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Contenido creado por Manuel Serra
Historias
Periodismo ganso #4

El hang ten del uruguayo, el groove del italiano y la danza cósmica de Marc Bolan

Fuimos a La Serena, donde vivimos largas jornadas de madrugar, muchas olas, atardeceres ardientes y bailes eternos. Y, obviamente, música.

15.01.2023 12:27

Lectura: 9'

2023-01-15T12:27:00-03:00
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Por Manuel Serra

Si la última crónica gansa arranca en una camioneta yendo al show de Bernand Fowler, esta comienza arriba de un Rutas del Sol, pero con una dirección totalmente diferente: próxima estación, La Serena —sinónimo de “esperanza”— en La Paloma. Me disponía a visitar a mi amigo Julián Schweizer y su familia en su hermoso hotel Altos de la Serena. También estaba buscando un poco de paz y tranquilidad. Y no debe haber mejor lugar para encontrarlo. Keep me searching for a heart of peace, podría haber cantado el viejo Neil.

Después de alrededor de cuatro horas de viaje, me apeé del ómnibus en la Terminal y me tomé un taxi directo a Zanja Honda. Así que, de la nada, sin anestesia, ya estaba en la playa. Horas antes había tenido un ajetreado día en la redacción. Esas cosas que solo en Uruguay… Me recibieron Fio, la novia de Juli, Mariana y Alejandro, sus padres, y Jose, la novia de Juani, un amigo que estaba filmando las divinas olas que corrían en ese fin de tarde.

Debo decir que el aterrizaje fue impactante porque, de un momento a otro, pasé del vertiginoso ritmo montevideano al tranquilo sentir de balneario. Era lo que había ido a buscar. Y el recibimiento fue hermoso. Para colmo de bienes —pensaron que iba a decir “males”, pero no—, el atardecer se puso de una forma completamente ardiente. Parecía que el cielo se prendía fuego. Sin dudas, un paisaje para el recuerdo.

De ahí, nos fuimos a Altos y me tocó mi habitación. Un hermoso entrepiso, con tul —los mosquitos se pueden poner bravos— y toda una mesa para poner los libros y la computadora. Soñado. Ni que hablar de los ventanales que daban al bosque y permitirían entrar al Astro Rey de una forma inmejorable.

Nos comimos un asado de campeones —no se me ocurre otra palabra para describirlo—, al ritmo de la playlist que había salido el día anterior que, de hecho, fue hecha por encargo del hotel. Disfrutamos iluminados por el fuego, alimentados por delicias y con Bowie, Roxy Music y The Smiths de banda sonora. Se me ocurren pocas maneras mejores de entregarse al ritual de la parrilla uruguaya. Y ahí fue tomada la decisión: nos íbamos a levantar a las cinco de la mañana para buscar la ola. Al principio, me hizo ruido. Pero, como dice el dicho, “en Roma como los romanos”, y pusimos, sin resistencia, la alarma. Sleep time.

***

Si bien habíamos quedado que yo iba a ir con Fio y Jose en el segundo round a la playa, cuando entraron los chicos a la casa —donde yo hacía las de mi cuarto—, me desperté inmediatamente. Una aclaración: no porque hayan hecho ruido, sino porque soy de sueño ligero. Lo mejor de todo: cero cansancio, estaba completamente despierto y con un perfecto Peaceful Easy Feeling.

Me afeité, me lavé los dientes y aguardé que llegaran las chicas para desayunar y adentrarnos en las dunas. A las 6 am, con una perfecta english punctuality, aparecieron, nos tomamos un café y empezamos nuestro camino rumbo a la ola. A los cinco minutos, quizá menos, esa es la magia de este lugar, ya estábamos sentados enfrente al pico. Y ya rodaban los montículos de agua. Fue imperativo tirarse al mar; en mi caso, a bañarme. Creo que me di el chapoteo más largo del verano. La temperatura del océano estaba caliente. ¿Qué más se puede pedir?

Desde ahí, luego de unas horas, nos movimos a La Aguada, que estaban Gabi, Gonza, Lu y Mato, otros amigos de Juli que salieron esa misma mañana para disfrutar de las mieles de la Paloma.

(N. del R.: Cabe aclarar que Julián tiene una inmensidad de amigos, no los voy a poder nombrar a cada uno de ellos. Sí puedo afirmar que son todos buena onda. Por lo menos, los que conozco).

Después de una sesión divertida de surfing, nos dispusimos a pasar por el hotel a cambiarnos, dejar las cosas y luego ir a comer a Moorea —un parador que está ubicado en Zanja Honda, en el mismo lugar de la playa en la que se corrieron olas el primer día—; sin embargo, hubo problemas en el itinerario. Llegamos, muertos de hambre —recuerden que estábamos rodando desde la madrugada— y nos hicimos una suerte de brunch, pero que, en realidad, fue más bien un lunch. O “un chorilunch”, que fue así que lo bautizamos. Lo importante de la cuestión: caímos todos fenecidos en una larga siesta, que se extendió hasta aproximadamente las dos de la tarde. Ahí sí, nos fuimos al parador.

Ya en Moorea, sinceramente, era difícil tener ganas de comer, porque veníamos de una sesión nutritiva bastante pesada. No obstante, fui a ver la carta de caliboratos. Luego de escanearla como con rayos X, vi un trago que se me puso entre ceja y ceja: el Tequila Sunrise. Nunca lo había probado y no pude evitar pensar en la hermosa canción de los Eagles. Hay teorías que dicen que, en realidad, el tema está dedicado a tomar shots del destilado del agave en el amanecer seguidos de largo, pero esa es otra historia. Prosiguiendo con el relato: el cocktail estaba muy bueno. Es una ganso recomendation. Definitivamente.

