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Contenido creado por Federica Bordaberry
Teatro
Polvo serás

Usted no asistió a una obra de Sergio Blanco, sino a un diálogo con su madre fallecida

Tierra, del dramaturgo uruguayo Sergio Blanco, se estrenó en noviembre y funcionó como conexión espiritual. Posiblemente, como plegaria.

06.12.2023 14:18

Lectura: 38'

2023-12-06T14:18:00-03:00
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Por Federica Bordaberry

White shirt now red, my bloody nose/ Sleepin', you're on your tippy toes/ Creepin' around like no one knows/ Think you're so criminal/ Bruises on both my knees for you/ Don't say thank you or please/ I do what I want when I'm wanting to/ My soul? So cynical

So you're a tough guy/ Like it really rough guy/ Just can't get enough guy/ Chest always so puffed guy/ I'm that bad type/ Make your mama sad type/ Make your girlfriend mad tight/ Might seduce your dad type/ I'm the bad guy, duh

Deja de sonar “bad guy” de Billie Eilish, la artista americana, de forma progresiva. En escena se paran, con las dos piernas firmes, con los pechos quietos, respirando, cuatro actores. Cada uno tiene un instrumento, que puede ser guitarra, micrófono, bajo. Es entonces, que Sebastián Serantes dice, y arranca la obra de teatro, explicando que esa noche él será quien interprete al personaje de Sergio Blanco.

Sergio Blanco, que es quien escribió y dirigió el espectáculo Tierra.

Soledad Frugone, otra de las actrices, contra el frente derecho del escenario de la sala Hugo Balzo en el Sodre, dice que ella va a representar el personaje de Clara, una mujer que sigue buscando los restos de su padre desaparecido durante la dictadura.

Tomás Piñeiro, sigue el hilo, desde el frente izquierdo. Dice que él, que es actor, hará de Lucas, un adolescente que mató a su hermano gemelo con un hacha. Andrea Davidovics, que es quien resta, hará de Celia, la limpiadora de un liceo que perdió a su hijo Nico en un accidente de moto.

Anuncian, como es costumbre en las autoficciones de Sergio Blanco, que la obra tendrá una introducción, tres actos y un epílogo. Anuncian, además, que eso durará una hora y cuarenta minutos.  

Todos ellos tienen en común haber sido ex alumnos de Liliana Ayestarán, mujer, profesora de literatura, escritora. Sergio, no. Sergio es su hijo. Él tendrá encuentros con estos tres personajes que, además, han sufrido muertes violentas de seres queridos. A través de ellos, Sergio conocerá un lado de su madre fallecida que aún no conoce: su rol educativo en la vida de otras personas.

Pero la muerte de Liliana está lejos de haber sido violenta. Según el propio Sergio Blanco, fue una muerte hermosa. Le sostuvo la mano, mientras de fondo ponía en su celular la canción “Who By Fire” de Leonard Cohen. La acompañó a morir. Esa plegaria judía funcionó no solo como ritual para las veces que Blanco fuera a visitar la tumba de su madre, sino como origen de la obra de teatro.

Eso, la relevancia de la canción de Cohen, lo cuenta Serantes. Lo cuenta Sergio Blanco, en realidad, desde el cuerpo de un actor. Lo cuentan los parlantes de la sala, cuando se reproduce la misma, lo cuenta el nombre de la Doctora Cohen, un personaje que aparece de a ratos interpretados por Frugone.

Todo lo que cuentan los actores en escena podría ser verdad. Podría entrar en el marco de una autoficción de Sergio Blanco. En los juegos de Sergio Blanco, entre lo que es ficción y lo que es realidad. No interesa si es o no es verdad. Interesa la interpelación universal a través de la herramienta escénica, a través del teatro, del diálogo, de los cuerpos que actúan y los que reciben.

Aunque, esta vez, la muerte de un familiar suyo es verdadera.
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Previo al estreno de la obra, del 23 de noviembre al 3 de diciembre, Sergio Blanco estuvo en diálogo con LatidoBEAT. Esta nota mezcla, intercala, junta, dos tipos de diálogos: la conversación y la obra de teatro. Los cruza, los conjuga.

Esta obra dura una hora cuarenta minutos, ¿alguna vez hiciste una obra tan larga como para poner intervalos?

No, nunca hice intervalos. Igual, considero que el intervalo, en algún tipo de formato, es importante ponerlo porque la atención disminuye. Nunca hice intervalos, pero sí trabajo como director todo el tiempo sabiendo lo que está pasando con la atención del espectador.

Eso lo tengo presente todo el tiempo. Cuando uno está ensayando un proceso, con la persona que más trabaja es con el espectador. No es ni con los actores, ni con el texto, ni con los equipos de diseñadores, sino con ese espectador que es como una entidad abstracta, pero que yo lo tengo todo el tiempo al lado mío: qué pasa con la atención, qué pasa con las emociones, qué pasa en este momento, ya van veinte minutos de espectáculo.

Uno tiene que trabajar mucho con la percepción del espectador, sobre todo, en los tiempos que corren que se ha modificado tanto. Lo hemos hablado varias veces, los sistemas de percepción están absolutamente modificados. 

Son cerebros distintos.

Absolutamente. El ojo es distinto, el cerebro es distinto, los mecanismos de percepción son distintos. La paciencia, la forma de organizar la mirada es distinta. El tiempo y la mirada. El teatro es eso, mirada y tiempo. A mí me interesa mucho saber qué está pasando con la mirada y entender que uno está trabajando para todas las edades de espectadores, pero que hay una franja de espectadores que son los que tienen entre 18 y 30 años que tienen una dimensión de la mirada muy distinta a la que tenemos las personas de más de 30 años.

