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Contenido creado por Federica Bordaberry
Historias
Una orquesta pequeña

Crónica del alivio del Fritjorf, el barco de cien años que un artista sacó de Piriápolis

El barco noruego fue retirado, al fin, del puerto de Piriápolis por el artista Diego Haretche, y trasladado a su residencia en Playa Verde.

25.10.2023 11:01

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2023-10-25T11:01:00-03:00
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Por Federica Bordaberry

Desde ahí, desde el puerto, se ve prácticamente todo. La rambla de Piriápolis entera; el horizonte del mar picado, el fondo revuelto; los cerros de atrás, verde pino, verde perenne, la niebla que cae sobre su parte más alta. Sacados de contexto, podrían ser montañas europeas. Alpes suizos, franceses, algún pico nórdico no tan congelado.

Es 24 de octubre y podría ser agosto. Frío, viento, el cielo blanco de nubes, resolana, poca luz, 11 de la mañana.

Afuera del puerto de Piriápolis espera, apagada, una chata de hierro de varios metros de largo. Ahí van a colocar un barco, dicen. Un barco que está hace muchos años en el puerto y que nadie mueve, que nadie sabe qué hacerle, que nadie sabe a dónde llevarlo.

En realidad, nadie sabía. Ahora, alguien sabe.

—Está con una locura el Dieguito. Ahora lo que están haciendo es extraerle la caldera, que es una demencia, que pesa cinco toneladas. Para eso precisamos unas cadenas. Tienen que sacar otro pedazo más y luego dejarlo montado en la chata esta. No lo podemos mover por el centro de Piriápolis después de no sé qué hora. Entonces, no dan los tiempos, y la jugada de moverlo hasta allá quedó para mañana —dice Juan Martín Rossi, amigo y mano derecha de Diego Haretche, el artista detrás de la maniobra de sacar el barco.

Juan Martín, ahora parado afuera del puerto, de casco de construcción puesto (obligatorio para entrar al predio). Diego acercándose a saludar, de jean y buzo, la barba apenas dejada, el pelo rapado a cero. Diego hablando con un empleado de la empresa que lo está ayudando a sacar ese barco del puerto de Piriápolis para entrar unas cadenas.

Diego, que va, que viene, que corre, que siempre sonríe. Que está inquieto. Que está lográndolo después de mucho tiempo de quererlo. Que sabe que la operación corre riesgos. Que confía plenamente en todo lo que sucede. Que igual está nervioso.

—¿Entra ahí arriba?

—Queda un pedazo para afuera, y por un motivo lo hicieron así. Yo colaboro. Fue todo una transa eso de que la ANP [Administración Nacional de Puertos] diga, “sí, llévense el barco”. Fue una demencia. Movimos mil contactos. Todo esto es una locura, pero es una linda locura y va a estar divertido —agrega Juan Martín.

Del otro lado, se acerca una camioneta blanca a la barrera de seguridad para ingresar al puerto. Ahí dentro van las cadenas que precisa la operación. Piden la póliza del auto para que ingrese a puerto. Cuestiones de seguridad, de evitar demandas, denuncias, todo eso. De prever problemas.

“Qué complicación”, dice Diego en voz alta, y soluciona diciendo que van a pasar las cadenas a su auto, que ya tiene los datos registrados en la entrada del puerto. Diego, que va, que viene, que corre, que siempre sonríe.

Desde la parte de afuera, se asoman algunos de los barcos. Se escucha venir de sus cascos un martilleo. Se trabaja en las reparaciones y los ecos llegan por el viento. Alguien canta una mañanita mexicana a lo lejos. Indistinguible la canción, también se acerca su voz.

Ecos de martillos. Ecos de instrumentos. El viento que los aplasta. Quizá, una orquesta pequeña. El maestro, el director, aún está invisible.

***

Según las averiguaciones de Diego Haretche, la embarcación noruega bajo el nombre de Fritjorf llegó a Uruguay en 1920. De hierro y madera robusta, de gran calado (que es lo que se usa para no decir grande, profundo, pero que es lo mismo), tuvo su función como remolcador en el puerto de Montevideo.

