Por Rodrigo Bacigalupe
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Más allá del título —homenaje solapado a Muchacha punk (1992), gran libro de Rodolfo Fogwill—, podemos decir que Cristina García Morales, granadina, nacida en 1985, tiene mucho de esa rebeldía (punk) y escribe como si tuviera dos granadas en cada mano cuya chaveta (la de los explosivos, no la de su cabeza) parece estar a punto de detonar y arrasar con todo lo que su literatura puede alcanzar, que es francamente muchísimo.
La literatura de Morales dinamita (sí, más verbos que hacen ¡¡¡CATAPOOM!!!) los cimientos de muchos de los presupuestos ideológicos que tenemos establecidos como dogma en el mundo contemporáneo. Entre todos los prejuicios, el primero, el que más le interesa a la narradora: el de la lectura. Conforme cómo nos han enseñado a leer es como leemos también la realidad, así de sencillo. La obra de Morales en su totalidad apunta contra la infraestructura de nuestras capacidades lectoras, promoviendo constantemente (desde que la inventara como concepto un filósofo francés hace ya más de cinco décadas) la tan famosa deconstrucción (pongamos que hablo de Derrida).
La prosa de esta autora tiene uno de los dones que las grandes plumas (sustantivo demodé si los hay) suelen tener, ya que maneja a la perfección el arte de incomodar. ¿Por qué? No por jugar a ser una suerte de enfant terrible, sino porque su literatura no busca ser condescendiente con el lector, porque se atreve (por considerarlo una necesidad casi deontológica, gajes del oficio) a decir lo que piensa con la libertad que la no adhesión a ningún foro concreto (institucional, partidario, religioso) conlleva. Y también porque está dispuesta a deconstruir (otra vez este verbo, che) en plena faena creativa, casi como un acto performativo, su propio discurso. Pero no nos apuremos, que compromiso la Morales sí que lo tiene, pero la cosa no es fácil. Pasemos al retrato.
Si la vemos, su look, que bien poco debiera importarnos, para ser sinceros, con tanta cosa (y prosa) para ofrecer, sin embargo, es un aspecto más de su persona (en griego ‘máscara’) que llama la atención. Poniéndonos a hacer de tratadistas de fisonomía renacentista —como el italiano Giovanni Battista della Porta, quizás el más destacado de su tiempo— podemos decir que el rostro de la autora inspira respeto, hay vehemencia en su mirada y una fortaleza de carácter que se adivina en su rostro de facciones angulares. En su versión más punky, su cabeza rapada enfatiza una actitud que pudiera confundirse con arrogancia y es solo convicción, esa que da la inteligencia. Cristina parece tener tantas palabras en las gateras de su mente esperando salir al galope que, a veces, hace una pausa y uno se imagina que, como el personaje de “El Aleph” borgesiano, ha visto ese círculo de luz que todo lo concentra. Si no me creen, mírense esta entrevista.
Pasemos a la secuencia informativa. Cristina Morales ha escrito un libro de cuentos, La merienda de las niñas (2008) y, hasta el momento, cuatro novelas: Los combatientes (2013), Malas palabras (2015), Terroristas modernos (2017), una excelente novela, sorpresiva desde su título (guiño, guiño) por tratarse, en realidad, de la conspiración contra el rey español Fernando VII (en plena modernidad decimonónica), y su más laureada creación, Lectura fácil (2018). Esta última es, hasta el momento, la obra que, a juicio de quien garabatea estas palabras, alcanza la plenitud narrativa de la autora y merece, probablemente, un poco más que las anteriores, todos los halagos con los que abrimos nuestra semblanza. La Morales realmente, como la afamada canción de Los Shakers (que tan cansados tiene a los Fattoruso), muestra esa impronta del break it all, pero con fundamentos y una visión de la realidad que, aunque cristalina, también es muy compleja, porque deja en evidencia sus más turbias facetas. Es sobre esa última novela —Premio Nacional de Narrativa (2019)— que vale la pena hablar un poco más.