Hoy los relatos están muy formateados por las nuevas formas de las redes sociales, que van a tiempos mucho más rápidos. Hay que tener en cuenta eso. Yo insisto siempre en tomar la temperatura del ojo. Saber qué es lo que está pasando con los modos de percepción. Yo no puedo ser ajeno de eso porque, sino, el ojo va a desatender o va a ir hacia otros lados, o pueden encontrar el manejo del tiempo tedioso.

Entonces, sí, controlo mucho. Me gusta que sean salas de no más de 250 espectadores, que sea una escala humana de la percepción, no grandes escenarios, pero el tiempo lo manejo siempre. Para mí un espectáculo, más de la hora cuarenta, ya sí requiere un intervalo porque hay un tiempo lógico. 

Fotos: Nairí Aharonián

Fotos: Nairí Aharonián

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Lista de las cosas que le gustaban a Liliana:

La lluvia, las naranjas, los claustros, los fósiles, la seda, enseñarle a escribir, el perfume del jazmín, la primera estrella, el eco de un gimnasio mientras daba una clase, los cementerios, estar ahora, aquí en este, momento, el principio de las cosas, el orden, la armonía, el equilibrio.

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De ti ya he escuchado que el teatro se debe a su público. Entonces, no tenerlo en cuenta no tiene sentido.

Absolutamente. Los espectadores y las espectadoras es con quien más estoy trabajando porque no hay ensayo en que yo no esté pensando. Incluso, dirigir un espectáculo es eso, estar pensando todo el tiempo en ese ojo que va a venir. Detrás de ese ojo hay un cerebro y un movimiento de emociones, que es lo interesante del teatro, que te vaya llevando por distintos estados. Entonces, uno va dosificando cuándo, cómo, qué. Todo eso es fascinante. Un trabajo que es agotador también.

Hay un trabajo con la empatía, de ponerse en el lugar del otro y es un otro bastante icógnito.

No sabés quién es ese otro. No tiene género, no tiene sexo, no tiene nacionalidad, no tiene ningún tipo de identidad, no es nadie. En el fondo, somos todos.

Lo único que seguro es que es humano.

Exactamente, es un ser humano. Es lo que lo iguala. Me parece que cuanto más diversos son los espectadores, más bonito es. Me gusta esa diversidad de, de pronto, en la platea tener a alguien de 80 años y alguien de 19 años. Cuanto más diversa la platea para mí, más interesante es lo que está aconteciendo.

En un espectáculo van a haber cosas que van a resonar distintas. Hablar de la muerte en una persona de 80 años resuena distinto que en una persona de 19 años, pero también depende de los trayectos vitales. Si esa persona de 19 años acaba de perder a alguien, va a ser distinto de una persona de 40 años que está con una enfermedad. Es decir, cambia mucho y eso es lo que hace el volumen, la diversidad. Una platea diversa hace a la riqueza del espectáculo. Saber que en algunos momentos la tensión va a estar más en una parte que en otra, eso es extraordinario.

Me hacés acordar a la primera vez que te conocí, que fue cuando ingresé a un espectáculo tuyo en el Solís. Sobraba un asiento al lado mío y vos te sentaste ahí, para ver el espectáculo. ¿Qué tanto de tu cuerpo entregás vos para ponerte en lugar del espectador?

Mucho. Uno pone muchísimo del cuerpo. Tanto cuando uno está escribiendo, como cuando uno está dirigiendo. Cuando está escribiendo, porque el acto de escribir es un acto absolutamente corporal y físico. La escritura es corporal. Es manos, es brazo, es cuello, es espalda, el cuerpo entero está escribiendo.

Sí, el cuerpo sufre. 

El cuerpo sufre. Sigue la escritura, no es el mismo. No escribimos lo mismo a las ocho de la mañana que a las diez de la noche. La mirada, la respiración. Uno trabaja muchísimo con el cuerpo. Pongo mucho el cuerpo cuando escribo y cuando dirijo. Primero, que es dirigir un equipo de varias personas. En esta obra, son cuatro intérpretes, pero están además los diseñadores, los asistentes de diseño, los equipos de producción, los equipos de prensa, los equipos de logística. En total, en este proyecto en particular, somos 27 personas trabajando. Claro que codirigimos todo con Matilde López, que es la productora, y, por lo tanto, gestiona toda la logística. Es una creadora, junto conmigo de los espectáculos.

También dirigir un equipo de personas es poner el cuerpo todo el tiempo, en calendario, horarios, estar presente en los ensayos. Es un trayecto muy interesante. Yo siempre digo que la palabra teatral es una palabra que busca la carne. Por lo tanto, ensayar es la búsqueda de esa carne. Entonces, el cuerpo está allí. Está el ojo, está mirando. Yo lo pongo muchísimo el cuerpo, es estar todos los días. Ensayamos de nueve de la mañana a dos de la tarde, pero yo siempre llego una hora antes, me voy una hora después. Así que son siete horas donde mi cuerpo está y donde tiene que estar atento a todo lo que está pasando.