Asistía y empujaba a otros barcos. Eso duró hasta 2002, cuando el barco naufragó. Uno de sus tripulantes desapareció y murió.

Entre muchas vueltas (compras, ventas, remates), el barco noruego terminó abandonado y anclado en el puerto de Piriápolis, sin la capacidad de nadar. No solo por no estar en el agua, sino porque ya no tenía el permiso para estarlo.

Un barco que ya no navegaba, un barco al que el tiempo iba a empezar a destruir, un barco que, de alguna forma, iba a empezar a acumular deudas.

En enero de 2022, Diego Haretche hizo una travesía en la que acompañó a un amigo a llevar un velero desde Colonia hasta Piriápolis, navegando por el Río de la Plata. Fueron tres días en el mar. Se enteró, en alguna conversación, que en el puerto de destino había un barco abandonado que nadie quería. Que estaba ahí, tirado.

Habiendo llegado a Piriápolis, a eso de las seis de la mañana, Haretche fue a ver el barco. Cien metros cuadrados, la estructura. Seis metros, la altura. Madera de lapacho por afuera. Borde superior de hierro, robusto.

Lo quiso.

***

Los corredores del puerto, entre barcos, es, más bien, un bosque. Se apoyan sobre troncos de madera los cascos de todos los barcos. Los levantan en el aire, a puro juego con la gravedad y astilla, para trabajarlos desde la tierra.

Son las superficies de hierro, semirredondas, curvas, que hacen la sombra de un conjunto de árboles con ramas expandidas. Vida mansa I. Cachafazin. Hakuna Matata team. Compinche V. Gerónimo, como el último líder apache. En realidad, son más que esos. Varios más, pero no todos tienen el nombre expuesto. O no en el mismo lugar.

Aunque están lejos los unos de los otros. Es un bosque solitario, gris, madera casi blanca. Algunos trabajadores siguen pintando, otros siguen martillando. Todos entre vigas. La orquesta existe, suena cada vez con más fuerza. Los ecos, el viento, las risas, ahora las latas de pintura. La radio. Un horizonte sonoro de lo que sucede un lunes por la mañana. Aunque no es solo eso.

En el fondo del puerto, cerca del agua, el Fritjorf. Solo tiene la estructura del casco. Su nombre aparece pintado de blanco en babor. Superior, al borde de caerse, al borde de desaparecer. La posición en la madera, pero también el paso del tiempo.

Es inmenso, es de otros materiales distintos a los barcos que lo rodean. Lo envuelve una máquina azul con ruedas a cada lado. Esa es la que se va a encargar de sacar la caldera, tensando con cadenas desde los costados. Una caldera de cinco toneladas que, si cae, destruye la embarcación. Debajo del barco hay una plataforma con ruedas, la que lo va a mover de ahí y lo dejará libre, al fin, para irse a Playa Verde, donde reside Haretche.

Ahora que está establecida la imagen, la inmensidad de la escenografía, comienza la acción.

A los que se acercan mucho les piden que se retiren. Alrededor hay diez personas, todos con cascos, todos con chalecos. Algunos de la empresa de grúas contratada para mover el barco, otros de la ANP. Todos en círculo, mirando.

Sobre el barco, Diego, Juan Martín, la novia de Diego, una amiga de ella, dos personas con una cámara que están trabajando en un documental. Otros hombres, contratados para que suceda aquello. Un dron volando, suspendido sobre el aire. Arriba, mueven maderas. Diego baja por una escalera lateral de metal y pide un pedazo de goma a un hombre de la ANP. “Algo de goma, de caucho, para evitar el roce”, dice.

Un pájaro negro, chico, se posa en la rueda de la máquina azul del barco. Salta. Salta. Se esconde debajo de la chapa que envuelve la goma. Desaparece. Un gato gris camina, también, entre esas ruedas. Se rasca. Pasea la cola por allí.

Diego vuelve con una goma y la tira hacia arriba. Entra. La usarán para el sostén de la caldera, para que no resbale, para correr menos riesgos. Desde abajo no se ve nada de lo que hay arriba. El barco es tan alto que se ve solo medio cuerpo de las personas que están más cerca.

