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Por no estar allí

Cuerpos místicos (un bis): en busca de la cara de Dios en una teatralidad

Sobre cómo el placer siempre tira la pelota para adelante y la literatura grita a los cuatro vientos: “I’m coming, baby”.

02.02.2023 15:29

Lectura: 8'

2023-02-02T15:29:00-03:00
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Por Rodrigo Bacigalupe
   rodri...@gmail.com

Continuemos dándole alguna vuelta a lo escrito hace un mes. En Avatar (James Cameron, 2012) —ahora que se estrenó la segunda y ya está a medias la tercera (seguro se piensa incluso en una tetralogía)— encontramos una de las más curiosas metáforas cinemáticas de lo que podríamos llamar el afán simbiótico, el deseo de comunión, de unidad, del dos por uno, que ejemplifica la esencia del concepto de cuerpo místico.¹ Su proyección trascendental (en plan de armonía universal, muy new age, era de acuario e ainda mais) busca la comunión del dos por uno hacia un sujeto hipersensible, que consigue extender su frontera epidérmica individual hacia el mundo de todo lo vivo, penetrándolo y, como si de millones de bytes se tratara, intercambiando su esencia, su ser, y alcanzando entonces una mixtura casi psicodélica de los cuerpos. Otro ejemplo más de reinvención y búsqueda de una forma de individualidad superior. Así, los personajes de James Cameron acarician a las bestias voladoras, como John Wayne a los caballos en Jinetes del desierto (E. R. Hickson, 1933), pero con una cuota lisérgica. Esta suerte de atisbo de la teoría del simbionte es un ejemplo claro de trascendencia hacia la mística del cuerpo que, sin dudas, habla desde otro lugar de lo transhumano, de moda hoy en día, y con razón. Otro camino hacia el cuerpo místico.

Subamos la temperatura: en una película de acción del año 1993, Demolition Man (Brambilla, 1993), el eterno Stallone, un policía congelado y revivido en el futuro —PIIIIIIING (suena el microondas)—, tiene que aggiornarse a los nuevos tiempos y también a las nuevas formas de relacionamiento. Civilizarse, en unas palabras, porque es un cavernícola reaganeano, un last action hero que está demodé. Entre las cosas que debe aprender, son las nuevas maneras de tener contacto íntimo: hablemos de sexo. En una escena muy curiosa, el bueno de Sly se prepara, contento, para conocer (guiño, guiño) a su compañera de trabajo, una Sandra Bullock vestida de cyber-poli, con treinta años menos y, evidentemente, las rodillas sanas. La mujer policía lo invita, directamente, a tener sexo y, mientras su partenaire se prepara, eufórico, ella saca unos aparatosos cascos con los que, virtual y paradójicamente, concretar la acción y ser, por un rato, uno, a lo U2. Sylvester, decepcionado, pero luego de haber probado el artificio, argumenta que a él le gusta hacerlo a la antigua. Como todo lo que aparece en el mundo de la ciencia ficción (o ficción especulativa), la película muestra cómo todo lo que aparece en la pantalla ya está pensado hace tiempo y, nosotros, los espectadores, no somos más que una parte del estudio de marketing. Tomemos la escena anterior como un símbolo y un anticipo. Hasta aquí, el segundo ejemplo.

Ninguna otra industria se ha servido tan notoriamente de las nuevas tecnologías puestas al servicio del placer como el mundo de lo que el eufemismo ha llamado “entretenimiento para adultos”, en fin, el porno. En su desarrollo estrepitoso y decadente, a partir de la llegada de internet hasta hoy, el porno ha tenido varias metamorfosis y tantas cabezas como la de Hidra de Lerna de los mitos griegos, habiendo corrido mucha agua bajo el puente hasta alcanzar la utópica virtualidad simultánea y coparticipativa. Tomando como base una ausencia o una falta a nivel de la libido, el consumidor de porno es, como tantos otros, un sujeto con un vacío a ser “completado”. El placer requiere la complicidad de una fantasía que no se concreta nunca del todo, amén de las más sofisticadas tecnologías que se pongan a su servicio. El escritor y monologuista argentino Enrique Symns (a quien es forzoso homenajear aquí, en esta revista) ha insistido en la idea freudiana de que el sexo convoca siempre una ausencia, la de un otro, cuando el placer es físicamente individual (onanista, masturbatorio, autoerótico), y plural (cuerpo grupal, orgiástico, pandilla) cuando ocurre entre dos o más individuos que buscan a otros tantos (individuos, individuas, individues). El porno y sus orgías imposibles (¿imposibles?) ha pretendido plasmar esa sombra de completitud ante una otredad (singular o gregaria) que vendría a unírsenos en un plano físico y que, metafóricamente, también por su negatividad, por lo que nunca se alcanza, expresa las ansias de un plano, digamos, metafísico. ¿Acaso no es eso mismo lo que buscan Renton y Cía en Porno (2002)? ¿No es esa necesidad de comunión trascendente la que los personajes de Irving Welsh pretenden con el sexo, como lo hicieron en Trainspotting (1993), con la heroína? Digo, de pronto, me parece (alguno cazará el chascarrillo).

