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Música
Sé vos

Yo estuve en el último show de Ricardo Iorio: llanto de un uruguayo que conoció la gloria

El derrotero de la vida nos llevó a estar en Rosario en lo que fue la última batalla del titán del rock metálico. Y una enseñanza de vida.

25.10.2023 10:06

Lectura: 15'

2023-10-25T10:06:00-03:00
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Por Manuel Serra

No sé cómo empezar esta nota. ¿Para qué les voy a mentir? Sinceramente, estoy en estado de shock. Puede que tenga algunas lágrimas en los ojos y, sin dudas, tengo el corazón acelerado. Y una ansiedad existencial que recorre mi cuerpo: veo borroso. Pero tengo un deber que cumplir y quiero estar a la altura. Porque el receptor de estas palabras lo merece. Estuvimos hace muy poco juntos, hace nada más ni nada menos que diez días. No digo que sea un amigo, porque, de hecho, lo vi con un vallado de distancia. Y unas cuantas filas también. Sin embargo, lo siento muy cercano. Quizá porque siempre lo supo cantar. Estoy hablando de Ricardo. De Ricardo Iorio, ese titán del rock metálico argentino que nos dejó este martes 24 de octubre, con solo sesenta y un años. Y que dio su último show hace apenas una decena de días en Rosario. Y allá estuve.

Esta mañana estaba casualmente –o no– en pleno “convide rutero” hacia Piriápolis con una compañera por trabajo, cuando me llegó el mensaje. Un amigo argentino, Ariel, me envío una captura de Rock and Pop que daba cuenta del fallecimiento del Tío Richard, como le solían decir a este coloso. Me encantaría decirles que pensé que era una fake news, pero en mi fuero interno sabía que era verdad. La búsqueda de confirmación en otro medio fue una pantomima para sentirme bien conmigo mismo, pero que supe estéril desde un primer momento. No se puede cambiar la realidad solo con el deseo. Y vaya si Ricardo lo sabía: fue un experto toda su vida en el hacer, un inconformista crónico, pero no estático, sino, al contrario, siempre ejecutor –en el acierto y en el error– de ensayos para modificar el mundo según le dictaminaban sus valores. Que eran duros, sólidos. Como su música.

Siempre se declaró creyente en la reencarnación. Y no solo en la de Jesús, aunque fuera cristiano declarado. Se jactaba de haber leído mucho de Khrishnamurti de joven, a los quince años, así como de Kardec y el espiritismo. También se definía como ávido lector de Castaneda y sus Enseñanzas de Don Juan. Por lo tanto, que su pasaje a mejor vida –difícil igual, con tanto trillo recorrido– me sorprendiera yendo al puerto fernandino, donde estaba mi amigo Jota, con el que viajamos a Rosario, y Diego Haretche, el artista con el que estábamos cuando sacamos las entradas meses atrás, no me pareció algo tan extraño. Es la circularidad de las cosas. O así lo tomé.

También fuimos en auto a la ciudad de Santa Fe, otra coincidencia –o no, más bien– que podría hacer dudar al más racional de los seres. Y todo el mismo día que finalmente iban a poder sacar del puerto el barco noruego de 1920 que hace años que estaban detrás. Eso también me pareció como dictado por los designios del destino: porque el fundador de V8, Hermética y Almafuerte para muchos fue una embarcación en la que guarecerse contra las grandes marejadas de la vida cotidiana. Un halo de esperanza en un mundo lleno de personas que iban directo al ahogamiento. Pero con un costo: llevar todo ese peso en sus hombros. Creo que eso lo mató a Ricardo. Qué carga ser el hombro sobre el que se apoyan los otros. Los sin voz, los no escuchados, los marginalizados, los incomprendidos. Y él nunca se quejó de ello, sino que lo tomó como su misión en vida y vivió en esa ley hasta las últimas consecuencias.

***

Partimos el 12 de octubre –el Día de la Raza, le gustaría decir a él– a las ocho de la mañana. La misma hora –nuevamente, casualidad o no– que arrancamos hacia Piriápolis. Además de Jota, vino con nosotros otro compañero de andanzas, Chulo. “Fui en busca de respuestas y las encontré”, escribiría esta mañana al enterarse de la muerte. Pero prosigamos: sí, tienen razón, el concierto sería dos días después, aunque eso no lo sabíamos. Esto con el trágico suceso de este martes empezaría a atar cabos.