A las 12 del mediodía, son ocho personas sobre el barco. Un barco que no tiene permiso para ir aguas adentro. La maniobra para remover la caldera comenzó, aunque todavía no levantan nada. Más bien, colocan. El maestro, el director de orquesta, entonces, se identifica. Mueve los brazos en el aire, dirige, indica hacia dónde hay que ir. No es Diego, es una de las personas contratadas para el proyecto, alguien con experiencia en maquinaria pesada.

Cuando terminan de instalar todo para que se muevan esas cinco toneladas, ese hombre cierra los puños. Como si el sonido tuviera que cesar. Como si el concierto hubiera terminado. Pero la música sigue, las máquinas siguen, el puerto sigue.

De adentro del casco, del esqueleto que todavía permanece, se eleva la caldera. Breve. Desde el suelo se ve poco, pero aparece. Las máquinas tocan bocinas, explotan motores, mueven ruedas. Aunque la fuerza se manifiesta breve, lenta, de a poco.

—Bueno, ahora rompemos todo o sale —comenta Juan Martín.

—¿Es momento?

—Sí.

—¿Esa es la caldera?

—Sí, es enorme, no da el ángulo.

—¿Por qué no la levantan más, así se aseguran?

—Lo que pasa es que tampoco se puede levantar mucho. El peso tensa mucho.

***

Haretche conoció el verano en Playa Verde a los 11 años, cuando sus padres decidieron pasar ahí los meses de calor. “Acá está todo”, le diría hace unos meses a LatidoBEAT en una entrevista. Y repitió con énfasis: “Acá”.

Ese balneario es el origen de su vínculo con la naturaleza, el que le permitió pescar, bucear, conocer cerros, playas, bosques. En parte, también, le mostró la madera como elemento con el que trabajar.

Esa relación se forjó con una carrera de Carpintería en Don Bosco, donde aprendió a hacer muebles con una utilidad. Sillas, mesas, puertas. Pero Haretche prefirió la estética, el diseño, por sobre la función de los elementos.

En Montevideo se volvió diseñador gráfico. En Playa Verde, artista. Por eso, hace no más de cuatro años instaló su taller y su casa en ese balneario en el que creció. Construyó su casa en la estructura de un ómnibus viejo, con ayuda de su padre.

“Es modificar algo y poder ponerlo en el lugar de ser usado, admirado. En la mayoría de los materiales sobre los que trabajo, ya no iban a tener el mismo fin que para el que fueron hechos. No iban a ser vistos con el potencial que yo les veo”, dijo en aquella entrevista sobre la decisión de comprar el barco.

***

Las máquinas se escandalizan. Tocan bocinas, las ruedas se mueven hacia adelante, hacia atrás, en diagonal. Sirenas que avisan el movimiento. Las cadenas se tensan, la caldera sale, sube, se asoma cada vez más en el aire. Se suspende, pero se balancea sobre el aire.

—Ahí sale, ¿no?

Nadie responde. Los que están abajo viendo la máquina salir están en silencio. Concentrados. Miran. Esperan. La caldera que va y viene por el viento, cada vez más alta.

—¿Después de eso la tienen que correr para atrás?

—Después de eso movemos el barco y eso queda suspendido. Después se baja de vuelta, se levanta el barco, se mete el camión. Es todo medio transa. Ahí se empieza a asomar, eh.

—¿Quiénes estaban arriba del barco antes de que empezaran a levantarla?

—Arriba estábamos solo gente de nosotros y los de la empresa que hace el traslado. Hay gente del Estado por acá, porque seguimos estando adentro de la división del puerto. El operario de la grúa es del puerto, también.

Detrás de Juan Martín, se acerca un hombre de mameluco azul, gastado, con dos cierres blancos que lo atraviesan de los tobillos hasta los hombros. Un gorro de lana. Se saludan y hablan en francés.

Dominique, ese personaje curioso que apareció, tiene su barco estacionado en el puerto de Piriápolis desde diciembre de 2022. Es francés, tiene un velero, lo está reparando para seguir viajando solo por el mundo. En teoría, la semana que viene sale para Sudáfrica y tiene por delante un mes de viaje.

—Cuando nos vio laburando en el barco se acercó a charlar y yo sabía hablar en francés —aclara Juan Martín.

