Estas mujeres se han convertido en ícono de la cultura, conservando lo ancestral con sus juegos de voces..

Estas mujeres se han convertido en ícono de la cultura, conservando lo ancestral con sus juegos de voces.

Por Ivonne Calderón | @malenamoon13

Los sonidos del Pacífico colombiano son ancestrales. Por eso han sido declarados Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. Por siglos se ha preservado, de generación en generación, el saber tradicional de un territorio poblado por comunidades afro que llegaron a Colombia mediante el comercio de esclavos, arrancados de África en tiempos de la colonización española.

Sus manifestaciones musicales han ocupado un lugar esencial en sus procesos de integración, haciendo del canto y el baile un pilar para conservar la memoria histórica, para proteger el patrimonio, y para resistir social y políticamente. Sin duda, la música tiene la capacidad de estrechar vínculos sociales e intergeneracionales.

Ese es el caso del Pacífico colombiano, en donde la mujer es la encargada de transmitir ese conocimiento ancestral en una región que encuentra en la música y el canto una experiencia de reafirmación identitaria. La mujer cantadora (vocablo con el que se le conoce) es la guardiana de la cultura, y su voz, un arma de lucha contra la racialización y la homogenización cultural de Occidente.

La cantadora se hace en el hogar y aprende a través de la observación y la escucha. Desde niña, en la ribera del río, en su casa y en las de otros, en los caminos de tierra, entre las plantaciones, ha visto y escuchado a su abuela, a su madre cantando alabaos, gualíes, arrullos; cánticos que reflejan el sincretismo de la herencia africana y la influencia española, y que ellas entonan con devoción ancestral. Porque en el Pacífico la mujer no es solo cuidadora de la familia, sino, además, de su ancestralidad. La cantadora tiene una estrecha relación con su territorio. Es madre, curandera, cultivadora, o quizá partera o lideresa ambiental, y desde lo cotidiano se desenvuelve como bastión de una feminidad que solo es posible en diálogo con la tradición. Ser mujer en el Pacífico es cantar, y cantar es sabiduría, es lucha.

De manera que, en una zona olvidada por el Estado colombiano y golpeada con ferocidad por la violencia política y del narco, la oralidad sigue siendo sostén y muralla. Allí la mujer negra es el vaso comunicante entre generaciones de afrocolombianos que siguen entonando letras de canticos sin saber exactamente quién las compuso. Y, sin embargo, se canta. Suena la marimba (instrumento hecho con palma de chonta, semejante al xilófono), repica el cununo (tambor), susurra el guasá (maraca de bambú con semillas) y es como si se escuchara el llamado del África ancestral. Ahí viene la fiesta: el currulao, o llega la hora del velorio, o es el momento de la alabanza a los santos. La música marca el ritmo de todo: del nacimiento, de la vida, de la muerte. La cantadora lleva el compás. La cantadora es el tiempo.

Se canta para sanar el dolor, para transformarlo, para celebrar la vida, el amor, para exaltar la naturaleza. Se canta por la memoria, por los desaparecidos y los ancestros. Se canta como denuncia. Si se llora la muerte de un adulto, entonces se canta un alabao. Si ha muerto un niño, una niña, se entona un arrullo, un gualí o chigualo. Si hay que festejar, se baila y se canta el currulao. Pero la cantadora siempre está presente. A ella la acompañan los instrumentos —generalmente interpretados por hombres—, y las respondedoras ––dueñas del guasá––; mujeres que contestan a coro el canto iniciado por ella. Luego todas entran en una suerte de trance.

Es indudable que la forma en que las comunidades del Pacífico experimentan la muerte es distinta de la que suele tener lugar en otras regiones de Colombia, excepto en el Caribe, y concretamente en el Palenque de San Basilio (el palenque era el lugar en el que se refugiaban los negros fugitivos en la Colonia), muy cerca de Cartagena. Aquí también, con el lumbalú (ritual fúnebre de los palenqueros), se despide al muerto entre danzas, cantos y música. El duelo en estas comunidades es una experiencia colectiva que se vive de forma plena, porque en su cosmovisión, la sinergia entre el mundo de los vivos y los muertos es posible gracias a los cantos y ritmos históricos. Al velorio asisten niños, ancianos, adultos. Sobre la muerte no se cierne ese tabú occidental que la separa de la experiencia de la vida. La muerte reafirma la identidad.

Foto: Radio Nacional de Colombia

Foto: Radio Nacional de Colombia

Cuando muere un adulto, los parientes, amigos y vecinos permanecen junto al cuerpo durante el velorio, el sepelio, los días de novena y el levantamiento de la tumba, un altar que se hace en su casa o en el lugar de reunión. En el último día del rito, mientras las cantadoras entonan un alabao, se desarma el altar, se apagan las velas, y en la oscuridad, con la vibración de las voces potentes de estas mujeres, se abre una calle de honor para permitirle al alma del difunto transitar hacia el mundo de los muertos. Y si muere un niño, es “la muerte de un angelito”. Según la tradición, el niño es esperado en el cielo por ángeles y música. Su velorio se vive entre arrullos y gualíes, y juegos que tienen lugar toda la noche. La muerte es un adiós comunitario que afianza los vínculos de la comunidad y permite hacerle frente, con fortaleza, al fin de la vida en la tierra.

Chigualo para un niño muerto

Qué quiere el niñito
que no le dan
que no le dan
ramito de flores yo le daré
porque no llore
ramito de flores yo le daré
pero no llore.

Con la escalada de la violencia y el conflicto armado en el Pacífico colombiano, dada la inaccesibilidad a recursos básicos, la corrupción, el asesinato sistemático de líderes y lideresas afro a manos de los actores del conflicto y los carteles de droga, las cantadoras se han volcado a denunciar. Ellas cantan su inconformismo con la guerra, lloran públicamente sus muertos, y denuncian la escasez y la desatención del Estado. También la violencia las ha movido a cantar buscando darle visibilidad a su tragedia.

Para ello se han organizado en colectivos como la Red de Cantadoras del Pacífico, que reúne a cientos de mujeres cantadoras, incluso hombres cantadores, de la región. El objetivo es defender y preservar la vida y la cultura afrocolombiana. Porque es verdad, el simple hecho de existir en el Pacífico ya es un acto de resistencia, que ha encontrado en el canto una posibilidad.

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