Es un cuerpo que tiene que estar, también, dispuesto a albergar toda palabra que viene, toda proposición, porque todas las propuestas confluyen en la persona que está dirigiendo. El cuerpo tiene que estar, no solamente con la actriz que está allí, sino también con el escenógrafo que está midiendo el tamaño que va a tener el escritorio. También con la iluminadora que está trabajando los focos que van a iluminar. También con el músico que está componiendo sonidos, que está trabajando una partitura musical. El cuerpo tiene que estar con el equipo de prensa y también el cuerpo tiene que estar con el vestuario, midiendo, probando, tomando. Así que es absolutamente corporal la experiencia de dirigir.

Es, justamente, la presencia de ese cuerpo trabajando por un cuerpo que está ausente, que es el cuerpo del espectador.

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Uno de los personajes dice:

En aquel invierno cuando Liliana nos enseñó lo que era la tragedia griega nos hizo especial hincapié en esas tres palabras que él acaba de decir: orden, armonía y equilibrio.

Otro:

Ella siempre decía que teníamos que escribir sobre los libros. Leer es una forma de escribir, decía. Así que escriban, subrayen, hagan flechas. 

Y otro:

Ella siempre nos miraba fijo a los ojos cuando nos hablaba, era una mirada que parecía que sonreía, que protegía, que quería comprender lo que tenía adelante. Sus clases nos prepararon para eso, para comprender al mundo, a las personas, las cosas. 

Uno más:

Me dijo que la caligrafía era cuando uno escribía a mano y de forma bella. 

Sucede durante toda la obra, eso de que los personajes cuenten de qué forma Liliana Ayestarán los marcó. Hablan de ella de forma constante. Así, la convocan.


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Es la primera vez que veo una obra tuya, no donde hables de tu madre, porque sí has hablado de tu madre, pero sí que hacés morir a tu madre. Es algo que has hecho con otros miembros de tu familia. ¿Por qué ahora y no antes?

Porque ahora murió de verdad mamá. El año pasado falleció y, a diferencia de las otras, que eran autoficciones donde yo, por ejemplo, mataba a mi padre pese a estar vivo, o especulaba con distintas muertes, esta vez me pasó de perder a mi madre y conocer verdaderamente la muerte.

Me acuerdo una vez que tú y yo nos vimos en frente al campo de golf en Punta Carretas, yo estaba con el espectáculo Memento Mori. Recientemente había tenido la pérdida de un amigo. Tengo clarísimo un momento de emoción tan bello. El año pasado falleció mi madre y fue una segunda muerte muy importante en mi vida. Yo sentí que este texto fue mi forma, de alguna manera, de dialogar con ella después de muerta. Mi manera de seguir conectando con ella. Era una mujer, profesora de literatura, poeta. Una mujer que escribía.

Yo siempre digo que el magisterio y la maternidad estuvieron muy ligadas, en mi caso. Sentí que la escritura de esta obra era mi forma de seguir manteniendo un vínculo con ella.

Hay un término que utiliza la cultura japonesa, que es hermosísismo, que se llama omiokuri. Es un término que tienen los japoneses para designar el momento en que una persona se despide de otra y lo ve alejarse. Tienen un término para eso. Ya sea una persona o un animal. Cuando uno se da vuelta y lo ve alejarse, le designan omiokuri.

Es una forma de querer prolongar ese encuentro un poco más, es ver la persona que se aleja. De alguna manera siento que Tierra, este texto, fue mi omiokuri. Fue la manera en que yo atravesé la primera parte del duelo de mi madre, viendo que ella se alejaba, por medio de esta escritura. Una forma de seguir de alguna manera conversando con ella. San Agustín decía que las letras fueron creadas para que podemos conversar con los muertos. Es leyendo un texto que yo puedo conversar con Dante, con Virgina Wolf o con Eurípides y, de alguna manera, este texto fue mi manera de dialogar con mi madre muerta.

De hecho, esta obra empieza con la imagen de mi madre muerta. El relato poético, y por lo tanto mi alter ego en esta obra, va a buscar esos tres ex alumnos para tratar de reconstruir una parte de esa madre, que yo no conocí, que fue la parte de cátedra, de cómo era ella como docente.

Me hablabas recién de San Agustín y lo que dice sobre la palabra. Hay un vínculo muy claro entre el cristianismo, la palabra y también el rezo. ¿Hay algo de rezo en todo esto?

Muchísimo. Esta obra, para mí, tiene algo de plegaria. De hecho, se abre con un homenaje y se cierra con un homenaje a un tema de Leonard Cohen, “Who I Fire”, que es una especie de plegaria. De hecho, es una plegaria judía que habla del temor al juicio divino. Es un tema hermosísimo. Se abre con ese tema musical y el personaje empieza hablando. Es escuchando ese tema de Leonard Cohen, esa plegaria judía que él adapta y convirtió una canción hermosísima en la década de los 60, que él decide escribir esta obra.

Por lo tanto, la obra desde el inicio plantea la noción de la plegaria, de rezo, porque finalmente la plegaria y el rezo es una forma de conectar con un más allá. Con algo que no está, que es una entidad divina o que está en el más allá. Es una forma de evocar palabras para llegar a esta persona, o a esta entidad divina. Entonces, sin lugar a duda, este espectáculo tiene mucho de plegaria, mucho de rezo, mucho de ese acto de despedir a los muertos y de seguir dialogando con los muertos. Quizás, el rezo es una forma de dialogar, una forma sagrada, bellísima. Y el teatro tiene algo de sagrado también, de los orígenes. 

De misa.

