La autora que indaga en la culpa, en el horror de lo cotidiano y la transgresión de la norma..

La autora que indaga en la culpa, en el horror de lo cotidiano y la transgresión de la norma.

Por Jimena Bulgarelli | @jimebulgarelli

"Creo que la literatura, tanto para el lector como para el escritor, es un medio para trazar posibles recorridos hacia los abismos, para asomarse a lo que tanto tememos e intentar entender", dice Samanta Schweblin. 

Ella es una escritora argentina premiada múltiples veces y traducida en más de 36 lenguas. En talleres de escritura en los que participó de joven, tuvo de mentora a Liliana Heker. En Noticias sobre el iceberg (2024), el último libro de Heker, Schweblin prologa a su maestra. Publicó El buen mal (2025), un libro de seis cuentos o relatos constatativos de su condición de gran escritora del horror en lengua hispana. Una cuentista excelente, que subraya que la característica breve del género cuento no significa que este brinde menos que una novela.

En cada relato el horror es cotidiano. La geografía es un recurso narrativo usado como detonante, y la locura se utiliza como un espacio en el que el orden es transgredido.

Hay varios puntos de apoyo que soportan la obra de Schweblin. Además, es otra de las escritoras exiliadas por voluntad propia. Hace tiempo que vive en Berlín, haciendo de su español un lenguaje reconfigurado por la distancia y la convivencia con otra lengua y dialectos. Pero su literatura aún sigue siendo, desde la primera instancia, en español.

Son seis relatos en los que, de diferentes modos, opera la ruptura del orden.

En el cuento “Un animal fabuloso”, hay una constante entre la memoria y el cuerpo: quizás el lenguaje mismo, la propia palabra pronunciada dentro de la boca. Los recuerdos que generan sensaciones corporales e insensatas: desde el comienzo, el libro nos advierte de este anfibio, de lo extraño, utilizando casi un oxímoron, como lo es —más al pronunciarlo que al escribirlo— “el buen mal”.

Samanta Schweblin. Foto: Casa de América vía Flickr

Samanta Schweblin. Foto: Casa de América vía Flickr

Lo material opera en la lectura, todo se vuelve de un peso cada vez más oscuro. Con el manejo del lenguaje de Schweblin, todo adquiere materialidad. Tanto así, que el entorno geográfico suele ser amplio, rural. Oscuro pero sin paredes, de rutas sin luces, de sombras que se mueven con el viento como pelos. Los espacios se describen desde las acciones de los personajes: la narración se dicta al ritmo de la acción y casi nunca desde lo contemplativo. Esto da cuenta de un ritmo casi cardíaco del susto.

El problema de la comunicación aparece con frecuencia en su escritura. Desde la propia oposición de su lengua en el territorio que la escritora habita, hasta una percepción del problema de la comunicación si se quiere más antropológico-lingüístico. El lenguaje es una gran tragedia que aparece siempre en sus cuentos como telón de fondo. El lenguaje que creamos y necesitamos para interactuar, que nos lastima y confunde. Así, todos los cuentos comienzan alrededor de la conversación entre dos personajes como detonante. El teléfono aparece como objeto recurrente: teléfonos “atados a las paredes” o guardados en los bolsillos. Las épocas que recorren los cuentos son varias, desde el hoy hasta una década tan pasada y reciente a la vez, como son los noventa.

Lo importante es que todos los conflictos se dan a partir de un diálogo. A veces con más o menos peso, pero siempre como detonante. La palabra como acción que se cuestiona incluso antes de la propia existencia: cuestionar lo pensado por medio del habla.

Todo resuena existencial. Los diálogos pueden representar dos polos opuestos de una discusión, dos polos opuestos de una misma unidad. La discusión siempre es partícipe de una misma anatomía, aunque se ubiquen las palabras en los extremos. Así, el oxímoron “el buen mal” es parte de una sola cosa, dos palabras unidas en un enunciado. El “buen” necesita de algo para hacer sentido, que en este caso es el “mal”. Hace un parpadeo en el propio lenguaje, una pequeña indicación de jerarquías en donde el bien necesita del mal.

Este abismo entre el lenguaje y la acción nunca es breve. Durante todo el libro hay una fascinación por los espacios vertiginosos, como el balcón, la ventana, las caídas. El libro narra en diferentes dimensiones algunas hipótesis de lo que es cruzar el límite, el control y el abismo de la locura.

Samanta Schweblin. Foto: Casa de América vía Flickr

Samanta Schweblin. Foto: Casa de América vía Flickr

En una entrevista para Milenio, Samanta dice: “Todo esto es intencional y lo trabajé conscientemente interconectado. Pero no tenía registro de cómo esto se desborda también en las acciones concretas de los personajes (...). Me fascina esa cornisa por la que caminamos cuando escribimos, donde lo intuitivo acompaña la intención, y la intención invoca lo intuitivo”.

Estos espacios vertiginosos y la locura son explorados con amplitud y libertad, hasta nombrar a la locura como la fiebre. Estas aparecen como protección de las propias convicciones, al igual que el uso de la lengua.