Lectura fácil es una obra multigenérica, que tira, de manera genial, de soportes como el fanzine, reivindicando este género popular (tan humilde como necesario) por reapropiación del mismo en un espacio tradicional (en teoría libérrimo, como el de la novela), así como por sumar otras expresiones igualmente populares —que no pop—, y en sus orígenes contestatarias, como el grafiti, presente en el primer paratexto de la novela, que aparece en su portada y versa como emblema de lo que vamos a leer: “Ni amo, ni dios, ni marido, ni partido, ni de fútbol”. Tremendo gancho. Las protagonistas de esta poderosa novela son cuatro mujeres que, según el sistema (“y si no el sistema qué, y si no el sistema qué”), poseen diversas discapacidades en grado y forma, variantes de la no aptitud para la vida en sociedad, por lo que son objeto de la limosna estatal y constitucional a cambio de la aceptación a su nomenclátor, es decir, del autorreconocimiento como discapacitadas o —lo que es aún peor— personas de segundo orden y categoría. En la novela el famoso concepto de Bajtín de polifonía (a saber, un conjunto de voces y de conciencias que representan paradigmas e ideologías diversos y claramente reconocibles) es puesto de cabeza y retorcido al punto de hacer de la obra, como lo fundamenta su prólogo, unanovela-grito que tiene mucho del realismo eufórico que hemos promovido en esta revista en otras ocasiones. Con esa respiración agitada que el ritmo de su prosa impone a todo el periplo por el que pasan sus protagonistas (Nati, Patri, Marga y Àngels), comenzando por el irónico curso de lectura fácil que una de ellas, Àngels, aplica para escribir su historia —una novela insertada dentro del relato primario—, se desmantelan al tiempo que se ponen en evidencia las enormes falencias de este tipo de propuestas, exponiendo la complejidad discursiva que se halla detrás de la enorme red de relaciones humanas que entran en juego a través del lenguaje, de las voces promovidas como palabra liberadora y que no son sino una máscara de la opresión. Así es que Morales y su dinamita narrativa, deseosa de gastar pólvora en chimango, propone no solo cercenar la simiente del heteropatriarcado (como Cronos capando a su padre Urano), sino dar cuenta de las taras adquiridas con el uso de palabras como normalidad, salud, enfermedad. La autora nos invita con su prosa a realizar una especie de suspensión del juicio, la epoché de los antiguos escépticos, pero no para permanecer indiferentes, sino para resetear nuestro viciado sistema operativo, eminentemente burgués, constitucional, democrático y capitalista (también católico, apostólico y romano), y así deconstruir (sí, otra vez), como lectores de la vida —ese gran texto—, nuestra propia visión de la realidad, muchas veces empañada por nuestra maldita vocación jurisprudente, y, si se puede, ponerla de revés.
Sin embargo, Morales reparte palos para todos lados y, si bien grosso modo, la diana de las flechas incendiarias resulta ser el statu quo derivado de la Modernidad hasta nuestros días, tampoco le falta autocrítica para con ciertas vertientes de movimientos en pleno auge en la contemporaneidad. Así se explaya la autora para hablar de ciertos sectores del feminismo que, a su criterio, malinterpretan la aplicación de la libertad sexual y pretenden instituirse en contra de algo tan preciado para la autora como el hedonismo y la autarquía del cuerpo propio (la única patria verdadera). Así define, por ejemplo, al feminismo negador, que “pontifica con que decir no al follar es liberador porque entiende el acto sexual como una histórica herramienta de dominación del hombre hacia la mujer”, y de esa manera, en lugar de metabolizar y resignificar la sexualidad, empodera estructuras discursivas de sumisión como la abstinencia o el celibato, sumamente ligados a la Iglesia como dogma, el representante paradigmático del patriarcado. Morales piensa, categórica, que quien pretende legislar sobre la sexualidad ajena no es libertario: es facho. Más que anarco, más que punk, la autora también se deja llevar para reflexionar acerca de formas de libertad sexual que en pleno uso de nuestro libre albedrío (de origen bíblico, no nos olvidemos), en realidad esconden una soterrada manipulación. Así pues, se expide sobre la supuesta elección consciente de la pareja, argumentando que “en vez de dinamitar esos roles de mierda, esa relación donde no hay ni carne ni verdad sino solo retórica y seducción, la autocastrada quiere adoptar el rol del pagafantas [el paga copas, diríamos aquí en el Río de la Plata] y que el otro sea su calientacoños [en el Río de la Plata… decimos otra cosa], su negador de la carne […] porque le gusta carecer de iniciativa sexual, que es una cosa muy pesada porque acarrea mucha creatividad”. En realidad, para Morales, lo que conseguimos al racionalizar el sexo y ritualizarlo es aplicarle una lógica mercantil —y no placentera—, confundiendo elección con planificación. De esta manera, la novelista sostiene que al someter a las leyes del mercado también nuestra sexualidad, suprimimos o, en el mejor de los casos, como dijera el recientemente fallecido Enrique Symns, reprimimos la pulsión en pos del deseo reglamentado y protocolar, dotando de cultura lo más animal de nuestro ser y, por lo tanto, lo más ¿sagrado? de nuestra naturaleza.