Todo el viaje tuvimos problemas con las entradas. El servicio de ViaGogo aprovecho para decirles es lamentable. Las compramos y nunca nos las enviaron. Ni siquiera un QR. Y todo el periplo rutero me dediqué a intentar solucionar el asunto. Ya en Rosario, cuando arribamos tras ocho horas de viaje, en pleno partido eliminatorio de Uruguay –para dar contexto y certezas: el 2 a 2 contra Colombia en Barranquilla–, nos comunicaron que había un error con nuestros salvoconductos al concierto y que solamente podían devolvernos el dinero. A la postre, sería de interés –aunque a quién le importa– para nosotros porque nos dieron dólares, pero en ese momento nos invadió la desesperación. “Viajamos a Rosario desde Montevideo a ver a nuestro ídolo y nos dicen ya estando acá que no hay entradas”, le lloramos al impertérrito y extirpado de empatía sistema de quejas de la multinacional. Logramos que nos dieran un voucher por diez dólares. Vaffanculo, lo único que pudimos pensar. Y gritar. En la pizzería pensaron que era por el primer tiempo celeste.

Empezaron las llamadas para ver si conseguíamos alguna línea con la producción del hijo pródigo del conurbano bonaerense, pero todas daban en puerto muerto. “Imposible comunicarse con ellos”, era el tenor general. Pero un amigo, Marcos Motosierra, nos dio unas buenas palabras de apoyo. “Sean conscientes que las cosas por algo son”, algo así nos dijo. Y vaya si el diario del lunes le dio la razón.

Decididos a toda costa a no perdernos el show –o la misa, habría que decir a la luz de los hechos–, como una línea de tres perros sabuesos de caza, nos decidimos a hacer lo que fuera necesario para entrar. Hacer la famosa “oferta que no puedan rechazar”. Tuviera la fisonomía que tuviera. Nos valiera lo que nos valiera. Nos implicara, incluso, colarnos y romper la ley. Afortunadamente, no fue necesario.

Llegamos al Parque Urquiza, donde estaba el Anfiteatro en el que estaba citado el concierto, nos encontramos con un paisaje desolado. Sin un alma. La ansiedad fue en ascenso, porque si teníamos que darnos maña para ingresar a como dé lugar, cada segundo valía. Era una cuenta regresiva. Seguimos buscando y ni siquiera había ruido de una prueba de sonidos. “¿No será que se suspendió?”, preguntaron Chulo y Jota. A lo que respondí, gallito y sacando pecho, que no, que era imposible. Que había visto un posteo en la mañana, cuando salimos, que decía que era hoy. Pero, búsqueda mediante, mi voz quedó deslegitimada: efectivamente, el concierto se había cambiado de día. Nos tomamos un taxi cabizbajos devuelta al apartamento. El ánimo era de dolor, pero no de derrota. Seguíamos dispuestos a conseguir entradas como sea. Y la publicación que informaba que se había pospuesto daba dos tiendas donde en teoría habrían tickets.

***

Nos levantamos temprano y nos dirigimos a desayunar. Teníamos la invitación de un amigo músico –gracias por todo, Ike– a comer. Fuimos luego, y tras una comida reponedora emocional y físicamente, le comentamos a él y sus compañeros de banda el porqué de nuestra ida a Rosario: “Queremos ver a Ricardo aunque sea una vez en nuestras vidas”. Les pareció algo raro, pero legítimo. En todo caso, éramos unos freaks, pero con pasión y con un objetivo claro. Fue una validación más de que nuestra odisea tenía sentido, más allá de nosotros. Los derroteros que nos llevaron a estar sin entradas en ese momento les parecieron igual de extraños, pero nos motivaron a que nos hiciéramos con ellas.

Visitamos a otros amigos, estos uruguayos –gracias por todo, Facu y Jose–, a ellos, compartiendo del todo la idiosincrasia y el bagaje cultural, les indignó el tema de los tickets. Aunque nos calmaron diciendo que son cosas que pueden pasar. También nos motivaron a conseguir las entradas.

Después de un tiempo tuve respuesta de la tienda Amadeus –no tenían un talento proporcional al del músico en lo que de las ventas y el buen trato se trataba–, nos dijeron que quedaban tickets y que nos quedáramos tranquilos. Pero empezaron los problemas: que solo aceptaban efectivo, que no se podía transferir, que cerraban dentro de poco tiempo. Chulo estaba en el apartamento, pero no llegaba al capital necesario. Nosotros con Jota tampoco, pero lo conseguimos. Les avisamos que estábamos yendo, cuarenta y cinco minutos antes que cerraran el local. Como nos habían pedido. Nos tomamos un taxi que fue a toda velocidad, llegamos a veinte minutos antes del cierre a la peatonal donde estaba el local. Como no obtuvimos respuesta durante el viaje, sentimos que había algo raro. Por lo que decidí correr hacia el lugar. Ya casi sin aire, di con la galería, estaba cerrada, pero laberínticamente entré por otra cercana y arribé al comercio. Pensé que nuestra desgracia estaba desasnada. Qué iluso.

