninguna parte? ¿Tan solo bastaba con haber llegado? Estoy seguro de que todo está allí, apañándoselas para sobrevivir, escondido tras el reflejo enceguecedor de los colosos que se erigen en cada esquina y le juegan una carrera al cielo. Los edificios de finales de siglo XIX y principios del XX resisten la avanzada moderna de la estética lisa y pulida de los perros de Koons, que dicho sea de paso me topé con uno, en el hall de una sucursal de Chase: limpio, pulcro, pulido. Esa tensión imposible genera contrastes esquizofrénicos. Los mismos contrastes que, entiendo, están dentro nuestro y que han configurado a los Estados modernos: civilización y barbarie, lo salvaje y lo domesticado, Apolo y Dionisio.

Donde hasta no hace tanto tiempo supo estar el emblemático CBGB en la 315 del Bowery en East Village, allí donde Bob Dylan seguramente vio a algún vagabundo ser invisibilizado, pub que vio a nacer a bandas como Blondie, Talking Heads o Ramones, hoy hay una tienda de ropa, John Varvatos, donde se encuentran camperas de cuero a 2000 dólares. A pocas cuadras de allí, en el cruce de Bedford y Grove St. está el edificio que se usó de fachada para la serie Friends. Abajo no está el Central Perk sino un pintoresco restaurante. Greenwich Village es un barrio residencial, oscuro y silencioso. El alquiler de un apartamento de un baño y un dormitorio no baja de los 3000 dólares mensuales. Cuando Bob Dylan hizo su primer concierto en Nueva York, en el Café Wha?, 115 Macdougal St. el 24 de enero de 1961, era una zona que nucleaba a artistas, hippies y otros personajes contraculturales. En fin, la bohemia en su más amplio sentido antes de que Twain, Hemingway o Warhol fuesen mojones culturales ineludibles. Caminarla es ser protagonista de decenas de series y películas que han formado y educado nuestra sensibilidad. Nuestros estándares estéticos. Lo cierto es que nadie de clase media vive allí, entendiéndola como lo hacemos en Uruguay, esto es, asalariados promedio.

En el árbol de navidad del Rockefeller Center sería imposible que Kevin McCallister fuese encontrado por su madre en una escena que los tenía como los únicos protagonistas. Esos tótems neoyorquinos han sido tomados por multitudes que se agolpan con frenesí para sacarse la selfie definitiva, mientras los vendedores ambulantes hacen malabares para mover sus carros, los niños lloran y la policía direcciona con vayas a la turba y el tránsito. Hay lugares de Manhattan que te gritan con más furia que otros que estás en Nueva York, y en estas fechas, que estás en navidad, de camino a un año nuevo. Al antedicho hay que agregarle, naturalmente, Times Square. 

Entre tanto caos ordenado, euforia, olor a aceite quemado y una oferta agobiante de souvenirs y relojes truchos, necesitaba conectar con algo de lo que fue la ciudad, o de lo que creo que fue, o de lo que me contaron. En fin, quería vivir, ser parte, al menos por un instante, del mito. De eso que resonaba en mis oídos y quedaba prendido en mis pupilas, cada vez que se la nombraba en alguna historia, poema o canción. Cada vez que una escena la tenía como protagonista de una experiencia estética impostergable, como Buenos Muchachos, El padrino, Annie Hall, Taxi Driver o Seinfeld. Es así que, en la noche del pasado jueves 28 me dirigí al ya nombrado Cafe Wha? para un concierto homenaje a los años sesenta. Sonarían temas de Dylan, Cohen, Mitchell, Peter, Paul and Mary, entre otros, interpretados por jóvenes músicos, auténticamente neoyorquinos. Era mi chance de dejar de ser, al menos por un instante, un lugar en un tren, una negativa a una oferta en carruaje por el Central Park, un posible terrorista o un actor de reparto en la selfie de alguien más.

Las puertas del pub se abrían a las seis de la tarde, y allí estaba yo. Fui, literalmente, el primero. Veinte minutos después se abrieron, y ya había una fila considerable tras de mí. Me pidieron la cédula, me escanearon el código QR desde mi celular, y me marcaron la muñeca con una equis que a simple vista casi no se veía, pero que una vez adentro del bar, bajando unas empinadas escaleras, otro de seguridad me la alumbró y pude ver cómo brillaba. Al ser de color amarillo, significaba que no era premium, sino general, por lo que me senté de costado al escenario. No habían pasado cinco minutos y una moza vino a tomarme el pedido disculpándose por la demora. Me dijo que querían que todos los asistentes estuviesen sentados antes de que nadie comenzara a ordenar algo. Por mi cabeza se agolpaban pensamientos repletos de incredulidad. Cada movimiento estaba calculado y estudiado. El momento para pedir algo era ese, o así lo interpreté yo. Doce alitas de pollo y una Guinness estaría bien para arrancar. La moza me pidió la tarjeta, y me dijo que al final de la noche me la devolvería. De nuevo, los mismos pensamientos quisieron salir al cruce de una maquinaria que tracciona con o sin nuestra aprobación. Se la dejé. A nadie, excepto a mí, parecía siquiera ocurrírsele la idea de que la clonaran, de que me cobraran de más, de que se les perdiera. Cuando estaba sonando la penúltima canción, la misma moza vino con una Tablet a mostrarme que lo que gasté fue lo que allí aparecía, y me cobró. Cuando terminara el show no habría tiempo de semejantes transacciones porque comenzaría otro. Tocaba una banda local y había que ordenar y limpiar todo. Nada de “me tomo una más y arranco”, o “la penúltima”.