Absolutamente, de misa. Desde muy pequeño que la liturgia cristiana me parece hermosísima. En la liturgia católica, para ser más preciso, siempre hay un pasaje de la misa donde se evoca la importancia de la palabra que es "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". Para mí, el trabajo del dramaturgo es encontrar esa palabra, yo creo en el poder milagroso de la palabra, de que realmente sana. 

Fotos: Nairí Aharonián

Fotos: Nairí Aharonián


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Un texto, entonces, que dialoga con una madre después de muerta. Que conecta a Liliana Ayestarán, a través de la escritura, con su hijo Sergio Blanco. Mantiene un vínculo vivo.

El omiokuri de Blanco: ver a su madre alejarse. Verla bien, como forma de atravesar el duelo. Conversar con ella, a través de la palabra, como ya ha hecho con tantos de los artistas que cita de forma constante. Leonard Cohen, Turner, Velázquez, Caravaggio, San Agustín.

Por eso dice, en la entrevista, de forma muy clara: “este texto fue mi manera de dialogar con mi madre muerta”.

Un texto que, más allá de ser una obra de Sergio Blanco, más allá de cumplir con las características de la autoficción, tiene algo de plegaria. Algo de rezo. Algo de despedir a los muertos, manteniéndolos vivos en el diálogo. Algo de sagrado, de religioso, de cristiano, de teatral, de bello.


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Hasta el momento me hiciste referencias a Japón, pero también al cristianismo, a San Agustín, que es el mundo más bien occidental. Hay algo de universal en la muerte, que se escapa de lo cultural. Siendo tú rioplatense, pero a esta altura también europeo, ¿cómo te cruzás todas estas referencias?

A los 19 años me fui a vivir a París. Solamente viví 18 años en Uruguay, pero muchas cosas se fundaron acá. Tres pensamientos que me marcaron a fuego son el pensamiento socrático, el pensamiento de San Pablo y el pensamiento de San Agustín. Los tres los aprendí acá.

Sócrates, para mí, es una especie de pre cristianismo. Siempre digo que Sócrates se anticipa a Cristo. La palabra en la colina, la palabra que sana, la palabra que cura, la palabra de la sabiduría. Un predicador. La palabra oral, además, como la palabra de Cristo. Sócrates, Buda, convocaron discípulos como convoca Cristo. Filosofa en la naturaleza, como también lo va a hacer Cristo. Sobre todo, nociones fundamentales como conócete a ti mismo, el bien al prójimo, teorizar sobre el amor, sobre la muerte, sobre la pedagogía, sobre lo que es la vida en comunidad.

Cuando leemos cualquier texto de Platón entendemos que Sócrates es, a mi entender, el pre cristianismo, unos siglos antes de Cristo. Eso yo lo aprendí acá, en el Liceo Bauzá, en filosofía. Y a San Pablo y a San Agustín los conocí realmente de niño. Yo iba a la parroquia San Carlos de Borromeo, en Millán. Pasé mi catecismo allí, mi primera comunión allí, y durante muchos años formé parte de la comunidad de San Carlos de Borromeo. Y allí tenía al padre Pablo y las catequistas, que fueron quienes me presentaron el mundo de San Pablo y de San Agustín.

Iba mucho a misa y el momento de las epístolas para mí es un momento extraordinario. Ya de niño, a los 10 años, me impactaban y quería que llegara el momento en que se leían las epístolas de San Pablo. Después tenía habilitadores, como fue el caso de mi madre, que me daba para leer las epístolas de San Pablo. Tengo presente el recuerdo de la primera vez que escuché al padre Pablo hablar de San Agustín. Leí alguna de las confesiones ya a los trece. Quiere decir que esos tres pensamientos que me marcaron tanto, como el de Sócrates, San Pablo y San Agustín se fundaron acá en Uruguay.

Después, por supuesto, la formación en París, en Humanidades, donde hice dos años, fueron ampliando ese conocimiento. Pero, para mí, estos tres son pilares fundamentales en aspectos filosóficos, teológicos, éticos y literarios. Y surgen de acá, del Prado.

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Lucas, el personaje que mató a su hermano con un hacha, recita:

“La belleza imprime hasta la muerte

Belleza ten piedad de mí

Pero si muero hoy

Que sea contemplándote”


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Hablando de influencias, la asociación más obvia que puedo hacer está vinculada al psicoanálisis. Una madre y un hijo. Teniendo en cuenta tu acercamiento a ello tan de chico, ¿jugó el psicoanálisis acá?

Sí. Recién hablábamos de Sócrates y del famoso conócete a ti mismo, que estaba inscrito en el templo de Apolo en Delfos, donde estuve varias veces con mi madre. Yo viajé mucho a Grecia con mamá. Venía a verme todos los años con mi padre. Íbamos muy seguido a Grecia y recorríamos el Peloponeso y Atenas. Íbamos mucho a Delfos, le gustaba mucho a ir y, cuando se entra en el Oráculo de Delfos, está escrito “conócete a ti mismo”, “gnosis seautón”. Esa frase de Sócrates, que toma de allí, del Santuario de Apolo, de alguna manera vincula mucho con el psicoanálisis.

En el fondo, el psicoanálisis es eso. Es un procedimiento de conocerse a sí mismo. Desde muy joven empecé a enfrentarme conmigo mismo. Vengo de una familia donde había muchos médicos, psicoanalistas. Es decir, de adolescente, pero también el pensamiento freudiano y lacaniano lo conocí acá en el Bauzá. Fijate qué épocas que cuando yo estudié en Sexto de Derecho, se tenía filosofía y la filosofía estaba dedicada al psicoanálisis. Todo un año estudiando a Lou Andreas-Salomé, Freud, Lacan. Incluso, tengo el recuerdo de esta profesora citando a Deleuze, a Ricœur, te estoy hablando del año 1989.