La puerta estaba cerrada y, a pesar de mis señas, no daban muestras de querer abrir. Hice ruido y grité con desesperación. “¿Sos el uruguayo?”, preguntaron, sin mucho entusiasmo. Por no decir ninguno. Respondí que sí, pensando para mis adentros que nos habrían guardado las entradas. Cabe destacar que faltaban, al menos, diez minutos para la hora de cierre del local. Para mí sorpresa me dicen que me habían mandado un mensaje. Miro el celular y hacía dos minutos que lo habían enviado. Decía que se habían llevado los tickets. Los miré ya no con enojo, sino con indignación. “Sabiendo que íbamos, ¿no podrían haber hecho esperar un minuto?”, pensé. Pero no dije nada. Cosas del destino, pensé. Y me acordé del mantra de Marcos: “Sean conscientes que las cosas por algo son”.

Mentiría si dijera que me fui contento. Cuando me vio Jota, entendió al instante lo que había pasado. Nuestra cara de velorio en la calle era indisimulable. Volvimos al apartamento. Manteníamos la esperanza, aunque estábamos más golpeados.

***

Era la fecha señalada. El 14 de octubre. O dicho de otra manera: nuestra última oportunidad. Vendían entradas en la puerta desde las cinco de la tarde. Desayunamos en la hermosa ribera del Paraná, aprovechamos para hacer las compras de pedidos farmacéuticos que nos habían encargado, visitamos la casa dónde nació el Che Guevara –algo que, sin duda, a Ricardo no le hubiera gustado, pero me gusta creer que hubiese entendido–, comimos y volvimos al apartamento. Nos bañamos y salimos. Eran las quince, teníamos tiempo de ventaja. Nadie nos iba a quitar la oportunidad de lograr lo que habíamos ido a hacer. Era el todo por el todo. Un all in del póker de la vida. Pero no pregunten por qué, con el sol abrasador en el cielo, la incertidumbre desapareció y supimos que todo iba a salir bien. Confiábamos en el destino. Confiábamos en Ricardo.

Llegamos nuevamente al Parque Urquiza, nos costó encontrar la boletería, pero esta vez ya había gente. Agite. Ganas. Vida. Entre los árboles, se vivía un ambiente de efervescencia y jolgorio. Se escuchaba la electricidad de la prueba de sonido, también canciones de Almafuerte y Hermética en algunos de los locales que vendían choripanes y fernet, y las personas con las que nos encontrábamos nos felicitaban por haber venido de Uruguay. Realmente, volvimos a creer en nuestras chances. Igual, el que se quemó con leche, a todo le teme. Nos agazapamos contra dos puestitos verdes contra el vallado que se suponían que surtirían de entradas a quienes aún no las teníamos. Adelante nuestro había solamente una madre con su hijo. La belleza del amor compartido por generaciones en base a la música. Inmediatamente, nos volvimos compinches de los que iban apareciendo porque éramos cómplices y nos unían dos cosas fundamentales: nuestro afán por conseguir los tickets y, más importante aún, el amor por Ricardo.

Pasaba el tiempo y la tertulia ioriana estaba en su cúspide. Entre todos, charlando de canciones, de momentos, de esperanzas u desesperanzas, de conciertos o de la vida. La comunión era total. Hasta nos cuidábamos los lugares entre todos. Y nosotros, aunque extranjeros, aunque neófitos en espectáculos del titán, éramos tratados de igual a igual. Incluso, con deferencia por lo lejano de nuestro punto de origen. Tal era la confianza que teníamos que aprovechamos para ir rotando para no asarnos al sol –lo que sí se asaba era la carne y los choripanes, sabían a gloria– y hasta algunos de nosotros nos compramos camisetas.

