La adaptación cinematográfica de Netflix propone un relato de ciencia ficción y resistencia que nunca deja de volver..

La adaptación cinematográfica de Netflix propone un relato de ciencia ficción y resistencia que nunca deja de volver.

Por Juampa Barbero | @juampabarbero

Que El Eternauta (2025) haya llegado finalmente a las pantallas no sería, por sí sola, una noticia. Durante décadas, se especuló con su adaptación audiovisual. Hubo intentos fallidos, rumores, promesas rotas. Pero que lo haga ahora, en este contexto en el que la cultura argentina es sistemáticamente desfinanciada, desprestigiada y bastardeada desde el propio Estado, es algo más. Es un gesto que se vuelve símbolo, incluso aunque la propia serie no lo quiera. Porque El Eternauta es muchas cosas, pero sobre todo es una historia que nunca se pudo separar del país que la vio nacer.

No es casual que se haya leído políticamente desde su primera publicación, allá por 1957. Ni que durante la dictadura fuera retirada de los colegios. Ni que su autor, Héctor Germán Oesterheld, haya sido desaparecido por escribir una segunda parte mucho más explícita políticamente y más confrontativa. Si algo define a El Eternauta, es que su significado siempre está en disputa. Y que el poder, cuando no puede borrarla, intenta deformarla.

En este presente —en el que se cierran ministerios, se despide a quienes trabajan en la cultura y el presidente se burla de artistas y trabajadores de la cultura nacional—, estrenar El Eternauta es, se quiera o no, una provocación. No porque la serie sea panfletaria, sino porque cualquier relato que hable de organización, solidaridad y resistencia frente a una amenaza superior, se vuelve automáticamente subversivo.

Por eso, más allá de sus aciertos y de sus fallas como producto audiovisual, esta serie despierta algo difícil de explicar. Una mezcla de orgullo, melancolía y rabia. Orgullo por ver una producción argentina de este calibre en lo más alto de una plataforma global. Melancolía por el país que soñaba con este tipo de ficciones, y que ahora apenas sostiene su estructura cultural. Y rabia, claro, por lo que estamos perdiendo mientras esto ocurre.

Mientras Netflix estrena esta superproducción, el INCAA no aprobó ni una sola película nacional en más de un año. Un récord negativo histórico. Carlos Pirovano, su actual presidente, pasará a la historia no por lo que impulsó, sino por ser el único en dejar la industria cinematográfica nacional en cero. En blanco. Como si de repente la creación local no valiera nada.

El Eternauta (2025), Bruno Stagnaro

El Eternauta (2025), Bruno Stagnaro

Lo paradójico es que esta serie no existiría sin décadas de tradición cultural nacional. Sin historietas impresas por editoriales argentinas. Sin lectores formados en escuelas públicas. Sin directores, técnicos, actores y actrices moldeados en una industria que, con todos sus problemas, supo construir identidad. Netflix llega al final del recorrido, pero lo que lo hace posible es todo lo que hoy se desprecia desde el poder.

Y sin embargo, El Eternauta volvió. De la mano de Bruno Stagnaro, con Ricardo Darín como protagonista, y una producción impecable, volvió. Eso también dice algo. Que incluso en contextos de retroceso, la cultura persiste. Que hay historias que no pueden extinguirse porque, sencillamente, nos definen.

No es menor que el encargado de la adaptación haya sido Bruno Stagnaro. Su nombre es parte del ADN del cine y la televisión argentina de las últimas décadas. Dirigió Pizza, birra, faso (1998), esa película que a fines de los noventa encendió una chispa de realismo sucio, de calle, de pibes con hambre. Y también Okupas (2000), la serie que retrató a una generación poscrisis con una sensibilidad que ningún algoritmo podría replicar. Stagnaro siempre filmó desde los márgenes, pero con una precisión narrativa que hizo de esos márgenes el centro de la conversación cultural.

Hay algo en su mirada —urbana, política, empática— que conecta con la esencia de la obra de Oesterheld. Donde otros podrían haber hecho una superproducción vacía, Stagnaro insiste en el espesor social del relato. El Buenos Aires que retrata sigue siendo el mismo que el de sus otras ficciones: contradictorio, caótico, profundamente humano. La nieve puede ser alienígena, pero las casas, los vínculos y las heridas son bien argentinas.

Claro que la serie toma decisiones discutibles. Cambia el tiempo: ya no transcurre en los años sesenta, sino en una Buenos Aires actual cruzada por celulares, redes sociales y protestas contemporáneas. Cambia la estructura: desaparece la célebre narración enmarcada en la que el protagonista visita al autor para contarle su historia. Cambia incluso los vínculos: los niños de la historieta ahora son jóvenes adultos. Todo se adapta para que funcione dentro del lenguaje actual de la ficción. ¿Pierde algo en el camino? Sí. Pero también gana accesibilidad y una potencia visual que no se puede negar.