Después vino la experiencia de practicar el psicoanálisis, que lo practico desde los 16 años. Primero, acá en Montevideo y, después, en Francia. Sin lugar a dudas, eso también me marca mucho, porque el psicoanálisis es una cita que se tiene semanalmente, donde uno va a enfrentarse consigo mismo. Es una experiencia literaria. Uno va a trabajar con el lenguaje. Trabaja mucho con el recuerdo. Dos mecanismos que se dan en el diván, en el psicoanálisis, son la introspección y la retrospección. Estás trabajando no con el presente, sino con el pasado, con lo vivido. Uno está trabajando con una mirada hacia adentro, introspectiva.

Esos dos mecanismos son muy literarios porque te hacen viajar hacia un interior. Por lo tanto, hacia el lenguaje y viajar hacia un pasado. Hay algo que tiene el psicoanálisis, que es un espacio donde hay toda interrupción de juicio de valores. Todo juicio moral está interrumpido. Es una palabra que va a ser albergada, que va a ser escuchada y que, por lo tanto, de alguna manera va a reconfortar. Y yo sumaría que, en el psicoanálisis, también está la confesión, que yo la practico y que es algo que está muy mal visto. Así como, a veces, hay un montón de preconceptos con el psicoanálisis, también hay un montón de preconceptos con la confesión, que está deformada y desfigurada por relatos absolutamente falsos. Sobre todo, del cine, o de la televisión, o relatos aberrantes.

Pero cuando la confesión se practica, por lo menos como es en mi caso, con grandes teólogos, o grandes curas, es un momento extraordinario, porque es también un momento donde uno accede a una introspección de sí mismo. A hablar y donde hay también una interrupción del juicio de valores. La escucha de quien está asistiendo la confesión no es una escucha que juzgue, sino que está para albergar ese dolor, o ese pensamiento, o esas dudas.

El psicoanálisis me ha marcado mucho, es un ejercicio de la palabra, una experiencia literaria y es algo que me ayuda mucho a escribir.

Fotos: Nairí Aharonián

Fotos: Nairí Aharonián


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Una cancha de básquet, que funciona como gimnasio del liceo en el que trabajaba Liliana. Dos bancos, uno en cada lado, con perchas. Allí, camperas colgadas. Un carrito de limpieza, que usará Celia. Un escritorio, pieza repetitiva en las obras de teatro de Sergio Blanco. Sobre él, varios elementos. Uno de ellos, el diario de Liliana Ayestarán. Las líneas blancas sobre el piso que delimitan las áreas de la cancha. Los pasos de los actores, que entran y salen a sus reuniones con Blanco. Dos cámaras de video, enfrentadas. Los instrumentos. A veces, reposando. A veces, en mano.

Sobre la pantalla, circulará texto. El número de acto, el nombre de la Doctora Cohen, la palabra Hacha. Habrá, repetidas veces, un escritorio con varias pertenencias de Liliana. La Eneida, un cómic de Spiderman (que podría haber sido de Súperman, como es de costumbre), Esquilo, Prometeo, Madame Bóvary, los persas, un cuaderno de notas, Chopin, un sacapuntas de metal, Henry Purcell.

La muerte y el amor no son polos opuestos. Si observados correctamente, están muy ligados. El dolor y la belleza, podrían no ser excluyentes.


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En esta obra hay tres ex alumnos de tu madre, como personajes, y todos están vinculados a situaciones violentas. ¿Por qué narrar desde ese lugar?

Este personaje, que va al liceo donde trabajó su madre y que decide poner allí un escritorio y encontrarse con tres ex alumnos, elige tres historias porque resuenan con su historia. Son tres personas que están atravesadas por tres duelos. Una persona que perdió a su hijo, una persona que perdió a su hermano y una persona que perdió a su padre. Y él perdió a su madre. De alguna manera, es una especie de Sagrada Familia, una especie de Santa Trinidad donde están las pérdidas familiares que puede tener una persona. Están todas las líneas horizontales y verticales de lo que pueda ser un árbol genealógico.

Hay dos cosas que los une: la pérdida de alguien, pero además que son pérdidas violentas. Las tres son violentas. Eso, de alguna manera, le permitía a este personaje establecer una empatía con esas tres historias. Él encuentra en esos tres alumnos, no solamente la imagen de su madre, sino que ve cómo su madre marcó la vida de esas tres personas. Al mismo tiempo, encuentra que esas personas también están marcadas por la muerte y que, de alguna manera, lo que le está pasando a él nos pasa a todos. Es universal.

Esto conecta con algo del Bramido de Düsseldorf donde la madre que ha perdido a ese hijo, que se ha suicidado, lo va a ver a la clínica al personaje. Hablando con él, le dice, "finalmente, señor Blanco, lo que le pasa a usted nos pasa a todos". Para mí esa es la definición de la autoficción y del arte. Toca temas en los que nos vemos un poco reflejados todos. Volviendo al principio de la entrevista, o de esta charla, uno se pone en el lugar del otro porque lo que interesa es mostrar lo que puede suceder al espectador, que el espectador pueda verse reflejado en ese espejo oscuro.