Pero avanzaba la hora y no aparecía nadie en la boletería. La ansiedad, y ahora ya no solo nuestra, crecía y crecía. Entonces, empezaron los gritos, esa argentinidad tan bonita, pidiendo, a fin de cuentas, por justicia: es la hora, aparezcan. Y aparecieron. Y nos hicimos con nuestras tres entradas. Y no podíamos más de felicidad. Y la euforia se apoderó de nosotros. Y nos pasamos de la birra al fernet. Y todavía no podíamos caer que realmente teníamos esos papeles que significaban mucho más de lo que parecían. Eran un salvoconducto a la gloria disfrazado de pequeña impresión apenas colora.

Terminamos ternando con dos rosarinos y canallas –gracias por todo, Antonello y Nahuel–, con los que hablamos de todo. Tenían unas ganas locas de ver a Ricardo, lo que nos unía. Pero también una creencia casi mística de que íbamos a vivir algo único. No sería exagerar que, de tanta expectativa u exaltación, estábamos con los ojos vidriosos. Nosotros también nos quitamos de golpe toda la carga de la incertidumbre que habíamos vivenciado los últimos días. Hasta que finalmente entramos.

***

Nos sentamos arriba en el anfiteatro. Nos habíamos enterado en la previa que era la primera vez que a Ricardo le permitían tocar en ese escenario. Que siempre lo marginaban a lugares chicos en los que debía hacer varias fechas. En cierto punto, era la discriminación de la “alta cultura” a lo popular. Porque no habría que decirlo, pero si algo lo representa es eso: lo nacional y popular. Como nunca antes había visto. La argentinidad al palo. Pero no la de la Bersuit, la de Ricardo.

Nos gastamos nuestros últimos morlacos –el hablar arrabalero también es un homenaje a él– en toda la cerveza que pudimos. Y entonces, tras terminar los teloneros y esperar un poco, lo vimos salir. Nos atragantó el buche. Nos atragantó el alma. Lo habíamos hecho, allí estábamos. Y ya no importaba nada. Todo había valido la pena y más. Todo tenía más valor. Con su boina y su traje militar, salió como un gaucho que carga con su lanza contra el mundo de las balas. Sabiendo que tiene las de perder, pero el honor le pide hacerlo. Hasta las últimas consecuencias. Hay personas que viven así o no viven. Ricardo era una de ellas. No le importaban las probabilidades, solo le importaba el imperativo categórico. Su imperativo categórico.

Foto: Chulo.

Foto: Chulo.

“El criollo siente que enfrenta un deber cada vez que da la mano. Y aunque pa' todo es baqueano solo el canto ha de perder”, diría Atahualpa Yupanqui. Y es que, a pesar –o quizá, por el hecho de– haber nacido en el conurbano bonaerense, la vida lo había llevado a convertirse en un ser rural. A fin de cuentas, en el alma de la Pampa. De la Argentina. Del Río de la Plata. Si dicen que la patria se hizo a caballo, Ricardo estaba en su montura. Y no iba a ser él el que frenara las riendas.

Al contrario, siempre fue el primero en ponerse a galopear contra los molinos de viento que aparecieron. Y cuando decimos viento, nos referimos a enemigos a priori imposibles de vencer. Como chocar contra un muro. Pero sorteando la que quizá parecería la voluntad definitiva del destino: sus embestidas cambiaron en real dimensión la realidad de muchos. De cientos. De miles. De millones, quizá. Y eso se veía entre el público, que lo alababa con una actitud veneratoria. Como si se tratara de una figura épica. Como si se tratara de Ricardo.

Foto: Chulo.

Foto: Chulo.

Nos abrazamos, saltamos, gritamos, lloramos. Nos sentimos trascendentales, también. Verlo –más hoy, sabiendo que era el final… de un nuevo comienzo, diría él– con las botas puestas. Dando todo hasta los últimos estertores de su existencia. No solo era emocionante, sino que daba la certeza de estar accediendo a un plano superior. A una conexión mística. Y no casi. Del todo.

Al final, fueron las “últimas estrofas” que nos regaló en vivo. Pero fue mucho más: fue la convicción de que aún hoy uno se puede ir manteniendo la dignidad hasta el último instante. Que la vida sigue valiendo la pena. Que la lucha es infinita. Y también necesaria. Que no importa lo que pase, ahí va a estar él dispuesto a poner su escudo para que nos protejamos de las inclemencias de la realidad. Pero también para darnos la fuerza de ir nosotros mismos contra la adversidad. Enseñarnos a pescar y no solo darnos el pescado, diría él. ¡Gracias por todo, amigo! ¡Y hasta siempre! Y ojalá podamos estar a la altura. No por una exigencia tuya, sino porque queremos estarlo.

Por Manuel Serra