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Historias
El de las mil camisas

Una vida que persigue a la música: Zingabeat, el nómade del groove

Hace diez años que el DJ italiano se instaló en Uruguay e hizo de El Farolito su casa del funk con el ciclo Funktastic cada miércoles.

10.01.2023 14:10

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2023-01-10T14:10:00-03:00
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Por Agustina Lombardi

Cuando Leo Ferraro abre la puerta de la casa en la que —esta vez— duerme en Montevideo, lleva puesta una camisa floreada en negro y amarillo, un aro de plata que cuelga de su oreja derecha y se tambalea como un péndulo, y dos anillos, también plateados, que tiene en el tercer dedo de cada mano, los mismos que brillan en la noche al aplaudir sus palmas siguiendo el ritmo de la música que selecciona cuando es Zingabeat y está parado detrás de las bandejas coloridas que usa para ser DJ. Es alto y de pelo morocho con rulos desordenados.

Las primeras palabras que salen de su boca lo delatan; sus amigos uruguayos —varios de ellos músicos, DJ y productores— lo llaman “el tano” por su canto al momento de hablar. Decora el idioma español con una entonación romántica que trae desde la cuna, desde Castrovillari, que se ubica al sur de Italia, en la región de Calabria, casi en “la punta de la bota”. En esa ciudad, que tiene poco más de 25.000 habitantes y “centraliza a todos los pueblitos que hay alrededor”, las casas tienen techos rojos de ladrillo, están pegadas una con otra y se hunden entre montañas verdes que forman parte de la cadena de los Apeninos. Desde aquel valle llegó Leo a Montevideo, por primera vez, en 2010. 

Al subir las escaleras, se escucha una música instrumental en la que predomina el ritmo de tambores sobre un beat que mezcla house y funk —afrobeat, pareciera—. Se hace cada vez más fuerte mientras Leo camina por el corredor hacia la cocina, colorida y luminosa, donde está su laptop sobre una mesa de madera, desde la que se emite el sonido. Agarra dos tazas para tomar café, pero las prepara una a una porque su cafetera italiana es chiquita y funciona por medida. Pero le sirve al momento de organizar las tres valijas de equipaje y equipos con las que necesita viajar para pasar música entre Latinoamérica y Europa cada temporada.

—Soy de viajar con un montón de cosas. En eso mi nombre también me persigue; siempre llevo toda la casa junta. Estoy aprendiendo a llevar cosas que se puedan achicar —dice el álter ego de Leo, Zingabeat, que se define a sí mismo como el “nómade del groove”. 

Quizás por eso diga que, aunque tenga una cafetera mini “hace bastante”, no le costaría despojarse de ella si tuviese que hacerlo. Sabe que en alguna vuelta a Italia conseguiría otra a un precio accesible. Y es un buen regalo en las despedidas.

La casa del funk 

Es miércoles 28 de diciembre en Montevideo y, aunque para Leo “la city ya se está vaciando”, la acera de Bulevar Artigas a la altura del bar El Farolito está tupida de personas que conversan alrededor de mesas cuadradas, parados en ronda, sentados sobre el muro de la la Facultad de Arquitectura o sobre el cordón de la vereda. Conversan y fuman y toman cerveza o fernet, porque los miércoles en ese bar el trago viene en dos por uno. Desde la calle y sobre el bullicio, se escucha retumbar el sonido de unas trompetas sobre un ritmo de pulso fuerte que devela la música de esa noche: funk. 

Las pistas de Zingabeat reúnen a hombres con ropa deportiva, bigote, personas con tatuajes o rastas, distintos acentos centroamericanos, franceses o italianos que se mezclan en la diversidad del bar que, hace diez años, lo tiene como residente todos los miércoles en el ciclo Funktastic. Al menos los que Zingabeat está en Montevideo. 

—La magia que siento en ese lugar no la siento en ningún otro espacio. 

En 2013, Leo comenzó a ir como cliente a El Farolito, un lugar que, desde que lo conoce, “no cambió mucho”, dice. Estrecho, con mesas ubicadas en dos ambientes: unas en la entrada, protegidas por unos toldos, otras dentro. Luego se levantan para que ese cuadrado se convierta en la pista de baile entre dos paredes enfrentadas y decoradas con murales, en una de las que hay un dibujo de un brazo con una camisa floreada que sostiene un farol. Una barra en forma de “L” sobre la que cuelgan copas de cerveza boca abajo. El baño tupido de stickers de bandas, marcas, mensajes escritos con marcador sobre las baldosas blancas de las paredes. 