Me gustaba esto de que fueran tres personas marcadas por muertes y, sin lugar a dudas, aparece también la violencia. Sobre todo, porque me parece que la violencia forma parte de la vida. A veces, pensamos que la violencia es algo a lo que somos ajenos, pero está en nosotros. Forma parte del ser humano. El amor, la muerte, la violencia.

La violencia forma parte y, por algo, nos fascinan las crónicas rojas, Hitchcock, David Lynch, las tragedias griegas, las de Shakespeare, Beckett. La violencia en el arte nos permite subliminar esa violencia que está en nosotros. Por eso, me parecía interesante que esta obra, más allá del homenaje a mi madre, porque habla del duelo de este dramaturgo con su madre, también hable de lo que son los dolores de las demás personas. Lo que une a estos cuatro personajes es el tema del dolor ante la pérdida de alguien, cómo se sigue después de la pérdida de alguien.

Me hiciste acordar a Foster Wallace cuando responde que el arte es sobre ser un humano.

Hermoso, exacto. El arte es una de las formas que nos muestra cómo ser un ser humano, en la complejidad de lo que es el ser humano. Muchas disciplinas abordan lo que es el ser humano, pero lo interesante del arte es que la aborda mostrando las complejidades, mostrando las zonas turbias, mostrando los claroscuros que pinta también el Barroco. El Barroco lo entendió tan bien. Se ve tan claro en un cuadro de Caravaggio, se puede ver en Velázquez.

Ese claroscuro muestra lo complejos que somos los seres humanos y, a veces, el problema de nuestra contemporaneidad es que somos todos un maniqueísmo, de bueno/malo y el espectro es mucho más. Creo que lo que hace a la belleza del ser humano es esa complejidad. De que somos muy complejos. El arte nos ayuda a conectar con esa complejidad que somos. Creo que, cuanto más complejos somos los seres humanos, más interesante es la experiencia de la vida.

En una entrevista pasada hablábamos de que vos sostenés que el arte siempre habla del amor y de la muerte, eros y thánatos. Alguna vez te he preguntado cómo hace el arte para no repetirse. Es gracias a la complejidad del ser humano que no se repite, entonces.

Exacto. La obra habla de eso, en un momento. Se aborda ese tema. Un personaje le dice al dramaturgo, “¿no tenés miedo de repetirte?”. Y dice “no, justamente en la autoficción no me repito porque, como la autoficción trabaja a partir de lo que uno va viviendo, y uno va viviendo cada tiempo cosas distintas nunca te estás repitiendo”. En esta obra, por ejemplo, desde ese personaje voy a hablar de la muerte de mi madre. Eso es algo nuevo para mí. Por lo tanto, no me voy a repetir.

Después están las personas que dicen que siempre aparecen personajes criminales, pero no, porque cada obra siempre se va adaptando y es distinta. Cada obra va abordando temas distintos. Esta noción del miedo a repetirse es un miedo decimonónico, del siglo XIX, lanzado por la burguesía y el capitalismo porque para inventar un producto e insertarlo en el mercado había que ser original. Sino, no se vendía.

Creo que la repetición forma parte. No me comparo, pero cuando veo un Picasso, cuando uno mira un Turner, cuando uno mira un Frida Kahlo, o lee una novela, siempre hay algo que se repite. Porque, de alguna manera, la repetición es lo que forma el estilo de una persona.

Por qué siempre reconocemos un Figari, por qué siempre decimos esto es de Idea Vilariño. Porque hay algo en Idea Vilariño que siempre nos hace reconocer que es Idea Vilariño. Toda novela de Cristina Peri Rossi, que es una novelista que yo admiro profundamente, de alguna manera, se repite. La repetición no es un defecto sino que es una marca de garantía. Es la voz de Cristina Peri Rossi esa repetición asegura, a mi entender, un estilo.

Hay otra cosa, y esto lo siento ahora con los años, que finalmente mis autoficciones son una sola obra. Tebas Land, Ostia, La ira de Narciso, El bramido de Düsseldorf, Cuando pases sobre mi tumba, Tráfico, Zoo. Ahora, Tierra. Siento que son una misma obra en capítulos distintos. Tampoco me desagrada que la obra se inscriba en una obra general. 

***
Lucas, también, escribe, memoriza y dice lo siguiente.

“Un poema sobre cuando alguien muere:

Nadie ni nada me hace olvidarte

Miro por la ventana y me parece verte llegar

Todas las tarde el mar me recuerda tu nombre

Viento, viento, no traigas más su recuerdo

Las estrellas seguirán siempre encendidas

Esperando tu regreso y tu calavera acariciará aquellas acacias de agosto

No hay silencio que no susurre tu imagen”

***

Me hablabas sobre la autoficción y una de las grandes preguntas para hacerte es si no todo es autoficción.

Esa es una pregunta que se hace mucho y no. La autoficción, técnicamente, requiere que se reconozcan datos precisos del autor que escribe la autoficción. No hay artista que no trabaje con sus vísceras, como decía Bergman. Porque uno escribe, trabaja, pinta, compone con lo que lo está atravesando. La autoficción es algo específico y es que aparece el autor como tal en la obra. Hay una especie de reivindicación de autoría.

La obra también habla de esto en un momento. Yo evoco un diálogo que tengo con mamá en un viaje a Grecia, donde citamos aquella frase de Flaubert que decía que el autor no tenía que aparecer mucho en su obra. Tenía que aparecer como Dios aparece en la naturaleza. Hay que buscar un equilibrio. La autoficción reivindica ese mecanismo de ponerse en primera persona. 