Ese mismo atardecer, iba a estar pinchando el amigo Leo Ferraro aka Zingabeat —del que sacamos un perfil hace contados días en LatidoBEAT— y ahí empecé a vislumbrar que quizá iba a poder haber una crónica gansa. Después me convencería, pero no quiero adelantarme a los hechos. En un primer momento, este era solamente un viaje de esparcimiento, pero, bueno, uno no puede con su condición.

Alrededor de las siete de la tarde, luego de abrigarnos ya que había bajado la temperatura, llegamos listos para escuchar todo el funky de uno de los italianos más uruguayos que hay en nuestro país. Charlamos un rato con Leo, comentamos la repercusión de la nota de días atrás, estaba contento, y después hablamos de música. Terminaron las cantantes teloneras, y Zinga —la abreviación que utiliza la gente para nombrarlo— fue directo a las controladoras. Y entonces empezó la fiesta. Let’s dance.

Fuimos a por nuestras consumiciones —fue un atardecer cervecero— y, de a poco, con el groove que largaban los parlantes, empezó a llenarse el lugar. Con fogones prendidos, el sol atardeciendo —no sé si se dice así, pero me tomó el atrevimiento de utilizar el verbo, me gusta cómo suena—, la sensación era de total agradecimiento a la vida de poder estar disfrutando la naturaleza de esa manera.

Y, en ese momento, fue cuando terminó de tomar forma esta crónica. Mariana, la madre de Juli, que cabe decir que es bailarina, empezó a comerse la pista de baile. Con pasos hacia todos lados, rítmicos por momentos, por otros pareciera que no, pero lo eran: usando las piernas, los brazos, los hombros, los dedos, la cabeza. Todo el cuerpo. Hacia todas las direcciones. El comentario de la fiesta: ¡cómo baila esa mujer! Realmente, la gente estaba totalmente hipnotizada por sus excéntricos, más perfectos, bailes. Y no cejó ni por un momento de moverse al ritmo de la música.

Serían las diez de la noche, Zinga puso un remix de “Dedos” de Totem. La primera canción con voz cantada. Retumbaba el Negro Rada por toda la playa. Hasta que terminaron los últimos acordes y así terminó la fiesta. Fue, sin duda, un fin triunfal.

Volviendo en el auto, lo primero que comentamos, obviamente, fue el baile de Mariana. Y así, ipso facto, me vino a la mente una canción. Era lo único que podía explicar lo vivido. Me apropié del control de la radio y empezó a sonar “Cosmic Dancer” de T. Rex. Esa composición de Marc Bolan no solo explicitaba la forma de bailar, sino que sería el leitmotiv de esta nota. Algo así como el concepto de la playlist. Juani quedó muy prendado de la música y, ni bien llegamos al hotel, hicimos lo único que se podía hacer: poner completo el Electric Warrior. Pero, volviendo atrás, la idea que terminó de cerrar este relato: la danza cósmica.

Comimos pizza, escuchamos esa biblia ineludible del glam rock —según mi amigo Guille Feuer de La Hacienda (Plaza Viejo Pancho), quizá el mejor disco de la historia de la música; puede que coincidamos—, y decimos reincidir. De nuevo, las cinco de la mañana era la hora pactada para levantarse. Sleep time again.

***

Nuevamente, me levanté cuando Juli y Juani entraron a la casa. Esta vez, directamente bajé y desayuné con ellos. Ahí se fueron y puse música mientras me afeitaba y me lavaba los dientes. Llegó Gonza, que había decidido quedarse la noche en La Serena, y mientras preparábamos más café, ineludiblemente, nos pusimos hablar de música. Yo hablé de Jim Sullivan, él habló de Tim Maia, al que describió como “el James Brown latino”, una definición que me gustó. Hasta que nos mudamos al universo de los documentales musicales. De entre todos los que hablamos, quizá el más adecuado para insertar sea el de Creedence. Por que está en Netflix y porque John Fogerty recuperó los derechos de sus canciones después de cincuenta años. Such good news!

Nos fuimos a la playa y con la canción de T. Rex en la cabeza empecé a analizar todo el surfing de tablón —o longboard, como prefieran llamarlo— en esa clave: la de la danza cósmica. El caminar la tabla, de a poco, con cuidado de no caerse, pero entregándose en un acto de fe a la posibilidad de la caída. El ir pisando hasta llegar a la punta por ese momento mágico, único e irrepetible llamado hang ten. Todo eso me hizo sentirme un idiota por no haberme dado cuenta antes: el surfing es un baile. ¿Cómo carajo no lo había visto?

Foto: Juani Gayol (Instagram: @juanigayol)

Foto: Juani Gayol (Instagram: @juanigayol)

La sesión en el agua fue divina, el mar estaba hermoso y antes que llegaran los guardavidas ya estábamos de vuelta en el hotel. De hecho, desde ese momento escribo estas palabras. Vine con ese pensamiento rondándome en la mente mientras volvíamos de la playa. Y este es el resultado. Solo resta agradecer a Mariana y a Marc Bolan. Nos vemos en una nueva edición de periodismo ganso.

*Todas las fotos en el agua son de Juani Gayol, filmmaker y surfista. Este es su Instagram. Muchas gracias por cederlas para la nota.

Por Manuel Serra


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