A 500 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, hacia el sur, a una hora de la costa argentina, alejado de la ruta entre un bosque y una laguna, se ubica el Club Dannevirke, en la zona de San Cayetano. Desde Montevideo, Benteveo cruzó el Río de la Plata y recorrió las rutas argentinas hasta llegar al club danés para subirse por primera vez a un escenario extranjero, en el Festival Isoca.  

Para la banda, todo comenzó hace cinco años, antes de que existiera como un conjunto de rock; guitarras, bajo, batería, teclado, saxo y coros.

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Es febrero de 2018. En la rotonda de pedregullo del Club Balneario Solís hay un bus tuneado en tonos azules, dibujos de aves y unas letras que forman las palabras “El Plan de la Mariposa”. En la terraza del lugar, que mira el mar infinito y la caída del sol sobre un barranco de rocas erosionadas, hay personas que acomodan instrumentos y equipos sobre una tarima de madera. Tienen rasgos similares; pelos rubios, ojos claros, tez blanca, la altura. También hay niños descalzos que corretean entre el movimiento. Son alrededor de 15 novedades para una terraza que, cada verano, reúne a las mismas personas. Seis hombres y una mujer suben a la tarima que les hace de escenario y suenan sus instrumentos; guitarras, batería, bajo, teclado, voces y un violín que construyen un rock con sonidos que aluden al norte europeo. 

Tocan. Se quedan. Los desconocidos y los locatarios comparten un asado alrededor de varias mesas cuadradas que se unen para formar una larguísima. Una guitarra, que se pasea entre los brazos de quienes se animan a tocar, hace de rockola musical en la sobremesa. Es una noche calma, sin viento, el mar está iluminado por la luna y el cielo oscuro y estrellado. 

El Plan de la Mariposa ya había recorrido gran parte de Argentina en el Isoca, o el bus tuneado en tonos de azul y dibujos que ellos mismos restauraron años antes. Desde su ciudad natal en Necochea, habían comenzado a expandir su música a través de giras y viajes autogestionados. Esta noche es parte de su primera gira por Uruguay.

Foto: cortesía (2018)

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Hace 98 años, en 1924, se fundó en el partido de San Cayetano el Club Dannevirke, una casa de campo junto a una laguna donde se reunía la comunidad danesa-argentina. Por Dannevirke solían pasar los padres y los abuelos de los hermanos Andersen —que son más de la mitad en El Plan de la Mariposa— cuenta Santiago, el violinista de la banda, al igual que un señor viejo, alto, de pelo blanco y ojos celestes que está a su lado y que aprendió a hablar español después de los cinco años, dice. La migración dinamarquesa sucedió entre el siglo XIX y XX, y se estima que llegaron 18.000 daneses a radicarse en Argentina. Donde, en otros tiempos, se realizaron encuentros de pesca, fútbol, misas y celebraciones de la fiesta de San Juan, sucedía ahora el tercer Festival Isoca. El nombre del bus de El Plan evolucionó hasta convertirse en el de su festival de música en la naturaleza. 

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Es enero de 2023. Una combi espera fuera de la terminal de Buquebus, en Buenos Aires. Benteveo, que entre músicos y acompañantes forma un grupo de 11 personas, comienza el viaje de seis horas, en el que suenan canciones de Eduardo Mateo y Martín Buscaglia con una guitarra criolla que se pasa por el aire. Después de que la doble vía se convierte a una, tras pasar varios campos de girasoles y adentrarse en los caminos de tierra, se ven las primeras señales que anuncian que el Isoca está cerca. 

La banda —y los instrumentos, las carpas, los sobres de dormir, las colchonetas de yoga, los bolsos— entra al predio cuando pasa por debajo de la pancarta con el nombre del festival y entre dos manos abiertas y gigantes, que tienen un ojo dibujado en la palma, creadas para mantenerse estáticas sobre la tierra. La primera vista panorámica: miles de carpas de diferentes colores que se amontonan debajo de los árboles en un descampado amplio. Las personas circulan de un lado a otro y, en su mano, llevan un vaso de plástico ancho y de color amarillo o azul que tiene escrito la palabra “Isoca”. Más adelante, se ve un escenario alto en el que ya comenzó a correr la grilla musical, cuando comienza a bajar el sol. Las personas se reúnen sobre pareos, en ronda, sentadas sobre la tierra. Por detrás del escenario, la densidad poblacional de carpas en la zona de músicos es menor y hacia la laguna, donde se refleja el rosado del sol. En un instante se hace de noche y, de entre los árboles, se escucha una música con groove que proviene del segundo escenario. 