¿Qué tiene Tierra de amor y de muerte?

En el momento en que habla del duelo que tienen cuatro personas por su padre o por su madre, su hermano o su hijo, está hablando de la fuerza que tiene el amor, que es lo que sostiene ese vínculo más allá de la muerte. De que la muerte y el amor no son dos polos opuestos, finalmente, sino que están muy ligados. Yo ya lo abordaba desde otro lugar en Cuando pases sobre mi tumba, más desde el lugar de una erótica. Acá lo hago desde un lugar más metafísico, más profundo, más vinculado a los amores esenciales, que no mueren.

Y la relatividad de la muerte, de cómo la muerte tiene, sin lugar a dudas, algo doloroso, algo desgarrador, algo violento, pero al mismo tiempo puede tener algo bello, hermoso, apaciguador. No necesariamente es algo grave. De vuelta, lo complejo y el claroscuro. Hay zonas que son complejas, cargadas, violentas de la muerte. Pero hay una zona bella.

Con respecto a la muerte de mi madre, se fue desencadenando en los últimos meses, últimas semanas, yo vine especialmente. Llegué el mismo día que ella falleció y pude estar con ella. Murió realmente conmigo. Yo lo cuento, que murió en mis brazos, los dos a solas en el CTI. Traté que esas horas que yo iba a pasar con ella, esas últimas doce horas, fueran lo más bellas posibles. Que fueran hermosas. Porque hay algo en la muerte que es bello. Hay algo en ese momento tan delicado de acompañar a alguien a la muerte, ese desprendimiento, que puede ser bello. Puede carecer de esa gravedad que siempre le atribuimos.

Puse todo mi esfuerzo en esas últimas doce horas, de que ese momento sea bello, que sea algo hermoso, que sea algo apaciguado donde el cuerpo de a poquito se va durmiendo y va entrando en otra dimensión. Acompañar esa persona. Fue muy importante porque pensé “ella me trajo al mundo en un trabajo de parto”, que debe haber sido complejo y bello, como ella me decía que fue su trabajo de parto para darme vida, y yo sentí que yo a ella le estaba dando la muerte, en el sentido más bello. Que la estaba acompañando en ese desprendimiento. Fue algo realmente hermoso.

En esta obra, si bien no entran estos detalles y no los cuenta, los evoca. Sí presenta la belleza que puede tener la ausencia de la persona que ya no está más. De cómo el duelo que compone una parte de dolor, como dice la palabra, también puede componer una parte hermosa, misteriosa. Hay algo de que la muerte es un gran misterio. Es desconcertante y tiene mucho de amor porque esas tres personas tienen un vínculo de amor con esas pérdidas. Es el lugar donde más están ligados es en el amor y la muerte.

¿Por qué Tierra de nombre?

La obra lo cuenta. Dudé mucho entre dos títulos. Entre “Si te vas” y “Tierra”. Durante mucho tiempo a la obra le llamaba “Si te vas”, por un tema de Julio Iglesias que se llama “Abrázame”. Después, me pareció que dejaba algo muy vacío, es un parlamento en la obra. Sin embargo, si yo ponía “Tierra” es algo que queda, un lugar. Ese lugar puede ser físico, pero porque hay muchas formas de desprendernos de alguien. Aprendí, con la muerte de mamá, lo importante que es una tumba y lo importante que es ese rito ancestral que tenemos los seres humanos de tener un lugar a dónde ir.

De allí que evoque, porque uno de los personajes está buscando a su padre desaparecido, la importancia de que las personas tengan un lugar en dónde poder convocar, evocar, recordar a esas personas. El teatro siempre habló de eso, desde el principio. En las primeras obras, Antígona que está pidiendo que sea honrada, en los despojos de su hermano. Hay algo en la tierra, en esa noción de la tierra, un lugar.

Vamos a la tierra, aunque sea, bajo forma de ceniza, pero vamos a la tierra. La tierra en su aspecto más bello, es lo que florece. El título también es como un concentrado de todo lo que pasa en la obra. Por eso, el afiche tiene esas flores hermosas, naciendo, saliendo de la palabra tierra. La tierra tiene eso. Es el planeta donde estamos, es nuestro lugar de origen, es también la suciedad, el polvo, pero también tierra es eso que fertiliza, que abona y donde crecen los minerales, las plantas, los árboles, las flores. Es tierra en el aspecto más bello. De algo que se regenera.

La misma dualidad que con respecto a la muerte.

Lo mismo. Vida y muerte. En la tierra también hay un florecer. Hay un proverbio hermoso que no lo cito en la obra, pero tendría que citarlo, que dice "los vivos cierran los ojos de los muertos y los muertos abren de los ojos de los vivos". Sin lugar a dudas que, cuando alguien muere, cerramos sus ojos. Yo se los cerré a mi madre, lo tengo presente ese momento. Al mismo tiempo, tengo la impresión que ese gesto me abrió los ojos a otra dimensión. Son muy interesantes esas dualidades y Tierra habla eso, de cómo la muerte de un ser querido nos abre, nos conecta con otra dimensión y esos seres no están. Al mismo tiempo, están.

Hay otra obra fundamental del teatro que aborda ese tema, Hamlet. Ser o no ser. También puede ser estar o no estar, los ingleses tienen un solo concepto para hablar de ser y de estar. El to be or not to be, es eso. Estar, pero no estar, que es el teatro, que es la vida, y que es no estar. Los muertos están en ese limbo de estar y no estar al mismo tiempo. 