Había pagado por ese show, no por el siguiente, y una hora y media después de haber entrado, estaba afuera, siendo sacudido por el malón nocturno que iba y venía con la misma convicción, sin importar si eran auspiciantes de Gucci, Tiffany's, Dior o de un jogging y un gorro de lana de los Knicks comprado en el barrio chino. La temperatura había bajado y una pequeña garúa caía como aserrín. Eran las ocho y media y se sentía como medianoche. Lo que había ido a buscar lo obtuve a medias, aunque no pude no llevarme una exquisita versión de Susanne de Cohen. Haber estado en ese pub que supo tener a Hendrix, Springsteen o a Velvet Underground, sin dudas que me había hecho olvidar por un instante que no estaba en el Madame Tussaud hecho ciudad, viendo a cada paso lo que era, pero a su vez no, en un viaje hiper realista por la memoria. Sin embargo, necesitaba algo más, y no iba a tardar en llegar, ya que, en la noche del sábado 30, tenía entrada para ver en el Brooklyn Steel, a la madrina del Rock, a la mismísima Patricia Lee Smith, quien ese mismo día, estaría cumpliendo 77 años.

El día anterior había ido a la High Line, ese parque montado sobre una obsoleta línea de tren que se extiende por más de veinte calles. Nuevamente apareció la tensión entre el olvido y la memoria, entre el ayer y el hoy. En cómo esta ciudad todo lo recicla, lo convierte en museo, parque, plaza, mirador. No pude no pensar en A.F.E. Allí sí que venció el olvido, el desdén, lo salvaje. ¿Era eso lo que estaba pidiendo, reclamando, extrañando? No pude responderme, pero recorrí toda la línea llevándome postales con edificios que, cuando uno se pregunta dónde estarán, aparecen de imprevisto, en una esquina cualquiera, y se dejan ver, con su fálica y añejada elegancia y opulencia. El Empire State, el nuevo edificio de la Zona Cero, más alto y espejado que las antiguas Torres Gemelas, símbolo del orgullo y el poder de un país que hace de la muerte una excursión turística. El Chrysler. Al llegar la tarde y luego de haber retornado al apartamento donde me estoy quedando, y mientras hacía un zapping informativo local, una notificación del calendario del celular me recordó que en treinta minutos empezaba el show de Patti. Mi corazón se aceleró. Aceleró con la misma estridencia con la que se mueven los vagones del subte.

Me incorporé de un salto y entré a chequear las entradas. Efectivamente, había sacado para el 29, no para el 30. Incrédulo, queriendo negar la realidad, pero debiendo tener que aceptarla, casi como me sucede siempre en el resto de mi vida, me volví a calzar y llamé a un Lyft, una especie de Uber. En menos de dos minutos estaba abajo y yo, dudando si tenía las llaves y la billetera, me metí en el asiento de atrás sin siquiera haberme puesto la campera. El destino ya estaba marcado. Literalmente. La hora de llegada que aparecía en el celular del conductor era las 19:59. Un minuto antes de que empezara. No podía creer semejante descuido, semejante acto fallido. ¡Desde que había llegado a Nueva York tenía ese toque en mi cabeza! Estar alojado en Queens jugó a mi favor, ya que el concierto era en Brooklyn. Mientras cruzábamos el puente Kosciuszko nuevamente apareció la elegancia y opulencia neoyorquina, pero ahora, hecha noche. Los falos se encienden; faros guía del honor y el poder. Llegué a las ocho en punto. Todavía había gente entrando. Finalmente me tranquilicé. A pesar de todo, lo había logrado. En el primer control me pidieron la cédula, en el segundo, como no tenía mochila no fue necesario pasar por el detector de metales, y en el tercero leyeron mi código QR. Estaba adentro. Una especie de BJ (Uruguay 960), para aquellos que fuimos en Montevideo alguna vez, pero más grande, todo de acero y pintado de negro. Ya podía sentir que estaba en otro lugar. A pesar de los controles, de la vigilancia, de que en la ropería te mandan un código a tu celular con un número para que tu abrigo no se pierda. No pude no pensar en la cantidad de antros donde dejé mis camperas a lo largo de la vida y lo único que recibí a cambio fue un ticket de carnicería con un número. Nunca me fui de un boliche sin mi campera, pensé.