Todos los fantasmas que habitan la sexualidad humana, brillando por su ausencia, complementan a sus participantes en el camino hacia el cuerpo místico del que hablamos antes. No es que en Avatar se promueva la zoofilia, no. No es que LatidoBEAT se afilie al sindicato de defensores de la pornografía, no, no, no va por ahí, ni tampoco que nos gusten, necesariamente, las pelis de acción de los ochenta y noventa (que por ahí alguna sí). Es otra cosa.

Pero ¿por qué el porno es un camino, explícito, evidentemente, o la forma narrativa de ese sendero a transitar? Primero, por el carácter utópico que puede alcanzar. El porno, en sí mismo, plasma fantasías de infrecuente, cuando no imposible, concreción. No porque su pulsión inicial no parta de un deseo real, sino porque las reglas de juego se magnifican al punto de la insolvencia, de una teatralidad que solo es posible en ese teatro. Una suerte de no lugar de la moralidad cotidiana es la quintita del porno (su quintaesencia), porque lo es también de la fantasía y del deseo per se. Sin embargo, excluyendo el hentai y las formas virtuales de animación (muchas llevadas al nivel lúdico como verdaderos juegos interactivos), el porno imposible está en realidad hecho por seres humanos de carne y hueso. ¿Por qué, entonces, hablar de utopía? Porque los permisos o licencias que el porno habilita son reales en la medida en que reconocemos que solo pueden serlo con un entorno y unas cláusulas características de la ficción. Es tan real como real es el deseo del ser humano.

Aunque la imaginación anticipe al porno, como si de un apriorismo se tratara, es el porno el que pretende ser vanguardia del deseo y, sobre todo, de las nuevas faltas (llamémosle carencias) a completar por el individuo. Y es en esa relación entre lo que hay y lo que solo el porno puede hacer, que se roza la unión con una forma de cuerpo místico: una masa libidinosa que se realiza (released) en cada happening sexual que emerge en la orgía hacia lo trascendente.

Y sin embargo la literatura gana el sprint, como el tango, “Por una cabeza”. Una imagen poéticamente plausible y superadora de lo expuesto, quizás el mejor ejemplo que se me viene a la mente, la tenemos, sin embargo, en uno de los primeros vehículos del porno: la literatura. Pensemos en Safo de Lesbos y pensemos, por supuesto, aunque ya se habrán dado cuenta, en una visión más amplia del porno que las tres equis de la web. En una de las escenas finales de la novela El perfume (1985), de Patrick Süskind, se puede leer cómo en una plaza del centro del París prerrevolucionario media ciudad se brinda a la orgía más grande que la ficción haya narrado jamás, la metáfora perfecta del intento, siempre imperfecto por naturaleza, de alcanzar la comunión hacia el cuerpo místico total. Verle la cara a Dios, por fin, ¡chan, chan! La pregunta, entonces, cambia, se vuelve otra: ¿a dónde queremos llegar, entonces, cuando estamos llegando? Así lo percibe el protagonista de la novela, Grenouille, estupefacto ante la escena:

Esto no era ningún sueño, ninguna pesadilla, sino la realidad desnuda. Y a diferencia de entonces, no estaba solo en una cueva, sino en una plaza en presencia de diez mil personas. Y a diferencia de entonces, aquí no le ayudaría ningún grito a despertarse y liberarse, aquí no le ayudaría ninguna huida hacia el mundo bueno, cálido y salvador. Porque esto, aquí y ahora, “era” el mundo y esto, aquí y ahora, era su sueño convertido en realidad. Y él mismo lo había querido así (Süskind, 1985, p. 226).

Para el resto, como dijeron los Guns N’ Roses, en lugar de usar la imaginación, “use your illusion”.

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¹ Esta idea nos la inspiró el Psicoanálisis para máquinas neutras de Sandino Núñez (2017).

Por Rodrigo Bacigalupe
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