Entre ambos, se ubica el centro del camping: puestos de ropa y cosmética sustentable, de comida y bebida. A esa hora de la noche, las filas para hacerse de un sándwich, pizza o arepa se alargan. Casi todas las opciones de bebida y comida del menú salen un pesoca, que equivale a 800 pesos argentinos. Con esa moneda se manejan las 1300 personas que compraron la entrada para el festival y las 36 bandas o solistas, que hacen la grilla y llevan sus acompañantes. Entre la gente, y conectados con walkie talkies, están los hermanos Andersen: Camila, Sebastián, Maximiliano, Santiago y Valentín. Los organizadores se entremezclan entre los músicos que ellos mismos invitaron a participar del festival, y también entre quienes están ahí porque los quisieron ir a ver. 

Foto: Agustina Lombardi

La primera noche del Isoca comienza a cerrarse después de ver tocar a Adrián Berra el día de su cumpleaños y bailar la música de Miqui Maus. Desde la plena oscuridad de la carpa, sobre la orilla de la laguna, se ven personas reunidas alrededor de una fogata. Bailan en círuclo alguna chacarera. 

A las nueve de la mañana los pájaros conversan con entusiasmo. Con la luz del día, se ven los decorados que rodean el “Camino de las intenciones”, donde Benteveo instaló sus carpas. “Todos los caminos son posibles”, “Cada paso que doy es un paso sagrado”, “Siento lo infinito, lo inmenso”, señalan algunos. 

Arriba, en el descampado, las personas circulan con sus colchonetas de yoga debajo del brazo. Se dirigen hacia los distintos talleres que hay hasta que la música vuelva a sonar en la tarde: de acroyoga, tantra, bioenergética, danza, pintura, astrología y sobre cómo gestionar un emprendimiento sustentable. A las 12 del mediodía, en un salón dentro de la casa del club, se reúnen aproximadamente 150 mujeres alrededor de un altar con plantas, velas e imágenes de diosas. Están allí para invocar su energía femenina. La meditación es guiada por un grupo de tres mujeres que forman Mujer Loba. Están descalzas y vestidas con túnicas de colores. Al empezar, indican que todas se acuesten en el piso, regulando la respiración. Pero el rito termina con el grupo de mujeres bailando, saltando y aullando en ronda, sudadas por la agitación y los 30 grados que se encierran en el salón. 

A las seis de la tarde es el turno de la banda uruguaya. Benteveo se para por primera vez sobre un escenario argentino. Son treinta minutos cronometrados para darse a conocer a un público desconocido. Comienzan con “Pájaro sin nombre” y terminan con “Montevideo en el mar”, canciones que, todavía, ni siquiera están grabadas. Eso no iba a impedir que se concretara la invitación de tocar en un festival argentino. La banda cuenta que, hace cinco años, se había cruzado con El Plan de la Mariposa en Balneario Solís. Le cuenta al público de otro país —al que decide frenarse para verlos— por qué estaban ahí tocando sus canciones que refieren a otras especies de aves y ciudades.

Más tarde, ya con poca luz de día, de nuevo se escucha más música uruguaya. Mocchi se sube al escenario principal y el público isoca recibe sus canciones con calma y prestando atención a sus letras, sentado sobre la tierra. Antes de despedirse varios músicos acompañan en la última canción, entre ellos Pedro Pastor, de España, y alguno de los Andersen. Le sigue Todo Aparenta Normal, uno de los descubrimientos que suceden al ir a un festival sin conocer la grilla a fondo. 

Habían pasado una noche y un día entero de actividades. Talleres, música, guitarreadas en ronda, idas y vueltas hasta la carpa, encuentros. El Plan de la Mariposa se sube al escenario y parece que ese show era lo que el público isoca más estaba esperando. Lo demuestran con un pogo que se detiene en muy pocas canciones. La banda de Necochea toca en el festival organizado por ellos mismos frente a, seguramente, su público más fiel. Público y banda, banda y público intercambian cantos y palabras: es recíproco. Ambos comparten la razón de querer celebrar la música y la naturaleza en un bosque alejado de la ciudad, acampando para compartir. 

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Sebastián, el mayor de los Andersen y cantante de El Plan, lo define así: “Es un festival de arte y música en la naturaleza donde la idea es convivir tres días y tener una experiencia que sea reveladora y que, a cada uno, le sirva para profundizar en su persona y en los vínculos. Un espacio para conocer gente, expandirse, aprender y compartir. Especialmente compartir: es parte de la esencia fundamental y algo muy importante que nos enriquece como seres humanos. La idea es poder inspirar a otras personas, que generen una lazo con el lugar entre sí. Esa es la principal misión del festival, crear esas redes”.

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Muy temprano en la mañana del domingo, cuando todavía hace frío dentro de la carpa, la banda comienza a desarmar el campamento. Entre todos, hay una sensación de que la estadía se termina con la misma rapidez e intensidad con la que cae un relámpago. Los bultos y los instrumentos se acomodan en la combi que se dirige hacia Buenos Aires. El retorno de Benteveo es silencioso, con un cansancio arrastrado de dos noches y un día en un festival al que la banda acude porque hace cinco años había sucedido un encuentro fortuito en Balneario Solís. 

Foto: Agustina Lombardi