Un día lo invitaron a pasar música en un cumpleaños y, otro, le ofrecieron comenzar a tocar los miércoles. Y, aunque se se cuestionó si sería posible “generar algo” un día entre semana en Montevideo, diez años después, el bar donde comenzó tocando para su grupo de amigos, que lo acompañaba cada semana, se convirtió en un lugar donde reconoce caras y vive la “magia”. “Mi barcito”, lo llama. Los miércoles las personas se juntan a bailar funk hasta las tres de la mañana y “con el último tema, todo el mundo aplaude, se saluda, se abraza”; para Leo, un “ritual”. 

Zingabeat se ubica con sus bandejas y una bola disco —también versión mini— que cuelga del cable de un parlante en una esquina frente a la barra. Entre medio, las personas bailan: pasos y movimientos que parecieran ser parte del adn de cada uno, difíciles de imitar. Movimientos causados por la música, que a una chica la llevan a mover los brazos como el aleteo de un pato, a un tipo, marcar el ritmo con los pies seguido de un paneo de cadera y, a otro, —incluso— bailar sobre sus patines con ruedas que tintinean colores neón. Hace cinco años que, cada vez que puede, pasa por ahí para “liberar” a través del baile. Suele salir solo y en patines, porque es su medio de transporte y le “encanta” bailar patinando.

Foto: Germán Díaz.

Foto: Germán Díaz.

Del valle a Bulevar Artigas

Cuando era chico, y vivía entre las montañas, a los 13 o 14 años, su hermana le regaló un djembe: un tambor pequeño que es originario de África y que terminó por despertar su pasión por la percusión. A esa misma edad, también tocaba la guitarra y la armónica, como Bob Dylan, pero ganó su “fascinación” por la percusión, que describe como “ancestral”. Su acercamiento a la música se dio a través del ritmo, mientras en el valle se escuchaba “mucha tarantella” y cantautores italianos como Adriano Celentano o Pino Daniele:

—Un referente en mi transformación hacia la música que propongo ahora. —El napolitano fue una figura clave en la unión entre la música del sur de Italia y la afroamericana, que pasa por el blues, jazz, funk, rock. 

Pero antes de que la percusión fuese parte de Zingabeat, fue parte de Leo Ferraro en bandas que formó mientras estudiaba cine en Bologna. Y, a pesar de que no recuerda cuál fue su primer toque como DJ, piensa que seguramente haya sido en alguna fiesta de fin de año, cuando era adolescente, o después de tocar con la banda para cerrar la noche. Sí recuerda los almuerzos de domingo con su abuela, en la infancia, cuando, después de comer, hacía “pequeñas escenas de teatro” con sus primos. Piensa que en su familia corre un gen artístico del que nadie se hizo cargo:  

—Capaz que por ahí viene mi deseo y mi lucha. 

—¿Te costó asumir el arte como trabajo?

—Lo que pasa es que es un desafío vivir de una pasión y vivir del arte. Luchás contra ti mismo, contra tus miedos, contra las estructuras familiares, contra el sistema. No fluye. No es que uno se despierta y, de repente, vive de eso. En un momento tenía la sensación de que, como es algo que uno disfruta, no es un trabajo; el trabajo es sufrimiento —creía pensar—. Entonces en un momento pensé: ¿por qué?, si se puede vivir de algo que uno disfruta… Uno tiene que vivir la vida con liviandad. No es que uno tiene que sufrir para poder vivir. 

Leo viene de una familia de “enseñantes”: su padre de matemáticas en la escuela y su madre de ciencias biológicas en el bachillerato. También viene de una familia con “fascinación” por América Latina. Su abuela se llama Colombia y su tía Argentina, ambas hijas de migrantes italianos con apego a una juventud latina del período de entreguerras cuando, por la época de escasez europea, varios cruzaron el Atlántico a trabajar en el nuevo continente. Entonces heredó conversaciones sobre educación y anécdotas latinoamericanas que, de alguna forma, puede que lo hayan traído a Uruguay. 