El lenguaje de Schweblin es extraño. Las marcas lingüísticas de la Argentina permanecen, aunque no con distancia, sino con una extraña disonancia. Un español manchado, reconfigurado en su principio natural. En la misma entrevista mencionada, la autora escribe: “Soy una autora argentina, con mi cabeza completamente ahí (...) y sin embargo ahora lo natural en mí es un porteño que ya no encaja del todo (...), un español incómodo a la hora de escribir, pero que también dobla mi atención sobre cada palabra”.

Las fuerzas irruptoras caen ante el personaje. La irrupción buscada o caída de la nada (aunque nunca tan de la nada) y la imposibilidad de avanzar del personaje ante ella. ¿Qué es lo que lleva dentro esa irrupción? Un bien o un mal, o algo parecido a un buen mal, contextualizado para cada personaje. En algún punto, todos los personajes quedan varados en un abismo entre el pasado y lo que hoy son. En este sentido, Schweblin trabaja la culpa como un censor maligno, normas que se están rompiendo y generan una voz interior que te arrastra hacia abajo, la culpa.

Se cuestiona la no-culpa como una clase de ruptura del orden y la locura. Esta duda anterior a la locura, una duda culposa que es la vulnerabilidad que todos tenemos, el miedo. Estos relatos son ensayos de cómo volver a ponernos de pie ante situaciones que nos aterran. Son una hipótesis de estados de intuición más altos que los presentes como respuesta a estas situaciones dominantes, para quitarles esa misma condición dictatorial del miedo.

Ursula K. Le Guin decía que “la relación del lector con el escritor no es de control y consentimiento, aunque a muchos escritores les encante esta idea, y a muchos lectores perezosos les venga bien”. La relación del escritor (en este caso Schweblin) con el lector es de una intuición sobre nuestros movimientos. Caemos en una empatía, en un cariño que nos arraiga en la historia.

El libro funciona, aporta posibles respuestas ante un miedo. Es entender mediante la escritura, pero también comprender al lector. Esta abstracción es lo que hace que un libro tenga diversas lecturas dependiendo de la persona, del lugar, y condiciones tan diversas como las propias situaciones de la vida. Samanta logra colocarnos un espejo muchas veces devastador sobre nosotros mismos, a la vez que nos da la tranquilidad de haber vivenciado la locura, de haber perdido el juicio en la lectura.

Samanta Schweblin. Foto: Penguin

Samanta Schweblin. Foto: Penguin

El libro es ese extraño vínculo entre el aislamiento y la necesidad de interacción, el silencio que se da en el conflicto interno llevado a la acción. Es el enojo de salir a la calle y ver que nadie más está sufriendo tu problema en ese momento, y esa indiferencia es en sí un mensaje que hace que el personaje colapse.

“Lo raro siempre es más cierto”, coloca la autora como epígrafe de Silvina Ocampo. Lo que ocurre es que lo raro nos obliga a volver a mirar para corroborar la ruptura de la normativa. La norma es lo social y lo esperable. En la ficción, lo raro nos da la oportunidad de encontrar verdades sobre nosotros y sobre el humano en sí.

Simon Weil dice: “La atención absoluta, sin mezcla, es oración. Cada vez que prestamos verdadera atención, destruimos una parte del mal que hay en nosotros”. Los relatos son un estudio de las cosas a las que no les prestamos atención con la naturalidad del día a día, nos ayuda a poner el ojo en una realidad quizás un poco distorsionada, pero real e ignorada. El libro es en verdad una suerte de ensayo para ver hacia dónde vamos.

En una entrevista para El País, Samanta dice que “el concepto de normalidad es nuestra ficción más efectiva. La trampa dice que hay un punto intermedio entre vos y yo, un promedio aceptable que vendría a ser 'lo normal', pero la realidad es que lo único real somos vos y yo, con todo esto raro y único que somos”.

El tratamiento del lenguaje es exquisito, se piensa desde un punto casi metalingüístico. “Mientras los chicos de mi edad comienzan a jugar con palabras cada vez más complejas, descubren la fuerza del tono y el lujo de los silencios intencionales, yo pierdo para siempre las pocas palabras que había aprendido”, escribe en “El ojo en la garganta”, en donde el silencio es un acto devastador. Otro cuento que profundiza de manera inquietante la culpa entre la relación de madre y/o padre con hijo o hija, y la culpa que forma decisiones imprecisas.

Igual que en “Bienvenida a la comunidad”, la culpa es entendida como un sentimiento que te obliga a hacer el bien. Y en todos los cuentos se cae desde una altura mortal: lo familiar se vuelve extraño, el teléfono suena y las conversaciones más o menos oníricas son el núcleo de toda epifanía. El libro es como un zoológico en constante tensión hacia torcerse antes de poder nombrar los sentimientos ambiguos de la realidad humana. El lenguaje, por presencia o ausencia, desata la contorsión de una revelación anfibológica.

Más de Literatura
Los libros y sus autores

Los libros y sus autores

Víctimas del horror

Víctimas del horror

Tangible

Tangible

Rumiación

Rumiación