Pero por primera vez desde que bajé en el JFK algo de lo que vine a buscar estaba sucediendo. Cerveza en mano entre a la sala con capacidad para 1800 personas. Estaba lleno. Todos parados. Los músicos entran de a uno. El primero, el legendario baterista de la banda, Jay Dee Daugherty, seguido por Lenny Kaye, Tony Shanahan, Jackson Smith, y la última, la patrona, Patti Smith. “I'm glad to be back”, fueron sus primeras palabras, y el público se entregó a ella al instante. La noche anterior habían tocado en Chicago, luego de un parate por un percance de salud de la reina del punk en Italia que la llevó, incluso, a cancelar un show en Bolonia. Estaba ahí. A unos pocos metros, derrochando humor, ironía y vitalidad. Contando anécdotas de cuando vivía en el Chelsea Hotel con Robert Mapplethorpe, de cuando nacieron sus hijos, de cuando murió su esposo. De la escena de los sesenta. De un aria de María Callas, que estaba sonando el día que el hermano de Robert la llamó para decirle que había muerto. No la cantó, pero la leyó. De un libro que le regaló Bob Dylan y que estaba manchado con meo de gato y de un huevo dorado que apoyó al costado del escenario y que “rompió” sobre el final del toque en medio de la exuberante horses. Cada tema era antecedido por un diálogo franco y fluido con el público.

“I love you, Patti!” “¿Qué medias tienes puestas?” “¿Vas a escupir?” Si no lograba escuchar, alguien cercano a ella le repetía la pregunta. Dijo que lo que más le costó durante la pandemia fue no poder escupir a sus anchas y, sobre sus medias, que tenía puesta una calza térmica. “Soy demasiado auténtica para andar mintiendo”. Pero entre tanto diálogo, nunca apareció la mirada melancólica sobre el pasado, ni la apocalíptica sobre el futuro. Claro que hizo mención de cómo el mundo se transformó frente a sus ojos y que, cuando era niña no existían los controles remotos, y que hoy cada tele tiene tres, pero siempre desde el humor, y no desde el fatalismo. Su impronta sigue siendo humanista, y, por lo tanto, con más o menos tecnología, no podemos olvidarnos que somos eso, humanos, y por lo tanto, su costado activista también estuvo presente, mostrando su apoyo y solidaridad hacia el pueblo palestino.

El repertorio de los diecisiete temas que tocó la banda a lo largo de dos horas de show fue un repaso por las pistas fundamentales de los once discos de estudio que acumula la artista, inducida en el Salón de la fama del Rock and Roll en el 2007, comenzando con la rocanrolera “So you want to be a Rock 'n' roll star”, de The Byrds, que nos puso a todos en posición y sacudió cualquier modorra con la que alguno pudiese haber ido, e inmediatamente, luego de un breve diálogo con el público, “Free money” comenzó a sonar para dejar claro que sería un viaje de texturas, matices, subidas y bajadas, y sobre todo, climas sonoros. “Masters of war” fue su homenaje a Dylan y “Guiding light” a Television, y, en particular, a Tom Verlaine, fallecido el pasado 28 de enero. “Because the night” tuvo el ineludible recuerdo a Fred “Sonic” Smith, tema que compusieron juntos, y también al Boss, quien le cedió la canción en 1978.

Con sus dos hijos en el escenario el concierto se cerró con la versión de “People have de power” (“de votar”, “de creer”, “de soñar”, “de marchar”, “de amar”), iría agregando Patti al final de cada verso. Todos estábamos complacidos. Después de todo, no me sentí tan solo. Tal vez no fui el único que fue a buscar “algo más” en la fría noche de Brooklyn. Y se podía ver en el rostro de los asistentes, que abarcaba tres generaciones, que algo único, histórico, singular, había tenido lugar. Porque en un nuevo formato, con los caprichos del presente, el rock había vuelto a ser protagonista, que la santa patrona, la niña de siempre, se había subido al escenario a hacer lo que siempre hizo, dejarlo todo con su poesía, potencia y presencia, y, en definitiva, lo que le salió luego de que una vez la madre la echara de un trabajo de mesera que le duró cuatro días, y decidiera que dedicaría su vida al arte, a jugar con las palabras y a ver cómo se nos meten por todos lados, para recordarnos que no hay tierra más que la tierra (arriba hay sólo un mar de posibilidades), y que no hay más mar que el mar (arriba hay un muro de posibilidades).

Por Diego Paseyro
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