Por Federica Bordaberry
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Hoy vi, otra vez, una película llamada Une liaison pornographique, en la cual él -Sergi López- y ella -Nathalie Baye- se encuentran en un motel, sin saber nada el uno del otro, solo para tener sexo: buen sexo. Lo hacen durante mucho tiempo hasta que algo se corre de lugar (como si se pudiera tener buen sexo con alguien durante mucho tiempo sin que nada se corriera de lugar) y entonces ella dice “¿Y si lo hiciéramos de verdad?”. Y lo hacen: de verdad. Como si fuera la primera vez. Y el amor -un embrión flojo pero firme- resulta ser el ángel de la muerte, porque es exactamente entonces -cuando dejan de ser el uno para el otro un poco de carne sin pasado y sin nombre- cuando empieza el momento de perder.
Eso, todo eso, escribe Leila Guerriero sobre esa película que en francés se llama Une liaison pornographique, que en inglés británico se llama A Pornographic Affair y que en su versión americana se titula An Affair of Love. Esa película que, por su trama, es un drama romántico, francés, de 1999, dirigida por Frédéric Fonteyne y escrita por Philippe Blasband. Y que ganó el premio del público en el Festival Internacional de Cine de Tromsø en 2000.
Aunque el título lo indique, la película tiene poco y nada de pornografía. En realidad, la única escena explícita de sexo es aquella en la que lo hacen y lo hacen de verdad. Lo cierto es que el nombre hace referencia, más bien, a la trama de la historia y a cómo se conocieron los personajes.
Lo que pasa es que Ella (así es el nombre de su personaje) pone un anuncio en una revista de sexo. Hay algo que siempre quiso hacer con un hombre y, con cuarenta años, decide hacerlo suceder. Él (nombre del personaje de Sergi López) responde al anuncio y, tras un intercambio de cartas, deciden encontrarse en un café. Son dos personas ordinarias, dos personas “bien”.
Acuerdan ir a un hotel y, cuando la puerta de la habitación se cierra, las cámaras quedan afuera. Nunca nadie, más que ellos y un guionista, sabe lo que pasa del otro lado. Es, en cierto sentido, lo que buscaban. Es entonces que la historia deja de tratar sobre lo que desean y pasa a ser sobre el deseo en sí mismo (aunque cuando todo se corre de lugar eso cambia).
Eso, la intriga de qué es lo que pasa del otro lado de la puerta no es nuevo en el cine universal. Quizá, el ejemplo más claro es el maletín de Pulp Fiction (Quentin Tarantino), que nunca se abre y que ocupa un lugar de imaginación que es, por lo menos, atractivo. También es probable que, donde se revelara todo aquello, pasara de ser una curiosidad a una decepción.
Pero la película no trata solamente de sexo. Es, justamente, en el recurso de la puerta cerrada de la habitación de hotel que pasa. Si fuera pornográfica, Fonteyne tendría que jugar limpio y revelar ese secreto. De a poco, todo empieza a tratar de estas personas que, con timidez, se van conociendo. Que se van gustando. Que se van queriendo. Que pasan a tener sexo con amor, y no solo con deseo.
Ese es el punto de mutación de la relación, donde dos personas que no conocen sus nombres, ni sus direcciones, ni sus teléfonos, pasan a enamorarse.
La situación empieza a complicarse cuando, cada vez más envueltos el uno en el otro, empiezan a tener dificultad para expresar sus sentimientos. Cuando lo cotidiano comienza a dar demasiada información, poniendo en peligro la fantasía sexual de cada uno. Aunque el final lo sabemos. De hecho, el asunto termina cuando empieza la película. Se aclara enseguida cuando cada personaje reponde a preguntas de lo que se supone que es un terapeuta.
Es cierto, a nivel técnico la película es no solo básica, sino que de a ratos aburrida (aunque la escena en la bañera de la habitación es un alto estético). El reparto de actores es reducido, el arte es la habitación del hotel y al restaurante donde se encuentran. Los flashbacks, que son Ella y Él hablando con el supuesto terapeuta, es lo que mueve la narración.
Pero lo genial es el concepto. Es todo lo anterior. Es aquello que dice Leila: como si se pudiera tener buen sexo con alguien durante mucho tiempo sin que nada se corriera de lugar.
Por Federica Bordaberry
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