Un elemento fundamental en la literatura colombiana, no solo por su belleza y su caudal, sino por ser testigo del horror..

Un elemento fundamental en la literatura colombiana, no solo por su belleza y su caudal, sino por ser testigo del horror.

Por Ivonne Calderón | @malenamoon13

Los ríos son grandes protagonistas en las historias de la literatura colombiana. Especialmente el río Magdalena, columna vertebral del país. Un río extenso y caudaloso que no solo ha sido testigo de la biodiversidad y la vida natural que compone esa geografía, de la navegación de los primeros barcos, sino, además, testigo del horror. Un río que es vida y muerte.

Hace varios años José Saramago dijo que Colombia saldría de la apatía cuando vomitara a sus muertos. El día en el que los vivos dejen de aparentar que todo ha estado bien, que todo está bien, y empiecen a reconocerlos, a nombrarlos. Escribir los muertos de la violencia masiva, de la cultura del terror; esa parece una de las obsesiones de los escritores y escritoras colombianas. Dar voz a los muertos de los "ríos sepulcro", "ríos fosa común", "ríos sangre". Porque es verdad, por los ríos de Colombia ––no solo por el Magdalena–– han circulado cardúmenes de peces junto a víctimas del horror que, desde 1948, en tiempos de las luchas bipartidistas, han sido arrojadas a sus aguas.

Cuerpos que, aún hoy, flotan como embarcaciones sin rumbo, río abajo.

A través de la ficción se ha descifrado el acontecer social como una tarea de la imaginación. Al relato de esta parte de la historia ha contribuido la literatura colombiana, partiendo desde la llamada narrativa de la violencia que se manifestó con ímpetu a mitad de siglo XX, llegando, incluso, al panorama literario actual. Manifestaciones artísticas que no han podido prescindir del influjo de la violencia. Si los escritores narran su tiempo, desde Colombia, a partir de géneros diversos como la novela, el cuento y la crónica, se ha contado la ambigüedad del río como símbolo de la supervivencia natural y del dolor.

Así lo relata la periodista colombiana Patricia Nieto en su crónica Los Escogidos (2012). Una narración que se muestra con talante de novela. Nieto cuenta que, al este de la ciudad de Medellín, en Puerto Berrío ––un pueblo históricamente expuesto al conflicto armado, y que se extiende sobre el cauce del río Magdalena–– sus habitantes se ocupan de los muertos que quedan enganchados en ramas y en las redes de los pescadores, que, a pleno sol, descubren los cuerpos sin dolientes. Un pueblo que aguarda en la orilla por los muertos de la violencia. Los adoptan, les dan un nombre nuevo, los entierran, y escriben en negro sobre la piedra de las tumbas: "escogido". Cadáveres como santos a los que les piden favores a cambio de devolverles cierta humanidad.

Algo semejante a lo que acontece en Puerto Berrío relató con anticipación Gabriel García Márquez en su cuento “El ahogado más hermoso del mundo” (1968) ––parte del libro que incluye la novela corta “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada” junto a otros relatos––. Allí narra la llegada del cadáver de un hombre extraordinariamente grande, bello y varonil, esta vez no a un río, sino a una playa del Caribe colombiano:

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena.

Río Magdalena, Colombia. Foto: Rita Willaert vía Flickr 

Río Magdalena, Colombia. Foto: Rita Willaert vía Flickr 

Fue aquel el ahogado con el que García Márquez ––inmerso en el contexto político latinoamericano de la década del sesenta–– quiso abordar, a su modo, uno de los traumas del continente: las desapariciones. Un hombre que, quizá, haya llegado a morir de forma violenta. En la trama, luego de que los niños lo limpiaran de las algas y los restos marinos y descubrieran de qué se trataba, el cuerpo es llevado hasta el pueblo en donde las mujeres lo cuidan, lo admiran y le dan un nombre: Esteban. Mientras tanto, los hombres salen a consultar por los pueblos aledaños si alguien ha desaparecido. Finalmente, habiendo confirmado que no pertenece a ningún otro pueblo, le asignan una familia simbólica, le hacen un funeral grandioso y lo devuelven al mar. Sin duda, el pueblo sale transformado por el vínculo emocional que construye con el difunto.

El mismo autor de El amor en los tiempos del cólera (1985), novela en la que narra la historia de los amores contrariados entre Fermina Daza y Florentino Ariza, retrata al río Magdalena en su temporalidad, su transformación, su interdependencia con el contexto político. Y aunque en la novela el río es el escenario por antonomasia de la culminación del amor de sus protagonistas, es, también, una fotografía del terror. Navegando por sus aguas a bordo del buque de la Compañía Fluvial del Caribe, "en un mismo día [Florentino Ariza] vio pasar flotando tres cuerpos humanos, hinchados y verdes, con varios gallinazos encima. Pasaron primero los cuerpos de dos hombres, uno de ellos sin cabeza, y después el de una niña de pocos años cuyos cabellos de medusas se fueron ondulando en la estela del buque. Nunca supo, porque nunca se sabía, si eran víctimas del cólera o de la guerra".

Incluso hoy ese abordaje literario de los ríos de Colombia como escenarios de la más cruda violencia sigue haciendo eco en novelas. En 2020, en tiempos de pandemia, y cuatro años después de la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC, el escritor colombiano Ricardo Silva Romero escribió Río muerto. Una novela breve que relata el asesinato del mudo Salomón Palacios a manos de los paramilitares del Bloque Fénix (nombre dado por el autor) frente a su casa en Belén del Chamí, un poblado imaginario, bañado por un río con su mismo nombre, que puede ser cualquier espacio rural de Colombia; pueblos que, como muchos, no aparecen en el mapa.

Río Cauca, Colombia. Foto: Bernard Gagnon

Río Cauca, Colombia. Foto: Bernard Gagnon

Perplejos, la esposa de Salomón y sus hijos recogen el cuerpo sin saber qué hacer con él. En cualquier caso, corrió la suerte de ser sepultado, aunque de forma clandestina, por el sepulturero del pueblo, que, como castigo, fue acribillado y lanzado al "río muerto". Eran los tiempos en que el Bloque se había quedado con todo. Años en los que a orillas de aquel manso y claro río Chamí se dio, en la trama de la novela, la "masacre de los compinches", la "matanza de las manos" [...] "en la que fueron torturados y acribillados los negros y los blancos más fuertes del poblado, y a sus mujeres y sus niños les cortaron las manos izquierdas y las lanzaron a la corriente, por seguirles sirviendo a los guerrilleros de resguardo, de escondite".

Sin duda, narraciones como Río Muerto ayudan a entender lo que pasó y sigue pasando en el país.

Así que, los ríos colombianos han transportado una suerte de memoria transgeneracional de dolor, que la narrativa ha recuperado con relatos verosímiles, dejando al descubierto una de las facetas más escalofriantes de la historia nacional.

"¿Cómo se le pregunta a una madre si cree que su hijo fue asesinado y lanzado a un río? La pregunta era más dolorosa que la respuesta", escribe Daniel Ferreira en Recuerdos de un río volador (2022), novela polifónica con la que cierra su pentalogía de la historia de la violencia en su país natal. En ella, la madre y el hermano buscan a Alejandro Plata, inspector de obras férreas y sindicalista desaparecido cerca del Puerto del Cacique. Una búsqueda incesante que coincide con el desembarco del progreso y la explotación petrolera en Colombia; un progreso que violentó las tierras, las aguas, y a comunidades enteras, transformando los ríos en retratos del silencio y la impunidad.

Para el autor, definitivamente, "la memoria del río es la del territorio".

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