El Eternauta es también una apuesta contundente al género. Una serie de ciencia ficción hecha en Argentina, con efectos que no tienen nada que envidiarle a las grandes producciones globales. Y eso no es poco: los cascarudos, esos insectos alienígenas que acechan con su andar grotesco y su diseño repulsivo, generan una incomodidad física, visceral. La ciudad de Buenos Aires, convertida en un desierto blanco e inhóspito, es más que una locación: es un personaje más. Un paisaje helado que no da tregua, donde cada esquina cubierta de nieve parece esconder una trampa. Ver la General Paz vacía, las estatuas congeladas, los edificios vacíos o el Monumental cubierto por la tormenta, produce una mezcla extraña de orgullo y desolación. Porque esa ciudad arrasada es Buenos Aires.

El Eternauta (2025), Bruno Stagnaro

El Eternauta (2025), Bruno Stagnaro

Hay quienes sienten que esta adaptación se queda a mitad de camino. Que al no asumir plenamente el costado político de la historia, se neutraliza su carga crítica. Pero también hay otra lectura posible: que lo político, cuando está verdaderamente enraizado en un relato, no necesita ser explícito. Está en el gesto. En las decisiones. En los silencios.

Porque El Eternauta no habla solo de una invasión extraterrestre. Habla del miedo. De la organización barrial. De los vínculos que se tensan cuando todo se rompe. De la tentación del “sálvese quien pueda” frente a la necesidad de tejer comunidad. De un país bajo nieve. De un enemigo invisible. De una patria sitiada desde adentro.

En la serie, como en la historieta, el gran acierto es que el horror no viene del espacio. Viene del sistema que permite que los poderosos operen desde la sombra. Que otros —los "Ellos"— manipulen a los que están más abajo —los "Manos", los "Gurbos", los cascarudos— para que hagan el trabajo sucio. Es una metáfora que no envejece, al contrario: se vuelve cada vez más actual.

Por eso duele pensar que esta serie podría no tener segunda temporada; y si la tuviera, habría que esperar unos años. Que Netflix, como tantas otras veces, podría medir su éxito en métricas frías y decidir que no vale la pena continuar. Sin embargo, El Eternauta merece más. No solo porque su historia no terminó, sino porque su relectura constante es lo que la mantiene viva.

En ese sentido, la serie plantea una pregunta incómoda: ¿qué lugar tiene hoy la ciencia ficción política? ¿Qué pasa cuando una historia pensada como advertencia termina convertida en entretenimiento global? ¿Qué margen queda para el disenso cuando el formato obliga a atenuar los bordes más filosos?

Pero también demuestra que las historias populares no necesitan pureza. Que pueden mutar, aggiornarse, mezclarse con lo comercial, y aun así conservar su corazón. Ese corazón que late cada vez que alguien se resiste a lo inevitable. Que se organiza. Que no se rinde.

En su momento, se decía que El Eternauta era mucho más que una historieta. Que era una clave para leer al país. Un relato que, como el Martín Fierro (1872) o los cuentos de Borges, podía enseñarte algo sobre quién sos, de dónde venís, a qué te estás enfrentando.

El Eternauta (2025), Bruno Stagnaro

El Eternauta (2025), Bruno Stagnaro

Tal vez por eso cuesta verla solo como una serie. No se puede evitar pensar en Oesterheld escribiendo mientras caían sus hijas. En su cuerpo desaparecido. En la frase que dejó escrita y que hoy resuena más que nunca: “El héroe no es el individuo. El héroe es un héroe colectivo, un grupo humano”.

Y entonces, surge la pregunta: ¿quiénes son hoy nuestros eternautas? ¿Dónde están los que resisten la nieve, los que no se entregan al cinismo? ¿Dónde está ese grupo humano, ese héroe colectivo, que en vez de aislarse elige proteger?

Quizás, en el fondo, El Eternauta siempre vuelve para eso. Para recordarnos que el desastre nunca es solo externo. Que la invasión puede venir disfrazada de indiferencia, de ajuste, de desprecio. Que la peor nevada es la que nos hace pensar que estamos solos.

Pero no lo estamos. No del todo. Todavía hay quienes filman, quienes escriben, quienes actúan, quienes enseñan esta historia en las escuelas. Quienes se emocionan viéndola. Quienes discuten su adaptación en una red social. Quienes siguen creyendo que la ficción no es un gasto banal. En tiempos donde la cultura parece estar bajo ataque, tanques como El Eternauta no solo cuentan una historia: la encarnan. Porque cuando acecha la maldad, también aparecen los relatos que la enfrentan.

Por todo eso, El Eternauta no es solo una serie. Es una señal. Una chispa. Una anomalía que incomoda, que emociona, que interpela. Y que, con suerte, nos obliga a levantar la vista. A mirar esa nieve que cae —otra vez— sobre Buenos Aires. Y a preguntarnos: ¿vamos a dejar que esta vez nos encuentre solos?

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