Pero la obra de Morales es de muy difícil clasificación y estamos siempre expuestos a la liviandad de juicio al momento de catalogar su narrativa y, sobre todo, su pensamiento. La autora, aunque es una firme defensora de la reivindicación del lugar de la mujer en la sociedad contemporánea y una poderosa opositora a los múltiples tentáculos del patriarcado, no vacila en dejar en ridículo cierto tipo de feminista que no duda en denominar como “autocastrada”, siempre promulgando lo que entiende como el más auténtico ejercicio de la sexualidad, al referirse a esa mujer que “halla placer en la negativa que su sádico le inflige” y que, aunque “piensa […] que es ella quien niega el falo […], lo que quiere es que el falo la niegue a ella”. Morales cree que así, con esta lógica compleja, dicha clase de feminista estaría dotando a quien se le acerca con intenciones sexuales, mediante un victimismo a priori, “de un poderío fálico ante el que no cabe ya acatar, lo que sería digno, sino defenderse”. La víctima potencial se presume así, indirectamente, como objeto pasivo de dominación y pone en juego desde el vamos “una retórica de la sumisión patriarcal” y también burguesa y, por supuesto, liberal, que son en buena medida el brazo armado de los aparatos ideológicos del Estado que nos vio nacer, diría Althusser. A juicio de quien escribe, un pensamiento exquisito a nivel de perspectiva, dejando en orrrsaaaiiiiii a aquel que se apure a juzgar su literatura y su perspicacia.
Para terminar esta breve semblanza, a modo casi anecdótico y no por eso menos pintoresco, podemos afirmar que, en buena parte de su narrativa, y particularmente en Lectura fácil, encontramos discreto pero omnipresente un juego que promueve el derrumbamiento de muchas de esas ideologías-delivery (por proponer un término) que ofrecen el nirvana en cuatro sesiones (sin Curt Cobain) y en cómodas cuotas. Así se expide la granadina, incendiaria y quirúrgica, al referirse al tan socorrido coaching, esa vertiente mitad neoliberal, mitad new age, del que las empresas que buscan mejorar la productividad de sus trabajadores izan bandera, nunca blanca, ni roja, ni mucho menos negra, salvo que sea la del funeral de sus empleados. Así pues, Cristinita concibe a los coach como maestros en aplicar y promover “una técnica fascista basada en el espíritu de superación”, que pretenden convertir, como alquimistas del rendimiento, el estrés laboral en la meta del buen esclavo, su motivo de orgullo. Tampoco se salvan las nuevas y las tradicionales formas de conectividad, espaciales y temporales. En su poderosa novela podemos reflexionar sobre la realidad cotidiana a través de constantes sentencias como la siguiente, que parecen una epifanía de la lucidez en medio del caos, como cuando se refiere al transporte público, ya sea que hablemos del metro de Barcelona (donde vive hoy la escritora) o de las líneas de ómnibus montevideanas que nos hacen creer “que por unir las cuatro puntas de la ciudad también une[n] a sus habitantes, cuando la verdad es que los licúa”. Bauman y Augé al 2x1, como dijo un amigo: so-ba-te.
Por Rodrigo Bacigalupe
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