A las 12:10 la caldera está en el aire, pero todavía no subió lo suficiente como para liberar al barco. Diego baja desde arriba del barco con la escalera de aluminio. Se acerca a Juan Martín y le pide que ponga música desde su teléfono. No le dice, pero, quizá, fuera su intención la de lograr su cometido con una banda sonora de fondo.

Aparece “Beefheart”, del disco Se pule la colmena (2011) de los Buenos Muchachos. Se mueven las máquinas, de atrás para adelante. A las 12:15 la caldera todavía no sale. Las máquinas tocan bocinas, hacen sonar sus sirenas. Todo se mueve, en distintas direcciones. Como si fuera un gran ser vivo incómodo, quejándose.

Suena, de pronto, “Antenas rubias”, del disco #8 (2017). A esa altura, la caldera se encuentra a un centímetro. Podría salir. Podría partir una parte. Los riesgos laten.

***

Haretche limpió ese barco en el invierno de 2021. Empezó con la mugre general: cables, plásticos, bolsas, botellas, fusibles. Siguió con la estructura, hasta llegar al esqueleto. Hasta dejar lo esencial. Sacó casi todo y decidió mantener la parte histórica del barco. Lo último que sacaría antes de llevárselo a su casa sería la caldera.

Durante ese tiempo, además, se pasó yendo y viniendo a oficinas públicas. Paseó por Hidrografía, ANP, el puerto, Ministerio del Transporte, siempre intentando resolver las burocracias titánicas detrás de llevarse ese barco hacia su casa.

***

Diego, que va, que viene, que corre, que siempre sonríe. Que está inquieto. Frena.

—¿Entonces? Bienvenidos.

—¿Estás contento?

—No puedo creer la dimensión de todo. Y lo que hizo el barco cuando se salió la caldera.

—Se alivió.

—Se alivió. Yo, ahora, entre comillas, estoy apurado porque todo aguanta, pero no es infinito. ¿Se quedan un rato ahora después? ¿Van para allá, para casa? No saben cómo está, armamos toda una explanada, una calle. No saben lo que es el laburo que hicimos. Esto es una locura. Esto estaba pasando y va a seguir pasando. Ya no depende de nadie. Salvo que se caiga el presidente de ANP, al resto nos pasa a todos por arriba, es enorme. Ver el vacío que quedó allá es de locos, quedó como un desierto de los palos tirados.

Cuando termina de hablar, ya está caminando hacia el barco. Diego vuelve a ir y venir. Vuelve a correr. Sonríe siempre. Se acerca a una mujer con chaleco de ANP y le dice: “Vamos a apurarnos porque estoy nervioso, en serio. La suma de los minutos…”.

A la caldera la levantan más. Se siguen tensando las cadenas. Las bocinas suenan. Las máquinas se mueven poco, se quejan, se desperezan. Hacen fuerza. Podría ser un partido de fútbol, alguna final, pero es un barco siendo despojado de una pieza de metal de cinco toneladas.

De pronto, sucede. Aplauden, gritan, festejan, Diego y sus allegados desde un andamio cerca del barco. En un palco. Se abrazan. Se ríen. Todo eso es síntoma de que la caldera subió lo suficiente como para que el barco saliera por abajo. Eso hizo, empezó a moverse. A ser independiente.

—¿Qué se hace con la caldera?

—Esta caldera se la va a llevar un loco que la va a fundir, o reciclar, o a hacer algo. No sé cómo es la logística con la caldera porque mi laburo y el de ellos era sacarla, después lo demás ya no es nuestro problema. Es problema del otro y del puerto. En realidad, hay que sacarla acá porque llevarse el barco con eso son cinco toneladas más, y allá en el campo, ¿cómo lo sacás? —pregunta Juan Martín.

***

Cuando el barco esté en su jardín en Playa Verde, Haretche invitará a “una experiencia sensorial hermosa de la madera, de lo visual, de poder meterse dentro”, según comentó a LatidoBEAT en aquella entrevista.

La noche va a pasarla en el puerto de Piriápolis, pero subido a la chata. Esperará poder salir hacia ese balneario donde Diego Haretche se transformó en artista. Será al día siguiente, el 25 de octubre.

Por Federica Bordaberry