Llega a Montevideo en 2012 como ganador de una beca de Servicio Civil Internacional para hacer un trabajo junto con una ONG; un año de talleres de música y audiovisual para niños y adolescentes por la zona de La Tablada. Al terminar, vuelve a Italia, pero, en 2012, viaja por América del Sur y visita Uruguay, donde se termina quedando por el “empuje” de unos amigos convencidos de que al país llegaba “una expansión a lo nuevo” en “un momento de efervescencia” a nivel social. Del cine le quedó la fotografía, el diseño gráfico y la edición, que en Uruguay realizó para Los olvidados, un documental sobre la vida en el barrio Marconi a través del rapero Don Cony. Pero, con su acomodo en el país, Zingabeat comienza a tocar con más frecuencia.

—Empecé a creermela un poco más también. —Y, entre 2012 y  2013, decide “formalizar” su perfil de DJ y dedicarse solo a la música. —Eso es algo que hay que construir en el tiempo en cualquier proyecto personal que uno tenga, y en el arte más, porque dependés totalmente de tu creatividad y de tu energía. Sentí que era mi camino; como cuando te encontrás con tu visión, como esa frase que dice que los días importantes en la vida son cuando nacés y cuando descubrís para qué.

Esa máxima, que anotó en algún momento para no olvidar, igual que haría su abuela Colombia, refleja cómo se sintió el italiano cuando decidió dedicarse a ser DJ en Uruguay a sus 31 años. 

—Es un traguardo —‘objetivo’, en español— muy importante en la vida animarse a saltar, animarse a cambiar, dejar las comodidades, es algo que requiere una buena dosis de coraje.

Foto: Javier Noceti.

Foto: Javier Noceti.

Leo, el Zíngaro

La rambla, los atardeceres, el candombe, Palermo y Barrio Sur; para Ferraro, Montevideo mantiene una “sencillez, una humildad y una forma de vida” que asocia a su adolescencia en los 90. Una “sensación de pureza” que, para él, Italia tuvo en algún momento, antes de ser “invadida” por la “globalización”. Encuentra en Uruguay una comodidad que no le hace extrañar tanto a su familia:

—A la familia uno la encuentra donde va. Claramente, tu familia es tu familia. Pero a mí me encanta la comunidad, me encanta generar esos vínculos —dice con relación a El Farolito. —Claramente hay una inquietud en crecer, en cambiar, en transformar, conocer. Y eso, haciéndolo solo, es mucho más fácil. Viajar, es importante hacerlo de chico, porque sino después te da pereza, miedo. Hay que lanzarse y decir: voy. Pero me gustaría planificar un poco más para adelante porque, estando en el vorterix, no te da para entender a dónde vas. Ese es otro dicho que me encanta: si no sabés a dónde estás yendo, acordate de dónde venís.

Ser DJ fue una alternativa que funcionaba para una vida itinerante. El trabajo podía llevarlo de viaje solo, sin la colaboración de una banda. De ahí, Zingabeat: la transformación de un apodo familiar de cuando era niño y le decían “gypsy” o “Zíngaro”, que en español significa gitano. Le suma el “beat” en alusión al ritmo y así construye el personaje de un hombre que investiga, busca ritmos y los comparte en su propio viaje.

—Yo creo que, en un momento puntual de la vida, uno tiene que hacer porque es una necesidad —dice Leo en relación a su proyecto, a lanzarse y hacer lo que sentía en aquel momento—. Y si alguien me quiere acompañar en eso, bien, y sino, yo tengo que seguir haciéndolo, porque sino no estoy feliz. 

Antes de bajar las escaleras y salir a la calle, Leo entra al cuarto en el que duerme. Por la ventana entra una luz blanca de verano. En el centro de la habitación —como si hubiese sido colocada a medida para respetar la simetría— está su cama: un colchón sobre el suelo protegido por un tul transparente que cae del techo y lo rodea por sus extremos. El resto del espacio está semivacío, desde la puerta solo se ve algún bolso y una mesita. Las paredes al desnudo. Una habitación despojada.

Ya en la vereda, Leo se despide con un saludo namasté: juntando sus manos en forma de rezo y moviendo su torso hacia delante.

Foto: Javier Noceti.

Foto: Javier Noceti.

Por Agustina Lombardi