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Debés estar un poco harto de tener que explicar siempre lo mismo.

No, no es siempre lo mismo. Es un tema que se va actualizando permanentemente, donde voy investigando y encontrando cosas nuevas. Además, no me molesta que me asocien con un modo de trabajo.

—¿No tenés miedo de repetirte?

Sí, claro, ese miedo existe. Pero es en la autoficción donde uno corre menos riesgos de repetirse. Como va trabajando con cosas de su vida, la vida va cambiando. Lo que va surgiendo, va cambiando. En esta obra, por ejemplo, pienso hablar de la muerte de mi madre, eso es algo nuevo para mí. Por lo tanto, lo que pueda escribir también va a ser nuevo, ¿no? De todas formas, tampoco está mal repetirse un poco. De alguna manera es ahí donde uno va generando un cierto estilo. Finalmente un Turner siempre es un Turner. La idea es encontrar un balance entre hacer siempre lo mismo y al mismo tiempo hacer algo nuevo. 

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Uno de los temas que va a plantear esta obra es la mirada, ¿qué sucede cuando muchas personas están mirando un texto sobre la mirada? Hay como una meta mirada sucediendo ahí.

Se produce algo maravilloso, que es para mí la base del teatro. Se produce esa comunión, una comunidad que se funda durante una hora cuarenta minutos, que comparte esas emociones, comparte esa mirada, comparte músicas, comparte distribuciones sonoras. Para mí, la noción de comunión, de religión y de compañía, que son los que comparten el pan, son algo hermoso.

El teatro tiene esa cosa extraordinaria, que son esas miradas que se están encontrando en un espacio a escala humana y en presente, aquí y ahora, para hablar de un más allá en otro lugar. Eso solo lo da el teatro. No lo dan muchos espacios, porque cuando son muchas personas, entramos en otro mundo que es un espectáculo. A mí me puede encantar ir a ver un recital de los Rolling Stones, o ir a ver un partido de fútbol en un estadio, pero eso son espectáculos. El teatro requiere de una dimensión de escala humana donde se dé eso de la convivio.

Ese encuentro entre escena y sala, al mismo tiempo, sin intermediación mediática, sin ningún intermediación técnica, tecnológica, y a escala humana. La dimensión de la escala humana es importante. Es maravilloso y hace que, antropológicamente, el teatro haya sobrevivido (y sobrevive), durante los siglos de los siglos. Porque los seres humanos necesitamos en grupo, en manada, en tribu, enfrentarnos a esa complejidad del ser humano.

Hace poco hablaba con una actriz que hace unipersonales hace mucho tiempo que el unipersonal hace oídos sordos a que tiene un público adelante y no permite la participación. Pero en el momento en que el propio unipersonal se da cuenta que, inevitablemente, tiene un público que está dialogando con él, ahí es donde se genera esa convivio.

El monólogo, en realidad, no existe como tal. El término monólogo no tendría que existir porque siempre es diálogo el teatro. Y, quizás, el monólogo es el momento en que menos solo está el personaje. Es el momento en que está dialogando con el público, con la diferencia de que ese espectador no contesta y toda la mecánica del monólogo.

Tengo tres grandes sectores: la autoficción, el tema de la metateatralidad y el tema del monólogo. He escrito muchísimos, los he dirigido. Ahora estoy escribiendo dos, en este momento. El monólogo tiene eso, es un diálogo donde el otro no me responde, pero hay una escucha. Y esa escucha, como decía Lacan, es una escucha silenciosa que construye el hablar.

En el monólogo es muy importante tener dos principios. El principio de que el silencio del otro me construye y que la mirada del otro me construye. Lacan y Levinas. El silencio del analista es el que construye el discurso del paciente, tiene que estar callado. Si está hablando, eso es otra cosa. Tiene que estar callado el psicoanalista porque ese silencio, que es un silencio muy sabio, es un silencio que te autoriza a que la palabra pueda fluir. El espectador es un poco eso. Ese silencio lacaniano permite que el monólogo pueda fluir.

Por otro lado, es la mirada de Levinas cuando decía que solo existimos cuando alguien nos está mirando, que si nadie nos está mirando no existimos. Entonces, yo le llamo las dos “L”, Lacan y Levinas. El silencio del otro me construye o la mirada del otro me construye. A partir de ahí el monólogo, en el fondo, es un diálogo con esa platea y se establece esa convivio.

Siempre digo que el momento en que menos solo están Hamlet o Antígona es en los soliloquios, porque están con todo el teatro. Le están hablando a todo el teatro. Sin embargo, cuando hablan con otros personajes se cierra ese eje y está el eje interescénico. Siempre estamos hablando al espectador, pero en el monólogo se activan al máximo todos los ejes ortogonales, lo que se llama el eje teatrón.

A mí me fascina. Escribí Kassandra, La ira de Narciso, Tráfico, ahora estoy con dos monólogos que espero el año que viene estrenar. Uno, seguramente, lo haga en Buenos Aires. Otro, seguramente, en Barcelona. A mí me resulta fascinante el mecanismo del monólogo porque es un actor, una actriz, que está dialogando. Lo disfruto muchísimo. Además, trabajar un monólogo es muy bonito porque todo eso se concentra en una actriz o un actor. Es maravilloso, pero es también agotador para el que lo lleva adelante. 

Por Federica Bordaberry